© Todos los derechos reservados.

31 de mayo de 2014

Plagiando a Cortázar


“Usted está plagiando a Cortázar”, me dijo mientras dejaba el manuscrito sobre la mesa entre asqueado y ofuscado. Muy serio lo dijo, hablando como si me acusara de un crimen horrendo: un parricidio, robar un caramelo a un niño. “¿Y qué pasa si Cortázar me plagió a mí?”, retruqué más serio aún, con el tono chillón e indignado que pongo ante imputaciones injustas y otras ofensas. “Pero escúcheme, insensato: Julio Cortázar se murió mucho antes de que usted aprendiera a escribir, ¿cómo se le ocurre que él podría haberlo copiado a usted?”, censuró con acento grave, aplastado por el peso de la ciencia, de la historia y de la verdad. “No sé, quizás viajó en el tiempo, nunca se sabe. O tuvo visiones en sueños donde yo escribía y él veía lo que yo había escrito y luego, al despertar, transcribió aquello que había visto. O quizás Cortázar nunca existió y es solo una creación mía, tan perfecta, tan autónoma, que hasta parece real”, lo confundí sin más argumentos que la duda.
“¿Habla usted en serio?”, preguntó tras una pausa de meditación e incredulidad. “No, no realmente”, suspiré resignado. “Yo, en realidad, siempre quise plagiar a Borges”.

24 de mayo de 2014

El bus más aburrido del mundo


Cuando voy en el autobús veo siempre lo mismo. Es inevitable. Para intentar ser útil, el autobús está obligado a recorrer cíclicamente los mismos lugares en el mismo horario. Y yo (quizás por idénticas razones) estoy condenado a viajar todos los días en el mismo autobús a la misma hora.
Y como yo, otros tantos. Ya nos conocemos de vernos siempre en el mismo coche, con similares destinos. No sabemos quiénes somos, ni cómo nos llamamos, ni adónde vamos una vez descendemos del vehículo. Pero nos conocemos. Cuando uno va justo de tiempo, por ejemplo, es un alivio llegar a la parada y encontrarse esperando a la gente con la que uno viaja día a día; no por el placer de su compañía, sino porque actúan como una señal reconfortante de que, pese a nuestro retraso, el autobús todavía no pasó por ahí.
Como somos casi siempre más o menos los mismos, tendemos a sentarnos o pararnos en los mismos lugares, nuestros lugares; aunque a veces perdemos la propiedad tácita ante la acción invasora del pasajero ocasional quien, distraído y ajeno al reparto territorial de los habituales, se posa con osada inocencia en tal o cual asiento, tal o cual ventanilla. Afortunadamente la expropiación no es eterna; de hecho, no suele durar más de un día, una vez por mes[1].
De modo que en cada viaje siempre veo lo mismo desde el mismo lugar: la misma gente y los mismos paisajes se repiten día tras día. Las pequeñas variaciones son las que hacen de la reiteración algo llevadero. Primero están los cambios estacionales: menos luz en invierno, más luz en verano; flores en primavera, hojas amarillas en otoño; abrigos y paraguas, escotes y minifaldas, colores apagados y vivos. Luego, los cambios puntuales: alguien que engorda o adelgaza; un negocio que cierra, otro que abre; un corte de pelo extraño; un árbol talado; macetas nuevas en un balcón; un bebé; un anciano que ya no nos acompaña.
Hace unos meses ocurrió uno de estos cambios, imperceptibles para el ocasional, pero notables para el asiduo. No es que fuera una transformación catastrófica, ni siquiera importante, pero entiéndase en su contexto: cuando uno realiza la misma rutina cada veinticuatro horas, un cambio así resulta, cuanto menos, llamativo.

Literatura infantil

Tengo un amigo invisible.
Mi amigo invisible juega conmigo.
Cuando juego con otros niños, mi amigo invisible ayuda a esconderme.
Mi amigo invisible hace las tareas conmigo. Mi amigo invisible vive en la calculadora que hace las cuentas y es la voz que lee mis libros de texto.

Cuando me siento sola, mi amigo invisible me hace compañía.
Y cuando estoy con mucha gente pero no me hacen caso, mi amigo invisible charla conmigo.

Mi amigo invisible es muy divertido.
Mi amigo invisible es mi mejor amigo.

Mi amigo invisible me visita también de noche.
Cuando las luces se apagan y todos duermen, mi amigo invisible me susurra al oído: “Mátalos a todos”.

¡Qué gracioso, mi amigo invisible! Sabe que no puedo levantarme porque duermo atada con correas.

17 de mayo de 2014

Veinte


Cuando se acerca el Mundial, una final de Libertadores o de Champions League, la última jornada del campeonato local o cualquier otro gran evento futbolístico, no faltan los detractores que salen a menospreciar el interés general que se palpa en el aire por el Deporte Rey, y lo vituperan reduciéndolo a la nadería más bobalicona que se les ocurre.
Pero quien dice que el fútbol son “veintidós boludos corriendo atrás de una pelota” no entiende nada, no sabe nada. La mera enunciación de la frase refleja un desconocimiento profundo sobre el balompié, su dinámica, sus actores, su lógica. Ninguno de estos superados contraculturales repara, por ejemplo, en la figura del arquero.
Los arqueros, uno por equipo, son tipos que no quieren saber nada con el balón, que respiran tranquilos cuando lo ven lejos y que sufren cuando se les viene encima. Al contrario que la mayoría de sus compañeros detestan su presencia, no sienten la necesidad de controlarlo, amasarlo, doblegarlo, obligarlo a hacer piruetas en el aire y conminarlo a una trayectoria curva, perfecta, hacia el ángulo recto de palo y travesaño. Todo lo opuesto: apenas toman la pelota, los arqueros la revolean lejos, con un pelotazo casi despectivo a la mitad de la cancha, como una amenaza (“no vuelvas por acá, no sos bienvenida”); y si sus coequipers se empeñan en pasársela para jugar corto, los arqueros sufren con los pies como un equilibrista sin red en la cuerda floja.
Los guardametas odian a la pelota. Le dan puñetazos, la tiran afuera del terreno de juego, la aplastan con su cuerpo contra el suelo, la alejan de sí todo el tiempo. Incluso la escupen, indirectamente, cada vez que empapan sus guantes de saliva antes de sujetarla. Y la insultan en susurros cada vez que tienen que ir a buscarla al fondo del arco, mientras ella parece sonreírles cómoda y burlona entreverada en la red.
Por eso, cuando alguien dice que el fútbol son veintidós boludos corriendo atrás de una pelota, no entiende nada. Son veinte, nada más.