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18 de marzo de 2011

Los siete pecados (de viajar en el transporte público de las grandes) capitales - 1/7



Lujuria I
“¡No empujen que en el fondo hay lugar!”


Lujuria II
    En la eterna lucha del viajero por conseguir un cómodo y práctico emplazamiento en el tren subterráneo, hay varios factores que deben tenerse en cuenta al momento de escoger el mejor sitio posible. Por ejemplo: dónde se encuentra la ventilación más cercana, cuánta gente hay (y se estima que habrá) entre nosotros y la salida, cuánto tiempo permaneceremos en el vehículo, si estamos solos o acompañados, si vamos o no con equipaje, si transportamos importantes sumas de dinero, objetos frágiles o de valor, etc.
    Sin embargo, hay un elemento que es esencial para disfrutar de un viaje ameno, una consideración que no puede pasar por alto el usuario habitual de este servicio: debe conseguir por todos los medios tener una clara línea visual hacia las ventanillas. ¿Por qué es esto tan importante?, se preguntará con seguridad el lector. ¿Quizás porque nos permite ver con claridad cada estación a la que arribamos? No necesariamente, puesto que los modernos vagones incorporan señales luminosas que lo indican con antelación; y si, llegado el caso, estas no funcionaran, siempre se puede preguntar a otro pasajero con mejor perspectiva.
    ¿Entonces? ¿Para qué observar la ventanilla si el paisaje que se descubre tras sus cristales es, en el grueso del trayecto, la mugrosa pared renegrida de los túneles? La respuesta no está en el exterior, sino en el interior del coche. Y en el milagro de la luz que inunda los vagones en contraste con la oscuridad del inframundo, una combinación que convierte a los cristales en auténticos espejos.
    En estas superficies reflectantes, pues, tenemos la oportunidad de disfrutar en excelente panorámica de las bellezas que, descubiertas por la mano calurosa del sempiterno bochorno que puebla las cavernas, enseñan sus gracias al observador atento. La mirada indiscreta queda perfectamente disimulada, como si estuviésemos hipnotizados por el vaivén sinuoso de esos cables exteriores que parecieran jugar una carrera contra la formación, cuando en realidad estamos embobados con unos labios carnosos, unos ojos deslumbrantes o una figura escultural.
    Cualquier inconveniente, de esos que nunca faltan en el viaje de ida y de vuelta (empujones, pisotones, insultos, bajones de presión, intoxicación por fetidez humana, entre otros), quedará inmediatamente en un segundo plano ante la visión celestial que las ventanillas abren para nosotros en medio de este infierno.

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