Entró al bar con rutinaria parsimonia y pidió lo mismo de siempre.
Apenas la copa tocó el mostrador, vio al final de la barra a una mujer de mirada triste que bebía sola con desgano, como matando el tiempo. Fue hasta ella y comentó, con una media sonrisa, algo banal sobre el tiempo, la humedad o la calma de la tarde.
Ella le respondió y, entre trago y trago, una ronda y la siguiente, conversaron acerca de esto y de aquello: sobre el tiempo pasado, sobre las esperanzas perdidas y renovadas, sobre el color del atardecer y el sonido del silencio; pero también sobre el pescado a la plancha, los pañuelos descartables, la inflación, el transporte público y las promesas de los políticos.
Intercambiaron los teléfonos y quedaron para verse más adelante.
Pasaron unos días y él la llamó. Se encontraron nuevamente y retomaron la charla casi donde la habían dejado.
Él intentó ir más allá y quiso leer sus pensamientos. Pero ella cerró su mente como un libro prohibido; le dijo, amablemente, que reservaba esas páginas para alguien especial. Y que él no era ese alguien. Luego se marchó.
Después de unos minutos, él miró al camarero y le indicó: “Cobrame lo de siempre”.
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