Los muchachos estaban aburridos en la mesa. Un calor inusual
los tenía más apagados que de costumbre a esas horas de la tarde. El aire
acondicionado no andaba y el resto del bar, semivacío, parecía acompañar el
humor del grupo. Incluso el Gallego, el dueño, un tipo siempre activo,
dormitaba de pie tras la barra.
El Negro estaba con la típica expresión de desconsuelo y
parquedad que lo acompañaba de tanto en tanto. Acababa de cortar con la
Colorada, la mujer con la que mantenía una relación inconstante, de acercamiento
y alejamiento permanentes, cíclica. Esta vez parecía que era la definitiva;
pero las veces anteriores también parecieron definitivas.
El Rober estaba de bajón, con abstinencia de fútbol. Aún
faltaban unas semanas para que empezaran los torneos de verano y se contentaba
con pescar en el cable partidos de antaño o de ligas inverosímiles. Pero
ninguno lo llenaba ni le daba tema de conversación con los amigos, quienes no
seguían esos encuentros ignotos. Su mano repiqueteaba con parsimonia en la
mesa, como si contara los segundos que faltaban para el próximo partido.
Julito jugueteaba con su nuevo teléfono inteligente,
haciendo como si esperara una llamada, o como si hubiese algo fascinante en
saltar con el dedo de un menú al otro.
Mandrake se hurgaba la nariz con desgano, casi como por
costumbre, con el meñique derecho apenas rozando los bordes de las fosas
nasales. Tomaba de vez en cuando unos sonoros sorbitos de cerveza y jugueteaba
con la mano izquierda en el plato de papafritas, revolviendo despacio el
contenido sin propósito alguno.
Cacho estaba despatarrado en su silla y parecía realmente
aplastado, como si el calor lo empujara hacia el suelo, comprimiéndolo,
ensanchándolo, exprimiéndole el sudor por todos los poros.
Entonces, como quien pregunta la hora, Cacho soltó un
interrogante inesperado, surgido de pensamientos latentes que daban vueltas por
su cabeza en esos ratos muertos que uno tiene cuando viaja en colectivo o
espera en la cola del supermercado:
‒Che, loco, ¿qué es la perfección?
‒El iPhone.
Mandrake se paralizó con el dedo a punto de catapultar una
mucosidad al infinito; se quedo mirando a Julito como si este acabara de
insultar a su madre. El Rober, en cambio, se sonrió condescendiente y siguió golpeteando
la mesa. El Negro negó con la cabeza, como diciendo “este tipo es incorregible”.
Cacho, por fin, salió de su hundimiento y recriminó a Julito:
‒¿Un iPhone? ¿Vos sos pelotudo o te hacés?
‒Eh, eh, que yo no dije “un iPhone” sino “el iPhone” ‒se defendió Julito,
atrayendo la atención de los otros‒. Me refiero al concepto y todo lo que trae
aparejado. Esto es una computadora de bolsillo, un teléfono, un televisor
portátil, una cámara de fotos, un navegador de internet, un GPS. Podés hasta
pagar con él, sincronizarlo con otros aparatos, acceder a la nube… Es la
máquina definitiva, el dispositivo total ‒concluyó.
‒En todo caso, digo yo, será el Smartphone en general ‒replicó Cacho.
‒Cualquiera no es lo mismo ‒sonrió Julito, mientras
levantaba su aparato de la mesa y enseñaba el logo de la manzanita a sus
compañeros.
‒No sé de qué carajo están hablando ‒intervino Mandrake,
iracundo, con cara de que aquello tenía que ser una broma‒, pero seguro que la perfeción no puede ser un aparato de
mierda que se queda sin batería cada tres segundos y que se rompe con mirarlo,
nomás.
‒La fragilidad, lo efímero, son cualidades de lo perfecto
‒ensayó Julito, disimulando su falta de convencimiento con una teatralidad
poética exagerada.
‒¡Ni en pedo! ‒saltó el Negro, ansioso por dinamitar el
argumento de Julito y, si hubiera podido, también el iPhone de Julito‒ La
eternidad es cualidad de lo perfecto. El Universo es perfecto.
‒Negro, te fuiste al carajo ‒le soltó Mandrake, dándole
palmaditas de consuelo en el hombro. La camisa del Negro se llenó de aceite.
‒¿El Universo es perfecto? ‒quiso indagar Cacho.
‒El Cosmos, las estrellas, la materia… De lo infinitamente grande
a lo infinitamente pequeño, el delicado equilibrio de la naturaleza en
permanente cambio… Todo está conectado de un modo que ni siquiera podemos
imaginar y todo funciona. Las galaxias, el ADN, la química, las fuerzas físicas…
Es, es… ¡Es perfecto! ‒se entusiasmó el Negro, que no encontraba palabras para
explicar lo que estaba pensando.
‒No hay que ser tan grandilocuente, Negro ‒cortó el Rober,
sereno‒. A veces la perfección está en las pequeñas cosas de cada día, en esos
detalles que hacen de algo medianamente rutinario una cosa digna de admiración.
‒¿A sí? ¿Y cómo es eso? ‒se interesó Cacho.
‒A ver… cómo te explico… ‒empezó el Rober‒ Imaginate un gol.
Es una boludez, lo hacemos todos los días en el partidito de la semana. Pero,
de repente, aparece el gol de Maradona contra los ingleses…
‒¿Cuál? ‒interrumpió Julito, simulando deliberada
ignorancia.
‒¿Cuál va a ser, boludo? ¡El golazo! ‒se ofendió el Rober.
‒Podría haber sido el otro, ¿por qué no? ‒insistió Julito.
‒Bueno, sí, por qué no. El otro también, mirá vos ‒contratacó
el Rober‒. Cualquiera de los dos goles son detalles de perfección, a su manera.
Uno es la exacta coordinación de cuerpo y mente, la combinación ideal de rival,
escenario y contexto, de hombre y momento. Es la épica resumida en cinco o seis
gambetas. Es el gol perfecto.
‒¿Y el otro? ‒Mandrake parecía ansioso por saberlo.
‒El otro es una obra maestra de la picardía criolla. Es la
viveza en su máxima expresión. De todos los goles tramposos, es sin dudas el
mejor. Es el engaño perfecto.
‒Fútbol… ‒resopló Julito, mostrando su desacuerdo.
El Rober, satisfecho con su exposición, se recostó sobre su
respaldo. El Negro miraba por la ventana una luna tempranera que se mezclaba
entre las nubes del atardecer. Julito agarró su teléfono e hizo como que hacía
algo útil con él. Mandrake, en cambio, agarró una papafrita y la miró con
esmero.
‒¿Qué hacés, Mandrake? ¿Buscás la perfección en una
papafrita? ‒se burló el Rober amigablemente.
‒Capaz… ‒dijo Mandrake, muy serio, concentrado en las
ondulaciones‒ ¿Vos conocés a alguien al que no le gusten las papafritas?
‒preguntó al cabo de unos segundos de sesuda reflexión.
El Rober pensó un momento, mientras los otros lo miraban con
interés ante el repentino e inesperado desafío de Mandrake. Con algo de
asombro, negó con la cabeza:
‒No… No que yo sepa ‒respondió‒. Pero habrá alguien a quien
no le gusten… digo yo… ‒especuló el Rober.
‒No, no hay, papá ‒se vanaglorió Mandrake‒. ¿O por qué te
pensás que te las ponen en todos lados con la birra, eh?
‒Porque son saladas y te dan sed. Y porque son baratas
‒desmitificó el Negro, en la luna.
‒Ná, cualquiera ‒rebatió Mandrake sin más argumentos‒. Esto
es el acompañamiento ideal pa’ cualquier cosa. Es el morfi ferpecto ‒y diciendo
esto se metió la papafrita a la boca y masticó ruidosamente.
‒¿Y vos, Cacho? ‒curioseó el Rober.
‒¿Yo? ‒dijo el otro, sorprendido por la pregunta‒ No sé… yo…
Tal vez pensara… no sé… por ahí en una mina…
‒¿De oro? ‒bromeó Julito, distraído con el aparato.
‒Imposible. Mujer y perfección son términos contradictorios
‒negó con resentimiento el Negro.
Pero Cacho siguió divagando sin prestar atención a lo que
decían los otros:
‒Una mina que te quiera como una madre, que esté buena como
Marilyn Monroe y que tenga la guita de J.K. Rowling… ‒fantaseó.
‒Y que le guste el fútbol ‒añadió el Rober.
‒Y que tenga un iPhone ‒completó Julito.
‒Y que te haga las mejores papafritas ‒concluyó Mandrake.
El Negro iba a sugerir algo sobre cabelleras rojizas, pero
se lo guardó para él.
Cacho miró a sus compañeros y después fijó la vista en las
baldosas para intentar formar en su mente la imagen de la mujer perfecta. Pero
apareció Marilyn Monroe mirando fútbol en un iPhone mientras freía papas: y así
desapareció cualquier vestigio de perfección.
Cacho resbaló lentamente por la silla, como si acabara de
recordar que hacía un calor sofocante, acrecentado por un desperfecto en el
aire acondicionado.
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