© Todos los derechos reservados.

25 de julio de 2012

Irrealpolitik (Ellos III)


Nosotros nunca vamos a emplear los cargos públicos para enriquecernos personalmente. Porque el Pueblo así nos lo pide. Porque es nuestro deber como responsables de la política. Y porque me lo dijo un Enano de Jardín.

¡No, mentira! ¡Ja, ja, ja! ¿No te lo habrás creído, no? Eso de que no nos vamos a enriquecer, digo. Mirá si no vamos a aprovechar la oportunidad, que es para lo que estamos acá, al fin y al cabo. Pero lo del Enano de Jardín es cierto. Sí, sí, muy cierto.
Iba yo hace unos años tan tranquilo por la calle, en un barrio común y corriente adonde me habían llevado no sé qué compromisos absurdos, cuando pasé delante de una casa con jardín al frente. Sentí que alguien me chistaba. Al principio, para qué negarlo, imaginé que un nuevo sobre se acercaba hacia mi hospitalario bolsillo interior del abrigo; porque, debo aclarar, cuando me llaman por la calle de manera tan discreta, solo puede significar una cosa. Si no es para asuntos de sobornos, la gente me llama de otras maneras. Veamos unos ejemplos:
‒¡Rodolfo querido! ‒me gritan los que quieren favores.
‒¡Señor Fulano! ‒se asombran falsamente los alcahuetes.
‒Diputado Fulano… ‒reverencian los timoratos.
‒¡Fulano y la concha de tu madre, hijo de remil puta! ‒describe un votante descontento.

De modo que el “chist” suave y reservado indica por lo habitual un negocio turbio, una trapisonda en la sombra, coimas, vueltos, esas cosas.
Pero no. Me giré a uno y otro lado, y no vi a nadie. Entonces chistó de nuevo: presté atención y ahí lo vi, con las dos manitos agarradas a la reja de entrada.
‒¡Eh, vos! ‒susurró el Enano.
‒¿Yo? ‒dije con cara de pelotudo.
‒Sí, vos. Venía acá.

21 de julio de 2012

Chauvinismo en el 1ºF


Un día cualquiera, salía yo de un supermercado chino cuando un amigo se topó conmigo y me preguntó: “¿Qué haces comprando en los chinos? ¿No ves que estos se llevan todo el dinero pa’ allí? Y hay que dar trabajo a los de aquí”.
Me pareció razonable contribuir a la economía europea, así que la siguiente compra la hice en un supermercado alemán que ofrecía muy buenos productos y precios. Todo queda en la Unión, pensé. Pero a la salida me encontré con otro amigo que me dijo: “¿Qué haces comprando a los alemanes? ¿No ves que estos fabrican todo allí? Y hay que dar trabajo a los de aquí”.
Buen punto, razoné. La siguiente vez, entonces, fui a un supermercado español donde encontré interesantes ofertas. Cuando cruzaba la puerta hacia el exterior, una vieja amiga que pasaba por ahí me increpó: “¿Qué haces comprando en este súper? ¿No ves que estos se llevan todo a su tierra; y que incluso puede que financien a ETA? Y hay que dar trabajo a los de aquí”.
OK, pensé, buscaremos uno de Castilla y León. Fue difícil, pero di con una cadena regional que tenía algunos productos a un costo aceptable. Sin embargo, al atravesar la puerta principal, un muchacho leonesista me indicó: “¿Qué haces comprando a esos? ¿No ves que tienen la sede en Valladolid y se llevan todo a Pucela, como siempre? Y hay que dar trabajo a los de aquí”.
Bueno, está bien, de acuerdo. Logré encontrar un supermercado leonés donde no me arrancaban los billetes del bolsillo por respirar el aire del interior y fui a comprar lo de la semana. Nomás salir, casi me llevo por delante a un vecino del barrio que, al verme con las bolsas del supermercado, me hizo notar: “¿Qué haces comprando en este lugar? ¿No ves que están matando al comercio del barrio? Y hay que dar trabajo a los de aquí”.
Ya ni lo pensé. Fui buscando por todo mi barrio las tiendas con dueños más amables y precios medianamente razonables. Cuando llegaba a casa, un vecino de mi calle reconoció las bolsas de la verdulería y me paró en seco: “¿Qué haces comprando en aquel lugar? ¿No ves que nuestra calle se está viniendo abajo? Y hay que dar trabajo a los de aquí”.
Qué se le va a hacer, me convencí: pago caro, pero me queda mucho más cómodo, ¿no? Así que no lo dudé más y salí en busca de provisiones. Estaba en eso cuando un vecino del edificio me saludó, me apartó sigilosamente de la gente y me susurró: “¿Qué haces comprando en estos negocios? ¿No ves que los del edificio, que somos muchos, nos hemos puesto de acuerdo para comprarnos entre nosotros? Y hay que dar trabajo a los de aquí”.
Llegado a este punto, me di por vencido. Ya prácticamente no salgo de casa. A veces robo unos tomates que brotan en la maceta del vecino de al lado; también cazo palomas distraídas que se posan en mi ventana, y de vez en cuando ceno algún gato que cae por error a mi patio. Estoy criando dos o tres hormigueros (los insectos son ricos en proteínas) y he descubierto el valor nutritivo de los yuyos que crecen entre las baldosas. Es el único modo de asegurarme de que todo sea perfectamente local. Especialmente desde que empecé a sospechar que el del 2ºB traía las cosas de China.

P.S. Después de leer este cuento, un amigo argentino me escribió: “¿Qué hacés ambientando la historia en León? ¿No ves que podrías haberla ambientado en Buenos Aires, más concretamente en Agronomía? Y hay que dar trabajo a los de acá”.

16 de julio de 2012

Convictos: La llave


Despertó en la cama de un hospital. Sabía que era un hospital, y que era una cama, y que la mujer que lo examinaba era médico y que la que le cambiaba los vendajes era enfermera. Pero no sabía quién era él.
Le hablaban y entendía. Pero no podía decir palabra. Nada se lo impedía, excepto la falta de respuestas.
¿Sabe cómo se llama?
Meneaba la cabeza.
¿Dónde vive?
Encogía los hombros.
¿Está casado, tiene familia?
No lo sé, dijo por fin.
La doctora se miró con la enfermera y se fueron. Al poco tiempo apareció otro doctor, y luego otro, y más tarde eran seis o siete hombres y mujeres con bata, estetoscopios, mirada seria y conversaciones en voz alta con él como testigo inerte. Los médicos hablaban de el paciente como si no estuviese delante.
Al cabo de algunos días, y pruebas, y test, y psicólogos y psiquiatras, determinaron que el accidente le había provocado una pérdida de memoria.

¿Qué accidente? ¿Qué pasó?
Una enfermera creyó poder reconstruir los acontecimientos. Él iba por la avenida transitada en hora pico. Entonces, de golpe, se asomó a la calle y se agachó para buscar algo que caía en la alcantarilla. Una llave, casi seguro. Al menos es lo único que encontraron encerrado en su puño cuando lo registraron en el hospital. Ni cartera, ni documentos ni nada. Solo una llave aferrada como si fuera la última cosa en el mundo.
Tal vez alguien le robó sus pertenencias aprovechando la ocasión. Seguro que lo dieron por muerto cuando el taxi maniobró de golpe para acercarse al cordón y le asestó un golpe terrible en el cráneo, agachado como estaba él, afanándose por que la llave no se fuera hacia alguna rejilla. Y si estaba muerto, ¿para qué iba a necesitar el dinero y el DNI y esas cosas?

5 de julio de 2012

Convictos: El poder del deseo


Para Antonio L. uno podía influir en los acontecimientos futuros con el pensamiento y la palabra. Pero no se trataba de una influencia voluntaria, sino más bien accidental, aunque guiada por reglas precisas: si uno deseaba algo intensamente y expresaba ese deseo a viva voz, las fuerzas oscuras del destino se ocupaban de que ocurriese exactamente lo contrario.
Un caso clásico de este fenómeno era, según Antonio L., el fútbol. Si miraba un partido con sus amigos, bastaba que dijese “¡qué bien vendría hacer un gol ahora!” para que su equipo no solo errara sus ocasiones, sino que también recibiera un tanto en contra.
Antonio estaba firmemente convencido de que este tipo de coincidencias no eran obra de la casualidad. Hombre de formación científica, comenzó a observar el fenómeno con detenimiento. Mediante la formulación de hipótesis, pruebas empíricas y la suma de casos, consiguió establecer algunas regularidades:
1)      en todos los casos observados, un deseo expresado verbalmente ante testigos no se cumplía y, en la mayoría de los casos (en torno al 90 por ciento), ocurría exactamente lo contrario a lo que el deseo representaba;
2)      si el deseo no se expresaba verbalmente (o se expresaba sin testigos alrededor), existían posibilidades cercanas al 45 por ciento de que se cumpliese;
3)      cuanto más se deseaba una cosa, mayor era la necesidad de expresar el deseo ante testigos, en una relación directamente proporcional; a tal punto que, en ocasiones (60 por ciento), la sensación de frustración producto de no expresar el deseo era equivalente a la frustración de que no se cumpliera.
Así las cosas, y ante los reiterados anhelos irrealizados, Antonio L. se propuso buscar caminos alternativos para burlar estas constantes. Dado que ante deseos particularmente intensos le era prácticamente imposible mantener la boca cerrada, decidió que hablaría para decir exactamente lo contrario a lo que quería. De esta manera, saciaba su incontinencia verbal con cierta ironía, pero no delataba sus ansias. Veamos algunos ejemplos:
a)      si quería que su equipo marcara un gol en determinada fase del partido, se obligaba a decir: “Ahora no quiero que hagan goles, que se los guarden para más tarde cuando los agarremos cansados”, o incluso “que empiecen ganando ellos, que así disfrutamos más cuando se lo demos vuelta”;
b)      si le gustaba una mujer y deseaba captar su atención, afirmaba ante los amigos: “Esa no me interesa, no es mi tipo; mejor que me ignore; si me viene a hablar, salgo corriendo”;
c)      si esperaba algún regalo en especial para su cumpleaños o la navidad, solía intentar con: “Cualquier cosa me da igual, como si no me regalan nada”.
Todas estar artimañas fracasaron. Como si supiesen el fin último que tales frases ocultaban, las oscuras fuerzas del destino continuaron operando en su contra, aunque ahora (a los ojos de sus amigos y otros testigos ocasionales) los deseos de Antonio L. parecían cumplirse.
El desdichado intentó reformular su teoría con una hipótesis ad hoc: dado que la existencia de testigos era fundamental para que las manos negras de la suerte tomaran conocimiento de sus intenciones, y dado que sus amigos no acababan de creerse sus falsos deseos, era imperioso mejorar las técnicas de engaño a fin de que sus afirmaciones fuesen tomadas como sinceras.
Así que Antonio L. fue a clases de actuación, dicción y locución; a talleres de relajación y de control mental; a terapias contra la ansiedad; y a cursos de marketing y ventas. Con toda esta formación pretendía dominar sus emociones y construir un personaje creíble de sí mismo, un otro-yo que tuviese sus intereses opuestos y que fuese capaz de hacer creer a los demás sus falsas intenciones.
Y lo consiguió. Irreconocible para sus amigos, se hizo hincha del equipo rival; cortejó a las mujeres que antes rechazaba e ignoró a sus grandes amores; se mudó de barrio y cambió de costumbres; abandonó sus gustos musicales y los reemplazó por las melodías que siempre había odiado; cambió de vestuario, de supermercado, de mascota, de gestos, de peinado, de pasta de dientes y hasta de nombre.
Por eso mismo, no podemos saber cómo terminó la historia. La transformación fue tan radical que nadie sabe qué fue de Antonio L. Apenas se pueden ensayar posibles finales:
1)      quizás, pese a todo, no consiguió burlar a las manos negras de la suerte, ya que se le concedieron todos los deseos de su nueva identidad, condenándolo a vivir para siempre en una felicidad fingida;
2)      o, tal vez, metido en su nueva piel, acabó creyendo que sus falsos nuevos deseos eran en realidad sus verdaderos deseos; en ese caso, es probable que las fuerzas oscuras del destino hayan continuado frustrándolo, materializando ahora sus viejos anhelos para desgracia del nuevo Antonio;
3)      o en una de esas, convertido ya totalmente en otro, abandonó su deseo de querer influir sobre el destino mediante la manipulación de unas constantes por él descubiertas, y vivió el resto de sus días con las nuevas preocupaciones de su otro-yo, con las alegrías y desdichas de cualquier mortal.

2 de julio de 2012

Convictos: Mi barba tiene tres (millones de) pelos



Christian R. creía positivamente en que su barba crecía a razón de uno o dos centímetros durante las ocho horas de sueño, y menos de de medio milímetro durante toda la vigilia. De este modo, cuando dormía demasiado su rostro se poblaba rápidamente y, en cambio, cuando pasaba mucho tiempo despierto tardaba días en que el vello facial alcanzara la categoría de barba.
Según el propio Christian R., solía acostarse con la piel suave, sedosa, hidratada, y se despertaba como un cardo, cubierto de puntiagudas agujas renegridas que ocultaban las líneas de sus facciones.
Sobra decir que Christian R. era un hombre muy coqueto y vanidoso. Pero aunque le gustaba verse lampiño, odiaba afeitarse. Así que dedicó sus esfuerzos a encontrar el modo de eliminar la barba de algún modo definitivo.
Acudió primero a sus amigos en busca de consejo, y ellos le dijeron algo que probablemente fuera cierto pero que Christian R. se negaba a reconocer: su barba crecía al mismo ritmo que la de todos, y si había alguna diferencia de longitud entre los períodos de actividad y los de reposo no podía ser tan enorme.
Como sus amigos, en lugar de solucionar el problema, lo negaban en redondo, decidió buscar respuestas entre los profesionales: para eliminar cualquier duda al respecto, en primer lugar contrató una consultoría que auditara y certificara el desfase de crecimiento entre día y noche; los consultores, como siempre, se encargaron de decir lo que su cliente quería escuchar.
A continuación, acudió a clínicas de estética y centros capilares: las primeras le ofrecieron tratamientos radicales, como la depilación láser, aunque el riesgo de que un error en el tratamiento o que algún efecto secundario deformara su rostro hizo desistir a Christian R.; los segundos, por su parte, no solo eran incapaces de ofrecer una solución, sino que además le propusieron que se dejara analizar por el staff científico para determinar si su raro caso podía aportar alguna ayuda en la lucha contra la alopecia.
Christian R., desconsolado, huyó de todo el mundo y se aisló en una cabaña perdida en el monte, a maquinar cómo conseguir que el universo pudiera disfrutar de su belleza sin que él tuviese que enfrentarse cada mañana a la tortura de la cuchilla de afeitar.
Y así, tras una noche de insomnio en la que no paró de escribir, tachar y arrancar hojas de un cuaderno con planes descabellados, creyó dar con una idea que, si bien no arreglaba el asunto de forma tajante, al menos sí establecía un razonable compromiso: debía dejar de dormir. Calculaba que, así, tendría que afeitarse una vez cada dos o tres meses.
Lo puso en práctica esa misma noche: se afeitó cuidadosamente una vez más y se preparó para días y días de piel impoluta. Sin embargo, algo fallaba en su plan y la barba continuaba creciendo a su ritmo habitual. Lejos de reconocer los hechos, Christian R. sospechó que se quedaba dormido sin darse cuenta; decidió entonces apuntar las horas de inicio y final de cualquier actividad, para detectar el momento y la duración total de sus fatídicos y pilosos desvanecimientos. Alimentado a base de cafeína y otras drogas que le impedían caer en el sueño, su mente trajo las fantasías oníricas ante sus ojos en forma de alucinaciones.
Una hermosa mujer entró flotando en su habitación, envuelta en vapores de tul y de seda; se acercó a él con caricias divinas, disfrutando con el tacto de su tez limpia; pero en cada caricia, Christian R. iba notando cómo su rostro se volvía áspero, hasta que se dio cuenta de que la hermosa mujer era una bruja o una sirena, y que sus diabólicas manos daban vida a una barba enorme que crecía sin parar y se trenzaba y se prolongaba más allá de lo imaginable, arrastrándose por el suelo y enredándose entre sus piernas sin dejarlo avanzar.

Lo encontraron unos exploradores. Algunos dicen que se ahorcó con su propia barba. Otros, que se ahogó con una bola de pelos. La mayoría cree que murió de cansancio.