“Plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro”, se
repitió en voz baja, repasando.
Acababa de salir de la librería con el primer volumen que
compraba en su vida. Alguna antología de Poe o Borges, tal vez. Hasta entonces,
siempre había leído de prestado, en la biblioteca, en casa de sus padres o
amigos. Por sus evidentes dificultades, nadie se había animado nunca a
regalarle un ejemplar. Este era, por lo tanto y al fin, su libro.
“Al pibe le habría gustado”, pensó. El pibe era su hijo.
Hacía doce años que no lo veía. Se había separado de la madre por
incompatibilidad manifiesta, y los había dejado. Cambió de ciudad, lejos, y no
volvió verlos. Marchó sin despedirse, con un plato de cena caliente esperándolo.
Pese a todo, seguía queriendo a su (ex) mujer. Por algo se
habían casado y habían tenido al pibe. Porque algo hubo. Y el recuerdo de ese
algo volvía de vez en cuando.
Pasó por el parque, con el libro nuevo en la mano, pensando
en el pibe y en su madre. Se detuvo frente a un árbol donde los enamorados
ponían sus nombres. Con algo de vergüenza, sacó su cortaplumas suizo y talló un
corazón, dentro del que garabateó “Ella y Yo”.
Ruborizado como un adolescente, se alejó con la extraña
sensación de que su vida ya era, por fin, completa.