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13 de abril de 2012

Level 8



El videojuego tenía unos veinte o treinta niveles. Aunque algunos aventuraban que los niveles eran infinitos; otros, que solo eran diez pero que se repetían una y otra vez, añadiendo más velocidad, o enemigos, o algo así. No lo sabían a ciencia cierta: todos tenían una copia pirata, sin manual de instrucciones ni otras referencias.
Entre los compañeros de clase corría el rumor de que el primo del amigo del hermano mayor de uno había alcanzado el nivel 23. La mitad del aula desmentía esa hazaña; la otra mitad soñaba con igualarla.
César nunca pasaba del nivel 7. Se sabía los cuatro primeros de memoria: conocía todos los movimientos, secuencias optimizadas de acciones y demás trucos para sortearlos sin problema. Los niveles 5 y 6, en cambio, introducían factores de dificultad y aleatoriedad que hacían más complicado seguir ascendiendo; sin embargo, con un poco de práctica y buenos reflejos, llegaba con algunas vidas intactas al nivel 7. Pero ahí acababa la historia.
Intento tras intento, no lograba solventar los escollos (aparentemente) insalvables, puestos ahí por los programadores con toda la mala fe del mundo. Y tarde a tarde, después de la merienda, fracasaba en el objetivo de ver que había más allá. Quizás, pensaba en la derrota, no haya nada después.

Hasta que un día se produjo el milagro. Una combinación de suerte, casualidad, azar y un atardecer inspirado, lo puso de improviso en el nivel 8.
César no podía ni frotarse los ojos. Tras la breve pausa que daba el programa anunciando el siguiente estadio, ya había que ponerse en marcha. Apenas tenía tiempo para admirar la nueva pantalla, ese escenario tantas veces deseado, completamente desconocido, donde todo era nuevo, donde todo estaba por descubrir: los enemigos lo asediaban y, acostumbrado a repetirse durante siete escalones, César no sabía cómo reaccionar ante los nuevos ataques. El corazón le latía a mil por hora de la emoción y la adrenalina. Tenía que durar, no podía dejar pasar esa oportunidad. El nivel 8, por fin. Y después el 9, y el 10 y, por qué no, el 23. No la cagues ahora, César, no arruines todo. ¿Qué es eso? No, a ver, movéte para acá. Ahí, no, salí de ahí. ¡Cuidado! No me hagan eso. A ver… ¡No, así no! ¡Déjenme vivir! ¡Esperen, esperen, todos a la vez no! ¡Voy a perder! Voy a perder, voy a perder…
Y perdió.

Game Over.

En su entusiasmo juvenil, César lo intentó de nuevo: ni siquiera pasó del nivel 6. Probó una vez más, y cayó en el eterno 7. Desistió.
Apagó el aparato, se recostó en su cama, cerró los ojos, e intentó retener la imagen del nivel 8, de lo que llegó a percibir del nivel 8, de lo que creyó entrever en el nivel 8, de lo que imaginó haber visto en el nivel 8, de lo que hubiera significado ganar el nivel 8.
Al día siguiente fue a la escuela, compartió su gran logro con los compañeros, se vanaglorió el día entero de su conquista, exageró algunos detalles, inventó otros, se adjudicó destrezas inauditas, y se permitió tomarles el pelo a los amiguitos que no conseguían pasar del nivel 6. Cuando salió de clase y volvió a casa, guardó el juego en un cajón y no lo cargó nunca más.

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