Cuando Cacho llegó al bar, Mandrake miraba con desconfianza (recelo,
incluso) a Julito, que estaba contento; mientras, el Rober mostraba un gesto
que iba de la fascinación a la incredulidad. Pero Cacho no saludó, ni preguntó
qué tal, ni se interesó por sus amigos: se dejó caer en la silla, como quien
realiza una declaración solemne con el trasero, o como el que busca llamar la
atención con estridente disimulo.
‒A este no hay quién lo entienda ‒bufó Mandrake para el
Rober, o para todos, o para nadie, mientras sacudía la mano en dirección a
Julito.
‒¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Vas a agarrar un martillo y
empezar a romper celulares? ‒desafió el Rober.
‒No, che, tampoco es para tanto. El celu se me rompió solo.
Y yo no voy a obligar a los demás a pasar por la que yo pasé ‒se atajó Julito,
con una sonrisa imperecedera.
Cacho resopló en su sitio, mirando para otro lado.
‒A ver, no entiendo un carajo ‒vociferó Mandrake‒, ¿vos no
sos… o eras… un fanático de los telefonitos de mierda esos, eh?
‒Sí, de hecho lo soy ‒confundió Julito.
‒¿Y entonces porqué tenés esa cara de feliz cumpleaños?
‒preguntó Mandrake, casi como una queja‒ Vos tenés que estar triste, hecho
bolsa, bajoneado… Como sigas sonriendo, te borro los dientes de una trompada.