–¿Qué hacés, Rober? –saludó el Negro.
–Bajoneado –dijo el otro, como suspirando una
obviedad.
–Contá, contá –sugirió Cacho, convencido de
que hablar sobre un problema es la mitad de su solución. (Y sobreactuando su
recién adquirida amistad con los muchachos).
«Es así, viste –sentenció El Rober–. Otro año
más igual. Empieza el campeonato y ya te olvidaste del año anterior, de esos
puntos tontos que perdiste de local, de cómo te cagó el referí en la cancha de
los otros… Agua pasada. Te da igual. Ahora es distinto, arrancamos todo de
cero. Tenés más o menos el mismo equipo, es cierto: alguno más veterano, algún
pibe nuevo; pero más o menos lo mismo. Sabés que no es un gran equipo, uno de
esos que hacen historia, que marcan a fuego la memoria de los hinchas propios y
de los rivales; pero es digno, viste, y con la combinación de resultados
adecuada, puede aspirar a campeón.
»A ver este año, te decís. Capaz que esta vez
sí que se da.
»El primer partido te toca de local: ganás por
goleada (un tres a cero, tampoco nada exagerado) y ya empezás a soñar. Después
encadenás tres o cuatro triunfos al hilo: alguno sobre la hora, otro de puro
milagro, y alguno sólido pero mínimo. Empatás con un equipo difícil, de
visitante, y te llenás de orgullo. Capaz que esta vez sí que se da, te repetís
con más convicción.
»Y entonces vas y ganás a uno de los de
arriba, de los jodidos, al vigente campeón o algo así. Y te envalentonás. Se te
da por cantar, en público y sin remordimientos, eso de que “vaaa saveeer que
vamo sasalir campeoneee…”