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30 de noviembre de 2010

Tren de vida


Vías (PS), originalmente cargada por My Buffo.
En la antigua ciudad construyeron un ferrocarril circular, cuyas estaciones de salida y terminal eran la misma. De hecho, no se sabía cuál de las cuatro paradas era la principal.
El circular conducía a cuatro zonas estratégicas de la urbe: una, donde se ubicaban las guarderías, las escuelas, los colegios y las universidades; otra, donde se encontraban las oficinas, los bancos y los comercios; en la tercera estaban las viviendas, las residencias de ancianos, los parques y los hospitales; en la última, estaban las fábricas, el aeropuerto y el cementerio.
Alguien pretendió ver aquí una metáfora del tiempo: el círculo de la vida sobre raíles, donde cada apeadero era una estación del año (primavera, verano, otoño e invierno) o un momento en las edades del ser humano (juventud y aprendizaje; madurez y trabajo; vejez y descanso; muerte y final).
Pero el tren dejó de operar por falta de pasajeros y la ciudad continuó su vida sin mayores inconvenientes.

Descubrimiento ambiguo

Yo era perfeccionista hasta que descubrí que era inútil.

21 de noviembre de 2010

Solipsistas


Los domingos al sol, originalmente cargada por My Buffo.

Marta y yo íbamos (como todos los domingos desde que empezaba el otoño) a repartir algunas mantas entre los indigentes a los que no podíamos convencer de que pasaran la noche en nuestro refugio. Nos topamos con uno que estaba medio borracho, tomando el sol en una escalinata. Era uno que siempre nos evitaba, que huía apenas nos veía venir; pero aquel día lo sorprendimos dormitando y no le dimos tiempo a emprender la fuga.
    –Sírvase, bueno hombre, que esta noche va a hacer mucho frío –le dije yo, respetuosa, mientras le sacudía un poco el hombro.
    –¿Seguro que no quiere pasar la noche en nuestro refugio? –intentó convencerlo Marta.
    –No hace falta: soy solipsista –contestó él.
    Marta y yo nos miramos sorprendidas, sin acabar de comprender qué estaba diciendo el indigente. Me animé a preguntar:
    –Perdone, pero… ¿y eso qué tiene que ver?
    –Que el mundo no existe –dijo él, categórico, arrojando un apestoso aliento a vino barato–. Hace frío o calor porque yo me lo imagino así. Para ponerle un poco de emoción, ¿sabe? Así que no necesito mantas ni refugios.
    –Vamos, hombre –le dije yo, con la vista en sus dedos maltratados por las inclemencias del tiempo–, si no quiere venir, al menos tome esta manta. No le va a hacer mal.
    –Aunque, si nos acompaña, podremos darle una sopa caliente, y hasta se podría duchar o cambiar de ropa –insistió Marta, que hacía malabares para evitar el fuerte olor corporal que el viento arrastraba hacia su posición.
    –Nada, no quiero nada. Muchas gracias por venir. Aunque me tendría que dar las gracias a mí mismo por hacer que vengan –especuló él, sorbiendo un trago del tetra-brik.
    –Deme las gracias por la manta, por favor –porfié, extendiéndole una muy gruesa, de diseño escocés.
    –¡La manta no existe! –vociferó entonces el indigente– De hecho, usted y su amiga tampoco existen, solo están en mi cabeza. Vienen para hacerme hablar, para que piense otra vez, para hacerme recordar que no hay nada excepto mi mente, que es un ente incorpóreo que habita en la eternidad de un infinito sin dimensiones espaciotemporales, ¿se da cuenta? Usted y su amiga no están ahí, son apenas una forma retorcida que tengo de hacerme decir a mí mismo: “No hay mundo, no hay realidad, únicamente tus pensamientos…”
    –¿Pero qué pensamientos ni qué ocho cuartos? –se ofendió Marta– Somos personas de carne y hueso, ¿ve? –y se pellizcó un brazo.
    –¡Eso es lo que quería que me dijera! ¿Lo entiende? –rió el borracho– ¡Está diciendo exactamente lo que yo imagino que va a decir! ¡Ja! ¡Es genial!
    Marta y yo volvimos a mirarnos incrédulas y decidimos no continuar con ese sujeto. Marta ensayó un saludo y dijo algo así como “estamos acá a la vuelta, por si se arrepiente”, y nos fuimos de ahí. Cuando estábamos a más de cien metros, le dije a Marta:
    –¿Será siempre así, o solo ahora porque está borracho? ¿O acaso está loco y se construyó un universo paralelo para escapar del dolor, un universo donde sus males son apenas un producto de su imaginación?
    La respuesta de Marta no pudo ser más inquietante:
    –Imaginé que preguntarías eso.

18 de noviembre de 2010

Dignidad


Gato camionero (PS), originalmente cargada por My Buffo.
Una vez vi un gato moribundo. Estaba reposando al sol sobre un camión, vigilando su feudo baldío. Así no podía saberse que tenía las horas contadas. Conservaba su postura arrogante, sus ojos incisivos, su mansa intimidación.
    Era un callejero, un sobreviviente. Consciente de que le llegaba su momento, mantenía la compostura. No quería dar señales de debilidad, ni siquiera ante la muerte.
    Cuando pasé a su lado, me siguió con la mirada. Apenas giró la cabeza, despacio, acompañando mi trayectoria. Me clavaba la vista desafiante. No hizo ademán de levantarse ni de huir. No estaba en sus planes retroceder. No podía.
    Me detuve junto a él. Agachó las orejas y entrecerró los ojos. Estiré lentamente una mano hacia su hocico. Encogió la cabeza y emitió un gruñido mudo. A medida que mi dedo se aproximaba a su nariz, el bufido se volvía más agudo. Cuando estuve a punto de tocarlo, abrió sus fauces y lanzó un maullido de guerra. Pero se quedó firme en su posición.
    Retiré mi mano y me fui. Lo dejé en paz. Él no agradeció mi gesto. No tenía por qué. Yo, en cambio, me volví una última vez y lo saludé con respeto.
    Cuando sea mi turno, quiero morir con esa dignidad.

12 de noviembre de 2010

La misión

El señor Eugenio Villa fue un famoso polígamo. Podría decirse que era un marido serial, pues su comportamiento se asemejaba más al de un psicópata que al de un padre de familia.
    Su rutina, supo la policía, era siempre la misma: llegaba a una ciudad, seducía a una mujer joven y fértil, y engendraba dos, tres, cuatro o cinco hijos varones hasta que nacía la primera niña; entonces abandonaba el hogar y partía a otra ciudad, donde reemprendía la secuencia.
    Eugenio tenía una rara obsesión con la niñas, una extraña fijación que no parecía corresponderse con sus huidas repentinas. Las mujeres del polígamo declararon en los juzgados que su marido no mostraba entusiasmo alguno ante el nacimiento de los hijos varones y, en cambio, se emocionaba hasta las lágrimas cuando conocía que una mujercita estaba en camino. En su falta total de interés por los niños, dejaba a sus madres escoger los nombres (Esteban, Matías, Epifanio, Juan, Rodolfo, Sergio, Carlos, Florencio, Martín, José, Sebastián, Francisco, Federico, Nicolás, Julián, Timoteo, Jorge, Humberto, Ernesto, Brian y Bruno); los investigadores supieron que apenas intervenía para evitar que se repitieran apelativos entre hijos de distintas familias. En cambio, con las niñas era inflexible: todas tenían que llamarse Mara.
    Lo arrestaron cuando su séptima esposa acababa de traer al mundo una nueva chiquilla. Eugenio no estaba en el hospital, sino en el garaje de su casa, cargando unas pocas pertenencias en un auto robado, dispuesto a abandonar la ciudad. Al abrir el portón para salir, descubrió que estaba rodeado de policías. Uno de ellos, mientras le ponía las esposas, recitó la frase que había estado ensayando todo el día:
    –Se acabó, Eugenio. Nunca vas a conseguir la octava Mara Villa.

10 de noviembre de 2010

A dos bandas


Sincronizados, originalmente cargada por Lewenhaupt.

Carlos buscaba el golpe definitivo. Llevaba jugando (y perdiendo) al billar demasiado tiempo, y ya era hora de empezar a ganar. “Tranquilo, todo llega”, le decían los otros. Pero a Carlos se le acababa la paciencia.
    Fue el viejo del bar de Boedo quien le dijo que había un lugar, en Avenida de Mayo, donde se juntaban los que sabían de verdad. Ahí se hacían cosas realmente importantes; o al menos eso se decía. Le recomendó que fuera, que mirara y que intentara descubrir el secreto. Si tenía suerte, alguno se lo iba a explicar.
    Carlos fue y pasó ahí noches enteras. Pero no percibía nada fuera de lo común, nada que él no hiciera ya. Los jugadores acertaban poco y se equivocaban tanto como él, o incluso más. Todos parecían sumidos en la misma mediocridad de los ambientes que Carlos frecuentaba. ¿Dónde estaban esos que sabían la verdad, el gran secreto del billar?
    A punto de perder las esperanzas, una noche los vio. Al fondo, dos tipos, cada uno en su mesa. Parecían estar en sus propios asuntos cuando, de pronto, empezaron a moverse en sincronía, como si uno imitara los movimientos del otro en tiempo real. Calcados como reflejos en un espejo, ambos tomaron sus tacos, se inclinaron sobre la superficie de paño, midieron y golpearon la bola con idéntica ceremonia. Las esferas describieron iguales trayectorias en los rectángulos, golpearon dos bandas y remataron la jugada; cuando dejaron de rodar, quedó dibujada la misma constelación de bolas sobre ambos tapetes verdes. Y los dos jugadores contemplaban el diseño con uniforme postura: el taco vertical, aferrado por la mano izquierda un poco más arriba que la derecha, los hombros relajados y la cabeza ligeramente inclinada hacia delante.
    “Ése es el golpe”, pensó Carlos, “tiene que ser el golpe”. Se encaminó hacia los jugadores. “Tengo que pedirles que lo repitan”, se dijo, “tengo que convencerlos de que lo vuelvan a hacer”. Pero antes de que llegara a ellos, el hechizo se esfumó. Cada jugador cambió de posición y habló con sus otros contrincantes de manera disímil, en una aberrante asimetría que parecía destruir la armonía del Cosmos.
    Carlos, no obstante, avanzó hacia las mesas del final. Se plantó entre ambas, aun maravillado por la perfecta consonancia de las esferas, y dijo a los jugadores:
    –Tienen que enseñarme ese golpe.
    Los dos extraños se miraron y luego a Carlos.
    –Ni idea, pibe. Yo es la primera vez que juego –le dijo uno.
    –Yo llevo años –dijo el otro–, pero este golpe no tiene nada de especial. De hecho, es bastante malo.
    –No puede ser –insistió Carlos–. Acaban de hacer los dos exactamente el mismo golpe. No puede ser casualidad.
    Los jugadores volvieron a mirarse entre sí con expresión entre incrédula e indiferente, y decidieron ignorar a Carlos, que permaneció unos segundos inmóvil, esperando una respuesta que no llegaría. 
    El juego siguió, las bolas continuaron rodando y sobre los paños se perfilaron esquemas cada vez más desiguales. Se sucedieron las pifias, los errores y las victorias del menos malo. Carlos se resignó, suspiró amargamente y se fue para no volver.
    Apenas cruzó la puerta hacia la calle, en todas las mesas de billar se lanzó la misma jugada: las esferas giraron, golpearon las bandas y chocaron con idéntico ímpetu, a idéntica velocidad, con idéntico ritmo; y los jugadores sonrieron con la misma sonrisa e idéntica satisfacción. 
    Y entonces, en algún lugar del Universo, nació una estrella.

1 de noviembre de 2010

Payada intelectual



NOTA DE PRENSA
III Congreso Internacional Internet y Sociedad

“Internet está condenada a desaparecer”

La segunda jornada del Congreso Internacional Internet y Sociedad tuvo como orador principal al uruguayo Washington Polidoro, historiador especializado en tecnología. El argentino Alberto Pisculitti se encargó de ofrecer el contrapunto.

Por Juan Contreras. ENVIADO ESPECIAL.

“Internet está condenada a desaparecer”, afirmó rotundo el catedrático Washington Polidoro. “Incluso el fenómeno redundante conocido como redes sociales es tan sólo una moda pasajera, como lo fueron primero los BBS o los blogs.”
Así de categórico comenzaba su disertación el pensador uruguayo, durante la ponencia que abría la segunda jornada del III Congreso Internacional Internet y Sociedad que se está celebrando en la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires.