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6 de junio de 2010

Conspirando

“La explicación más simple y suficiente es la más probable, mas no necesariamente la verdadera
Principio de Ockham
En un lujoso hotel de algún punto de Europa, un escogido grupo de políticos, militares, empresarios y académicos de todo el mundo se reúne a puertas cerradas. Rodeado de policía, agentes secretos, guardaespaldas, mercenarios y otras medidas de seguridad, el selecto club (al que sólo se accede por invitación) mantiene el objeto y el contenido de sus conversaciones en el más absoluto secreto. Manifestantes antisistema se reúnen en las inmediaciones del sitio para expresar su descontento hacia ese oscuro contubernio que, según rumorean, es el que mueve en realidad los hilos del mundo.
Dentro del hotel, un joven empresario, propietario de una próspera empresa de Internet, asiste por primera vez a la cita. No conoce ni a un quinto de las personas que están ahí dentro, así que se dedica a observar por un momento qué es lo que hacen los demás. Ve a un puñado de individuos jugando a las cartas, otros que siguen apasionadamente una partida de ajedrez, algunos discutiendo sobre quién es el mejor jugador de fútbol del mundo, cinco señoras comentando detalles de sus vestidos, un grupo mixto compartiendo anécdotas de sus últimas vacaciones en Davos, algunos señores despatarrados en los sillones mientras leen el periódico, otros bebiendo un buen escocés en la barra, uno fumando solitario en un rincón, y un grupúsculo de adictos al trabajo conectados a la oficina a través de sus portátiles.
El novato se acerca entonces a un anciano que está ajustando la hora de su reloj sentado cómodamente en un sofá y que aparenta llevar muchos años como miembro del club:
–Disculpe, ¿qué se supone que debemos hacer ahora? –pregunta el joven temeroso, aun a riesgo de parecer desubicado.
–Lo que quiera. Esta noche hay cena-baile con una big band y también actuará un trío de jazz realmente delicioso. Le recomiendo que asista –responde el otro, concentrado en su Rolex.
–Por supuesto, pero… ¿no deberíamos… es decir… ahora… juntarnos a… bueno, a hablar de esos temas…? –tantea el muchacho.
–Bueno, si quiere… Pero a mí el fútbol no me interesa mucho, a decir verdad.
–¿Fútbol? –se sorprende el joven.
El hombre mayor gira su mirada hacia el novato, lo estudia de arriba abajo y sonríe:
–Ah… Usted se refiere a esos temas. Es su primera vez, ¿cierto?
–S… sí –balbucea el principiante.
–Tranquilo, no se preocupe por nada. No hay nada que hablar. Disfrute su estancia estos pocos días y luego vuelva a casa para seguir con su vida –dice el veterano.
–¿Pero no se supone que deberíamos… hablar? –insiste el joven.
–No, no. Nuestra misión empieza y termina con nuestra asistencia a esta cita. Todo lo que tenemos que hacer es venir a este hotel. Así evitamos que el mundo no se venga abajo –relata el mayor, volviendo a su reloj.
–No entiendo –dice el muchacho, perplejo.
–Ni hace falta que entienda. ¿Me podría decir qué hora es? –responde el anciano.
–Las cuatro y media. Y treinta y dos, para ser exactos.
–Gracias.
–O sea que ya está. Sólo se trata de venir, pasar el rato y nada más –recapitula el novato.
El hombre mayor ubica su reloj en la muñeca, cierra la malla y vuelve la mirada hacia el joven:
–¿Y usted qué creía? ¿Qué toda esta gente iba a ser capaz de ponerse de acuerdo para dirigir los destinos del mundo? –espeta risueño el anciano– Algunos todavía están discutiendo si fue buena la elección de este hotel para la reunión, o si el champagne es mejor que el cava, así que imagínese…
–Pero esos son detalles, supongo que en los temas importantes… –aventura el principiante.
–No me sea ingenuo, por favor. Un hombre como usted, que ha llegado tan lejos en tan poco tiempo –y lo regaña con el índice como si hablase con su nieto.
–Bueno, no piense mal. Tampoco es que yo sea megalómano ni nada de eso. No obstante, si nos invitaron a este club, supongo que será para algo más que jugar a las cartas o cenar con jazz de fondo –se explica el muchacho.
–Pues ya ve que no hay nada más. Aproveche y disfrute. No se haga mala sangre con los grandes problemas de la humanidad, ni se rompa la cabeza intentando enmendar seis milenios de civilización en media hora. Al menos no hoy, que tiene todos los gastos pagos –sonríe el veterano.
–Pero yo… yo quería ayudar, pensar en positivo, darle un enfoque distinto a las cosas que nos preocupan a todos –se justifica el muchacho.
–Y eso es muy bueno, de verdad. Pero la Historia no es el resultado de lo que decidan un día unos pocos iluminados convocados en torno a una mesa redonda; la Historia es el producto de un enrome cúmulo de decisiones tomadas en distintos sitios, en momentos diversos y por gente muy diferente. Usted haga lo que crea que deba hacer, siga firme a sus convicciones y ya veremos si el tiempo le da la razón –incentiva el mayor.
–Disculpe si le parezco imbécil, pero… ¿qué conseguimos entonces viniendo a esta reunión?
–Además de un merecido descanso, conseguimos eso –y el veterano señala hacia una ventana, desde la que puede verse, a lo lejos, a un grupo de manifestantes con pancartas contra el nuevo orden mundial.
–¿Qué? ¿Una manifestación? –interroga el joven, contrariado.
–No, no. La manifestación es sólo la punta del iceberg. Conseguimos que la gente, en general, crea que en estos aposentos estamos haciendo algo.
–No es mucho consuelo, si tenemos en cuenta que allá afuera piensan que queremos hundirlos en la miseria, o someterlos a nuestros oscuros designios… –se deprime el novato.
–Tiene que mirar más allá, amigo mío –dice el mayor, y le palmea el hombro–. Lo importante es que afuera crean que hay alguien que tiene el control sobre todas las cosas que pasan. Imagínese lo que ocurriría si todo el mundo pensara que el destino es puro azar y casualidad, que no hay nadie detrás digitando lo que va a suceder… Sería anárquico.
–Pero la gente ya cree en alguien que tiene el control: es Dios –cuestiona el muchacho.
–Sí, bueno, no… La gente ya no tiene tanta fe como antes. Después de las grandes guerras y con todas esas pamplinas que llaman posmodernidad, el mundo se volvió menos religioso; pero no sólo eso, también se perdió la fe en los líderes y en las ideologías. Los cristianos comenzaron a comerse los diez mandamientos uno a uno, incluyendo el de no matarás y el amor al prójimo. Y los demás dejaron de seguir otra regla que su propio deseo, como en el Lejano Oeste. Las personas se han hecho más irreverentes e irrespetuosas –narra el veterano.
–¿Y usted cree que eso es malo? La gente es más libre. Yo no veo cuál es el problema –opina el joven.
–Si fuera como usted dice… Pero nuestros antecesores vieron otra cosa. Realmente temían que Occidente estuviera a punto de disgregarse por culpa de esta desapasionada deriva hacia la tiranía del azar, del individualismo, del aquí y del ahora. No había promesa de felicidad que causara efecto en estas criaturas incrédulas e indolentes en que se habían convertido los ciudadanos de clase media, ni en ese populacho entregado al sexo, a las drogas y al rock&roll. Creció la violencia ciudadana, aumentó la delincuencia, los oficinistas se atrincheraron en sus casas armados hasta los dientes, se perdió el sentido de comunidad y la solidaridad… Un reloj de pulsera pasó a valer más que una vida humana –expone el mayor.
El muchacho mira entonces el reluciente Rolex en la muñeca del anciano y piensa si acaso aquella joya no está también manchada de sangre.
–Es un regalo de mi mujer por nuestras bodas de oro –anticipa el veterano, que se había percatado de la mirada inquisidora del muchacho.
–Oh, sí, es precioso –afirma el joven, tragando saliva–. Pero dígame, ¿qué tiene que ver todo eso con nuestra extraña reunión?
–Todo. Fue aquel estado de cosas, esa negación de la sociedad y del porvenir, el que preocupó a quienes convocaron los primeros encuentros –retoma el anciano.
–¿Y cómo surgió la idea? ¿Cómo llegamos a esto?
–Fue obra de un viejo y astuto judío. Este buen hombre había soportado durante toda su vida las falsas acusaciones de integrar un supuesto complot judeo-masónico para controlar el planeta. Un día tuvo una repentina iluminación: “¿Y por qué no?”, se dijo. Y así es como se le ocurrió montar esta sencilla pero no por ello menos efectiva representación, una escenificación de la conspiración, una puesta en escena con personalidades reales cuyo objetivo auténtico es devolver la fe a quienes la han perdido.
–Es decir: nos reunimos para que la gente piense que estamos tramando algo y así no pierda la fe en que hay alguien superior que controla sus destinos; aunque en realidad no hacemos nada de nada –interpreta el novato.
–Más o menos, sí. Tampoco olvide lo que une odiar a un enemigo común. Eso también es parte de nuestro objetivo: fomentar la cohesión social. Piense en la cantidad de asociaciones, colectivos, plataformas e iniciativas civiles que se definen como anti-algo –añade el veterano.
–Pero ¿cómo conseguimos que los de afuera no se abandonen nuevamente a la desidia o la autodestrucción? Si nosotros, supuestamente, estamos decidiendo por ellos, ¿qué pueden hacer ellos? Da lo mismo que sus destinos sean determinados por nosotros o por el azar, ellos no pueden hacer nada. Además, de aquí no salen órdenes o mandamientos para los de afuera. Las religiones, al menos, imponen conductas con premios celestiales y castigos infernales –critica el muchacho.
–No, no, se equivoca. Los de afuera pueden hacer algo. Pueden intentar influir sobre nosotros –y el veterano vuelve a señalar a los manifestantes–, o bien pueden aspirar a ocupar nuestro lugar. De modo que también estamos dándoles esperanza. Una esperanza mejor que la recompensa celestial, puesto que, gracias a ella, es posible creer en la construcción de un mundo mejor hoy. Para eso basta con retirar del club-donde-se-decide-todo a los malos, a nosotros, y poner a los buenos, a ellos mismos. ¿No es entrañable?
–Es más bien triste –contrapone el novato–. No sólo no arreglamos nada, sino que además somos los malos de la película.
–Es nuestro pequeño gran sacrificio para la humanidad, es el granito de arena que los más afortunados aportamos al bien común. No se puede hacer más –pregona el veterano.
–Si le soy sincero, no parece gran cosa. Debo decir que estoy un tanto decepcionado –se lamenta el joven.
–Suele pasar, no se preocupe. Pero con el tiempo verá que vale la pena –lo anima el mayor.
–Si usted lo dice… En fin, necesito un cigarrillo. ¿No tendrá usted uno? –pide el muchacho.
–No, yo fumo sólo en pipa. Pero puede pedirle al conserje que le sirva un buen habano. Creo que han traído de una selección especial –sugiere el anciano.
–No, gracias, lo que necesito es un cigarrillo común. Es por la ansiedad, he estado un poco nervioso desde que llegué. Ya sabe, la primera vez –aclara el novato.
–Ah, bien, entonces pruebe suerte con ese hombre de ahí. Ahora no recuerdo cómo se llama. Es un habitué de estas reuniones. Es muy reservado, aunque no parece mala persona. No creo que le niegue un cigarrillo –indica el veterano.
–En realidad lo estoy dejando, pero es difícil. Tengo que aprender a controlar mejor el estrés –sonríe el muchacho
–Lo hará, todos lo hacemos –vaticina el anciano.
–En fin, gracias por todo. Nos vemos esta noche, en la cena –dice el joven, y se marcha hacia el fumador.
–¡Hasta esta noche! –saluda el veterano, a quien un grupo de banqueros viene a buscar para jugar una partida de Monopoly.

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