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30 de mayo de 2011

Los siete pecados (de viajar en el transporte público de las grandes) capitales - 7/7

Gula I
“Prohibido fumar en andenes y coches.”

Gula II
Yo no suelo utilizar el transporte público. Siempre que puedo, voy caminando. Vivo en una pequeña ciudad europea, accesible, donde todo está cerca. Si la distancia es muy larga, agarro la bicicleta y, con paciencia y sin hacer mucho esfuerzo, pedaleo tranquilo hasta mi destino. Suelo salir con tiempo y no programar actividades que se superpongan, así me puedo permitir el lujo de dar paseos relajados donde respiro aire puro, disfruto del sol en invierno, de la brisa en verano, y mi mente se despeja de los malos pensamientos.
    Pero hay ocasiones en que el tiempo no acompaña (lluvia, viento, nieve); o que, por razones ajenas a mi voluntad, debo acudir a algún lugar con escaso margen de tiempo. En esas ocasiones no tengo más remedio que emplear los autobuses, los tranvías o los trenes de cercanías.
    Los viajes no suelen durar más de quince o veinte minutos, y los servicios tienen horarios y cronogramas precisos que se respetan a rajatabla, sin la interrupción cíclica pero impredecible de protestas callejeras, cortes de vías, u otras manifestaciones del descontento social. Sin embargo, ese pequeño trayecto sobre ruedas se me hace interminable. Apenas al subir en cualquier medio de transporte, se me viene a la boca el extraño sabor de un pan salado, horrible, que solía comprar hacía mucho tiempo, cuando vivía en Buenos Aires y tomaba el mismo tren todos los días. En cualquier época del año, sin hambre y sin muchas ganas de comer, no dejaba pasar la oportunidad de comprar esos panes con gustos extraños al pibe que acostumbraba subirse en la estación Chacarita. Podría decirse que esperaba ilusionado la aparición del vendedor, casi siempre un muchacho de tez morena, con una camiseta de fútbol (el equipo variaba según el pibe de turno), una gorrita de béisbol en la cabeza, y una dicción espantosa, con ese típico tono del que ya no piensa en lo que dice de tanto repetirlo.
    Recuerdo que el pan no era muy bueno. A veces probaba un bocadito y llevaba el resto a casa, para que se lo comieran los demás integrantes de mi familia; a veces era tan feo que acabábamos tirándolo a la basura: no lo quería ni el perro. Pero yo insistía, una y otra vez. Y con esa insistencia reaparece ahora el regusto que me viene a la boca.