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21 de julio de 2013

Desperfectos

Los muchachos estaban aburridos en la mesa. Un calor inusual los tenía más apagados que de costumbre a esas horas de la tarde. El aire acondicionado no andaba y el resto del bar, semivacío, parecía acompañar el humor del grupo. Incluso el Gallego, el dueño, un tipo siempre activo, dormitaba de pie tras la barra.
El Negro estaba con la típica expresión de desconsuelo y parquedad que lo acompañaba de tanto en tanto. Acababa de cortar con la Colorada, la mujer con la que mantenía una relación inconstante, de acercamiento y alejamiento permanentes, cíclica. Esta vez parecía que era la definitiva; pero las veces anteriores también parecieron definitivas.
El Rober estaba de bajón, con abstinencia de fútbol. Aún faltaban unas semanas para que empezaran los torneos de verano y se contentaba con pescar en el cable partidos de antaño o de ligas inverosímiles. Pero ninguno lo llenaba ni le daba tema de conversación con los amigos, quienes no seguían esos encuentros ignotos. Su mano repiqueteaba con parsimonia en la mesa, como si contara los segundos que faltaban para el próximo partido.
Julito jugueteaba con su nuevo teléfono inteligente, haciendo como si esperara una llamada, o como si hubiese algo fascinante en saltar con el dedo de un menú al otro.
Mandrake se hurgaba la nariz con desgano, casi como por costumbre, con el meñique derecho apenas rozando los bordes de las fosas nasales. Tomaba de vez en cuando unos sonoros sorbitos de cerveza y jugueteaba con la mano izquierda en el plato de papafritas, revolviendo despacio el contenido sin propósito alguno.
Cacho estaba despatarrado en su silla y parecía realmente aplastado, como si el calor lo empujara hacia el suelo, comprimiéndolo, ensanchándolo, exprimiéndole el sudor por todos los poros.

Entonces, como quien pregunta la hora, Cacho soltó un interrogante inesperado, surgido de pensamientos latentes que daban vueltas por su cabeza en esos ratos muertos que uno tiene cuando viaja en colectivo o espera en la cola del supermercado:
‒Che, loco, ¿qué es la perfección?
A continuación hubo unos silenciosos segundos de duda. Cacho, abanicándose con el menú del día, miraba al suelo con la vista perdida, sin esperar respuesta. Los demás continuaron inmóviles, inconmovibles, como si nadie hubiese hablado con ellos. La discusión que inauguraba la pregunta de Cacho podría haber muerto ahí mismo, abortada antes de nacer, sin pena ni gloria y sin que nadie se lamentara por ello. Pero Julito, también desde el fondo de reflexiones atávicas, contestó casi sin querer:
‒El iPhone.
Mandrake se paralizó con el dedo a punto de catapultar una mucosidad al infinito; se quedo mirando a Julito como si este acabara de insultar a su madre. El Rober, en cambio, se sonrió condescendiente y siguió golpeteando la mesa. El Negro negó con la cabeza, como diciendo “este tipo es incorregible”. Cacho, por fin, salió de su hundimiento y recriminó a Julito:
‒¿Un iPhone? ¿Vos sos pelotudo o te hacés?
‒Eh, eh, que yo no dije “un iPhone” sino “el iPhone” ‒se defendió Julito, atrayendo la atención de los otros‒. Me refiero al concepto y todo lo que trae aparejado. Esto es una computadora de bolsillo, un teléfono, un televisor portátil, una cámara de fotos, un navegador de internet, un GPS. Podés hasta pagar con él, sincronizarlo con otros aparatos, acceder a la nube… Es la máquina definitiva, el dispositivo total ‒concluyó.
‒En todo caso, digo yo, será el Smartphone en general ‒replicó Cacho.
‒Cualquiera no es lo mismo ‒sonrió Julito, mientras levantaba su aparato de la mesa y enseñaba el logo de la manzanita a sus compañeros.
‒No sé de qué carajo están hablando ‒intervino Mandrake, iracundo, con cara de que aquello tenía que ser una broma‒, pero seguro que la perfeción no puede ser un aparato de mierda que se queda sin batería cada tres segundos y que se rompe con mirarlo, nomás.
‒La fragilidad, lo efímero, son cualidades de lo perfecto ‒ensayó Julito, disimulando su falta de convencimiento con una teatralidad poética exagerada.
‒¡Ni en pedo! ‒saltó el Negro, ansioso por dinamitar el argumento de Julito y, si hubiera podido, también el iPhone de Julito‒ La eternidad es cualidad de lo perfecto. El Universo es perfecto.
‒Negro, te fuiste al carajo ‒le soltó Mandrake, dándole palmaditas de consuelo en el hombro. La camisa del Negro se llenó de aceite.
‒¿El Universo es perfecto? ‒quiso indagar Cacho.
‒El Cosmos, las estrellas, la materia… De lo infinitamente grande a lo infinitamente pequeño, el delicado equilibrio de la naturaleza en permanente cambio… Todo está conectado de un modo que ni siquiera podemos imaginar y todo funciona. Las galaxias, el ADN, la química, las fuerzas físicas… Es, es… ¡Es perfecto! ‒se entusiasmó el Negro, que no encontraba palabras para explicar lo que estaba pensando.
‒No hay que ser tan grandilocuente, Negro ‒cortó el Rober, sereno‒. A veces la perfección está en las pequeñas cosas de cada día, en esos detalles que hacen de algo medianamente rutinario una cosa digna de admiración.
‒¿A sí? ¿Y cómo es eso? ‒se interesó Cacho.
‒A ver… cómo te explico… ‒empezó el Rober‒ Imaginate un gol. Es una boludez, lo hacemos todos los días en el partidito de la semana. Pero, de repente, aparece el gol de Maradona contra los ingleses…
‒¿Cuál? ‒interrumpió Julito, simulando deliberada ignorancia.
‒¿Cuál va a ser, boludo? ¡El golazo! ‒se ofendió el Rober.
‒Podría haber sido el otro, ¿por qué no? ‒insistió Julito.
‒Bueno, sí, por qué no. El otro también, mirá vos ‒contratacó el Rober‒. Cualquiera de los dos goles son detalles de perfección, a su manera. Uno es la exacta coordinación de cuerpo y mente, la combinación ideal de rival, escenario y contexto, de hombre y momento. Es la épica resumida en cinco o seis gambetas. Es el gol perfecto.
‒¿Y el otro? ‒Mandrake parecía ansioso por saberlo.
‒El otro es una obra maestra de la picardía criolla. Es la viveza en su máxima expresión. De todos los goles tramposos, es sin dudas el mejor. Es el engaño perfecto.
‒Fútbol… ‒resopló Julito, mostrando su desacuerdo.
El Rober, satisfecho con su exposición, se recostó sobre su respaldo. El Negro miraba por la ventana una luna tempranera que se mezclaba entre las nubes del atardecer. Julito agarró su teléfono e hizo como que hacía algo útil con él. Mandrake, en cambio, agarró una papafrita y la miró con esmero.
‒¿Qué hacés, Mandrake? ¿Buscás la perfección en una papafrita? ‒se burló el Rober amigablemente.
‒Capaz… ‒dijo Mandrake, muy serio, concentrado en las ondulaciones‒ ¿Vos conocés a alguien al que no le gusten las papafritas? ‒preguntó al cabo de unos segundos de sesuda reflexión.
El Rober pensó un momento, mientras los otros lo miraban con interés ante el repentino e inesperado desafío de Mandrake. Con algo de asombro, negó con la cabeza:
‒No… No que yo sepa ‒respondió‒. Pero habrá alguien a quien no le gusten… digo yo… ‒especuló el Rober.
‒No, no hay, papá ‒se vanaglorió Mandrake‒. ¿O por qué te pensás que te las ponen en todos lados con la birra, eh?
‒Porque son saladas y te dan sed. Y porque son baratas ‒desmitificó el Negro, en la luna.
‒Ná, cualquiera ‒rebatió Mandrake sin más argumentos‒. Esto es el acompañamiento ideal pa’ cualquier cosa. Es el morfi ferpecto ‒y diciendo esto se metió la papafrita a la boca y masticó ruidosamente.
‒¿Y vos, Cacho? ‒curioseó el Rober.
‒¿Yo? ‒dijo el otro, sorprendido por la pregunta‒ No sé… yo… Tal vez pensara… no sé… por ahí en una mina…
‒¿De oro? ‒bromeó Julito, distraído con el aparato.
‒Imposible. Mujer y perfección son términos contradictorios ‒negó con resentimiento el Negro.
Pero Cacho siguió divagando sin prestar atención a lo que decían los otros:
‒Una mina que te quiera como una madre, que esté buena como Marilyn Monroe y que tenga la guita de J.K. Rowling… ‒fantaseó.
‒Y que le guste el fútbol ‒añadió el Rober.
‒Y que tenga un iPhone ‒completó Julito.
‒Y que te haga las mejores papafritas ‒concluyó Mandrake.
El Negro iba a sugerir algo sobre cabelleras rojizas, pero se lo guardó para él.
Cacho miró a sus compañeros y después fijó la vista en las baldosas para intentar formar en su mente la imagen de la mujer perfecta. Pero apareció Marilyn Monroe mirando fútbol en un iPhone mientras freía papas: y así desapareció cualquier vestigio de perfección.

Cacho resbaló lentamente por la silla, como si acabara de recordar que hacía un calor sofocante, acrecentado por un desperfecto en el aire acondicionado.

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