Desde chico le habían inculcado algunas supersticiones que
jamás lo abandonaron: cruzar los dedos, no pasar por debajo de las escaleras,
evitar a los gatos negros y, en especial, empezar todo con el pie derecho.
Sin embargo, y aunque intentaba deliberadamente huir de la
mala suerte, su vida era una desgracia. Podría decirse que personificaba la Ley
de Murphy y sus más tristes corolarios, principios y anexos: todo le salía mal en
la peor combinación posible.
Pero él era porfiado. Estaba convencido de que todo ocurría
por su culpa, porque seguramente hacía algo mal, algo que atraía la mala suerte.
Así que cada día repasaba a conciencia los pasos que, según las creencias populares,
debían asegurarle un buen comienzo.
Su obsesión era el pie derecho. “Si hay algo en lo que me
puedo descuidar, en donde más fácilmente puedo cometer un error, es en lo del
pie derecho”, se decía. Así que había colocado la cama contra una pared, de
manera que solo podía bajarse por el lado en el que, instintivamente, incluso dormido,
no tenía más remedio que apoyar primero la derecha. También dejaba junto a
la cama solo el calcetín y el zapato que debía calzarse primero, y a los otros
los arrojaba lejos para evitar confusiones. Antes de acostarse, también marcaba
el hueco del pantalón por donde debía pasar la primera pierna, y ataba un
pañuelo en el otro para que, si por error comenzaba con el pie indebido, el nudo
le impidiera avanzar. Y así con todo.
No obstante, las desdichas continuaban: la suerte no llegaba
y todo le salía al revés. Entre sus muchos desaciertos se encontraba el de
confundir habitualmente la izquierda y la derecha.