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7 de marzo de 2010

Vida eterna

Cierta vez, un hombre muy rico preguntó a un erudito si conocía el secreto de la vida eterna; añadió que estaría dispuesto a pagar muy bien por hacerse con él. El erudito lo citó esa misma noche en su casa y le prometió que, antes del amanecer, sabría cómo alcanzar la inmortalidad; y que, además, renunciaba a cualquier pago, estipendio, remuneración, honorario o gratificación que el hombre rico fuera capaz de ofrecerle, pues el saber no tenía precio, y compartir y extender el conocimiento era la recompensa más grande que un filósofo podía desear.
Apenas cayó el sol, el hombre rico se presentó en el domicilio del erudito, vistiendo sus mejores galas para la ocasión más importante de su vida, con frac, sombrero de copa, faja de seda roja, reloj de bolsillo, gafas con montura de oro y bastón con empuñadura de plata. El erudito lo hizo pasar y, sin más preludio, lo condujo a la biblioteca donde, según dijo, los esperaban otros hombres que ya habían alcanzado la vida eterna.
Cuando llegaron a la enorme habitación, plagada de estanterías de madera cubiertas por incontables volúmenes, el hombre rico se sorprendió de no ver a ninguna otra persona, aparte del erudito. Cuando preguntó dónde estaban los demás, recibió esta respuesta:
“Aquí están todos. Platón y Aristóteles, Virgilio y Homero, Poe y Dickens, Kant y Hegel, Montesquieu, Rousseau y Voltaire, Locke y Hobbes, Stendhal y Baudelaire, Borges y Cortázar, Cervantes, Shakespeare y Goethe, Einstein y Russell, Tolstoi y Dostoievski, Lorca y Unamuno, Plutarco...”
El erudito dio la espalda al hombre rico para admirar la magnitud de sus libros mientras proseguía con la enumeración; el hombre rico aprovechó y lo golpeó en la cabeza con el bastón. El erudito cayó y el hombre rico volvió a golpearlo tres veces más, con mayor fuerza. Después limpió la sangre del bastón con un pañuelo blanco, prendió fuego a la biblioteca y se marchó a buscar la vida eterna en otra parte.

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