En la pantalla se veía la repetición: el defensor rival iba
con la pierna levantada, con el pie a la altura de la rodilla, e impactaba de
refilón (muy de refilón) con la rótula del delantero; este caía y se revolvía
de fingido dolor, mientras el árbitro aparecía en el encuadre corriendo con la
tarjeta roja en la mano. El defensor, indiferente a su expulsión, se agachaba
con gesto recio y susurraba unas palabras en el oído del agonizante caído; por
cómo se incorporó el delantero ‒de un salto, lleno de energía y sin el menor
rastro de su dolencia‒ se habría dicho que el defensor pronunció algún conjuro mágico,
una oración sanadora, algo digno del show evangelista de los domingos. Las
escenas continuaban: una vez de pie, el delantero empujaba al defensor en tres
ángulos de cámara diferentes, seguido por un jab de izquierda que no llegó a destino; no obstante, el defensor
caía como peso muerto, tomándose la cara con ambas manos, en un gesto mezcla de
sufrimiento y necesidad de ocultar la risa. El árbitro, testigo en primerísimo
plano, volvía a alzar la tarjeta roja, esta vez castigando al delantero.
‒¡Qué boludo! ¡Mirá cómo se hizo echar! ‒rezongó Cacho.
‒A estos jugadores les falta cabeza ‒asintió el Rober.
‒¡Ya estaba! Había conseguido que expulsaran al otro animal…
pero no va y se prende en el quilombo. ¡Qué boludo! ‒continuó despotricando
Cacho.
‒Esto no le hubiera pasado al Toto Bonciotti ‒recordó el
Rober.
‒¿Bonchoti? ¿Y ese
quién es? ‒preguntó Cacho en su cándida juventud.