Mira en el teléfono pero no hay cobertura. Debería, pero no hay.
Maldice por lo bajo, revolea los ojos, resopla, hincha las alas de la nariz e inspira aire.
Tiene que mandar ese mensaje, o llamar. Es importante, cree. Además, ellos le tienen que decir en qué estación bajarse o se va a seguir de largo.
Se va a seguir de largo.
Recuerda las veces que se pasó de estación. En la línea A, o en algunas de la D, por ejemplo, tuvo que volver a pagar el cospel. El viejo cospel de subte. Ahora ya no hay cospeles. Y las líneas son más largas.
Antes no. Antes, cuando viajaba todos los días al colegio. Al volver cansado, en esa noche eterna del subterráneo, veía su reflejo y el de los otros en el vidrio oscuro bajo la luz artificial, como de morgue, convertidos en rostros abatidos, sonámbulos, demacrados. Y se imaginaba que el tren no iba a parar, que iba a seguir de largo hacia esa última estación que no figuraba en ningún plano. El tren de los muertos. Un cargamento de almas hacia su última parada.
Lo obsesionaba la idea: un día cualquiera, el túnel se haría más largo que nunca, el aire más cálido y espeso, los minutos interminables. Entonces llegarían a un apeadero antiguo, de aspecto abandonado, con azulejos resquebrajados y humedad en los techos. Una iluminación tenue y amarillenta les daría la bienvenida. No tendrían más remedio que bajar y caminar hacia la única salida, un pasillo descendente con curvas y contracurvas y escaleras y grietas. Al final del pasillo…
Vuelve la cobertura. Se apresura a teclear con el pulgar, leyendo con atención en la pantallita iluminada donde se multiplican las abreviaturas, las faltas de ortografía y los códigos de símbolos. Le va a dar “enviar”, pero la cobertura se pierde otra vez.
Se resigna. Al final, se va a seguir de largo.
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