Los muchachos estaban aburridos en la mesa. Un calor inusual
los tenía más apagados que de costumbre a esas horas de la tarde. El aire
acondicionado no andaba y el resto del bar, semivacío, parecía acompañar el
humor del grupo. Incluso el Gallego, el dueño, un tipo siempre activo,
dormitaba de pie tras la barra.
El Negro estaba con la típica expresión de desconsuelo y
parquedad que lo acompañaba de tanto en tanto. Acababa de cortar con la
Colorada, la mujer con la que mantenía una relación inconstante, de acercamiento
y alejamiento permanentes, cíclica. Esta vez parecía que era la definitiva;
pero las veces anteriores también parecieron definitivas.
El Rober estaba de bajón, con abstinencia de fútbol. Aún
faltaban unas semanas para que empezaran los torneos de verano y se contentaba
con pescar en el cable partidos de antaño o de ligas inverosímiles. Pero
ninguno lo llenaba ni le daba tema de conversación con los amigos, quienes no
seguían esos encuentros ignotos. Su mano repiqueteaba con parsimonia en la
mesa, como si contara los segundos que faltaban para el próximo partido.
Julito jugueteaba con su nuevo teléfono inteligente,
haciendo como si esperara una llamada, o como si hubiese algo fascinante en
saltar con el dedo de un menú al otro.
Mandrake se hurgaba la nariz con desgano, casi como por
costumbre, con el meñique derecho apenas rozando los bordes de las fosas
nasales. Tomaba de vez en cuando unos sonoros sorbitos de cerveza y jugueteaba
con la mano izquierda en el plato de papafritas, revolviendo despacio el
contenido sin propósito alguno.
Cacho estaba despatarrado en su silla y parecía realmente
aplastado, como si el calor lo empujara hacia el suelo, comprimiéndolo,
ensanchándolo, exprimiéndole el sudor por todos los poros.
Entonces, como quien pregunta la hora, Cacho soltó un
interrogante inesperado, surgido de pensamientos latentes que daban vueltas por
su cabeza en esos ratos muertos que uno tiene cuando viaja en colectivo o
espera en la cola del supermercado:
‒Che, loco, ¿qué es la perfección?