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30 de noviembre de 2013

La lección de Bonciotti

En la pantalla se veía la repetición: el defensor rival iba con la pierna levantada, con el pie a la altura de la rodilla, e impactaba de refilón (muy de refilón) con la rótula del delantero; este caía y se revolvía de fingido dolor, mientras el árbitro aparecía en el encuadre corriendo con la tarjeta roja en la mano. El defensor, indiferente a su expulsión, se agachaba con gesto recio y susurraba unas palabras en el oído del agonizante caído; por cómo se incorporó el delantero ‒de un salto, lleno de energía y sin el menor rastro de su dolencia‒ se habría dicho que el defensor pronunció algún conjuro mágico, una oración sanadora, algo digno del show evangelista de los domingos. Las escenas continuaban: una vez de pie, el delantero empujaba al defensor en tres ángulos de cámara diferentes, seguido por un jab de izquierda que no llegó a destino; no obstante, el defensor caía como peso muerto, tomándose la cara con ambas manos, en un gesto mezcla de sufrimiento y necesidad de ocultar la risa. El árbitro, testigo en primerísimo plano, volvía a alzar la tarjeta roja, esta vez castigando al delantero.
‒¡Qué boludo! ¡Mirá cómo se hizo echar! ‒rezongó Cacho.
‒A estos jugadores les falta cabeza ‒asintió el Rober.
‒¡Ya estaba! Había conseguido que expulsaran al otro animal… pero no va y se prende en el quilombo. ¡Qué boludo! ‒continuó despotricando Cacho.
‒Esto no le hubiera pasado al Toto Bonciotti ‒recordó el Rober.
‒¿Bonchoti? ¿Y ese quién es? ‒preguntó Cacho en su cándida juventud.

22 de noviembre de 2013

Tercera entrada

‒¿Esto es de relleno?
‒Nada es de relleno.
‒¿Y el relleno de una empanada, por ejemplo?
‒Sin relleno, no habría empanada. Así que no está de relleno.
‒¿Y los extras de una película? ¿Y los figurantes?
‒¿Y el telón, y el escenario, y los vestuarios? ¿Sería igual una película si solo hubiera actores desnudos sobre un fondo negro, o tal vez solo voces en la nada?
‒Entonces me asegurás que esto no es de relleno.
‒Esto es lo que es y está para lo que está.
‒Pero convengamos que, por sí solo, el texto no vale gran cosa.
‒Quizás, si estuviera aislado.
‒¿Y no lo está, con una entrada para él solo?
‒Nada está nunca aislado. Así que el entorno completa el sentido y le otorga valor.
‒¿Y por qué en forma de diálogo?
‒Para establecer un contrapunto, para abrir el paraguas, para darle voz a la posible objeción del lector y poder responder de inmediato.
‒¿Qué objeción?
‒Sabía que ibas a preguntar eso.
‒Ya veo. Y ahora es cuando lo dejamos pensado.
‒Pero solo por unos segundos.

El síndrome de Storto

Esto no es una pelusa, sino que es una pieza de arte abstracto.

Cuando empecé con este blog, me propuse escribir al menos una entrada por mes. Casi lo consigo: entre 2007 y 2009 metí una… por año.
Supongo que entonces no me lo tomaba tan en serio como ahora, aunque tampoco es seguro que en este momento me lo tome muy en serio. (Si uno lee el simpático poema publicado hace unos instantes ‒ayer‒ podrá creer con razón que hay posts que son una tomadura de pelo).
Sin embargo, debo decir en mi descargo que no hay pieza en Señales de Humo que no tenga una razón de ser, que no esconda algo que el autor, en ese momento, deseara publicar. (A este respecto también he de manifestar que yo no puedo dar la cara por los que escribieron antes de mí: en ocasiones era un tipo obsesionado con lograr el mayor impacto con el mínimo material; en otras, un loco que transcribía absurdos diálogos mentales que se le ocurrían en la ducha o antes de irse a dormir; a veces era un enamoradizo y/o desilusionado pelafustán que deseaba expresar algún sentimiento inconfesable enfrascándolo en rebuscadas metáforas; y de a ratos aparecía el escritor más centrado en su tarea, esto es, en contar un relato que dejara pensando al lector, con una pizca de humor, otra de reflexión y un poco de cuidado en la elección de las palabras y las expresiones; pero yo no soy ninguno de esos).

21 de noviembre de 2013

Mi primer poema

Mi primer poema
no es un poema
sino que es un texto
escrito con saltos de línea
para que engañe a la vista
del lector desatento
(o atento pero indiferente)
haciéndole creer que tiene delante
la obra de un poeta
y no la de un vago poco creativo
que está a estas horas de la madrugada
pulsando incoherencias en un teclado
y que ni siquiera es capaz
de poner un signo de puntuación
que no sean los anteriores paréntesis
o el punto final que viene a continuación.