El videojuego
tenía unos veinte o treinta niveles. Aunque algunos aventuraban que los niveles
eran infinitos; otros, que solo eran diez pero que se repetían una y otra vez,
añadiendo más velocidad, o enemigos, o algo así. No lo sabían a ciencia cierta:
todos tenían una copia pirata, sin manual de instrucciones ni otras
referencias.
Entre los
compañeros de clase corría el rumor de que el primo del amigo del hermano mayor
de uno había alcanzado el nivel 23. La mitad del aula desmentía esa hazaña; la otra
mitad soñaba con igualarla.
César nunca
pasaba del nivel 7. Se sabía los cuatro primeros de memoria: conocía todos los
movimientos, secuencias optimizadas de acciones y demás trucos para sortearlos
sin problema. Los niveles 5 y 6, en cambio, introducían factores de dificultad
y aleatoriedad que hacían más complicado seguir ascendiendo; sin embargo, con
un poco de práctica y buenos reflejos, llegaba con algunas vidas intactas al
nivel 7. Pero ahí acababa la historia.
Intento tras
intento, no lograba solventar los escollos (aparentemente) insalvables, puestos
ahí por los programadores con toda la mala fe del mundo. Y tarde a tarde,
después de la merienda, fracasaba en el objetivo de ver que había más allá.
Quizás, pensaba en la derrota, no haya nada después.
Hasta que un día
se produjo el milagro. Una combinación de suerte, casualidad, azar y un
atardecer inspirado, lo puso de improviso en el nivel 8.
César no podía ni
frotarse los ojos. Tras la breve pausa que daba el programa anunciando el
siguiente estadio, ya había que ponerse en marcha. Apenas tenía tiempo para
admirar la nueva pantalla, ese escenario tantas veces deseado, completamente
desconocido, donde todo era nuevo, donde todo estaba por descubrir: los
enemigos lo asediaban y, acostumbrado a repetirse durante siete escalones,
César no sabía cómo reaccionar ante los nuevos ataques. El corazón le latía a
mil por hora de la emoción y la adrenalina. Tenía que durar, no podía dejar
pasar esa oportunidad. El nivel 8, por fin. Y después el 9, y el 10 y, por qué
no, el 23. No la cagues ahora, César, no arruines todo. ¿Qué es eso? No, a ver,
movéte para acá. Ahí, no, salí de ahí. ¡Cuidado! No me hagan eso. A ver… ¡No,
así no! ¡Déjenme vivir! ¡Esperen, esperen, todos a la vez no! ¡Voy a perder!
Voy a perder, voy a perder…
Y perdió.
Game Over.
En su entusiasmo
juvenil, César lo intentó de nuevo: ni siquiera pasó del nivel 6. Probó una vez
más, y cayó en el eterno 7. Desistió.
Apagó el aparato,
se recostó en su cama, cerró los ojos, e intentó retener la imagen del nivel 8,
de lo que llegó a percibir del nivel 8, de lo que creyó entrever en el nivel 8,
de lo que imaginó haber visto en el nivel 8, de lo que hubiera significado
ganar el nivel 8.
Al día siguiente
fue a la escuela, compartió su gran logro con los compañeros, se vanaglorió el
día entero de su conquista, exageró algunos detalles, inventó otros, se
adjudicó destrezas inauditas, y se permitió tomarles el pelo a los amiguitos
que no conseguían pasar del nivel 6. Cuando salió de clase y volvió a casa, guardó
el juego en un cajón y no lo cargó nunca más.