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2 de julio de 2013

Parafasia literaria


Los muchachos, de vez en cuando, se acordaban de Alfonso. Duró poco entre la barra, así que no llegaron a darle un apodo. Razón de más para que se les olvidara su existencia, o se confundiera en la distancia con otros Alfonsos más o menos cercanos.
Alguno sugirió (mucho después) llamarlo Alfonso el breve, por el escaso tiempo que compartió mesa en el bar. Pero Cacho recordó que ya habían apodado así a uno de sus ex compañeros de trabajo (Alfredo el breve, en ese caso) que entró a trabajar un lunes por la mañana y renunció ese mismo lunes por la tarde.
Así las cosas, Alfonso fue, es y será solamente Alfonso. Y esta no es la primera anomalía del personaje. La más importante (y causa de su alejamiento) era la forma de hablar. Se expresaba de una manera realmente extraordinaria:
‒¿Qué acelga, Alfonsito? ‒lo saludó un día Mandrake.
‒Detenido en el presente, sublimando las asperezas del tedio cotidiano ‒respondió el otro casi sin pensar, así como le vino.
Después de una respuesta así, gente como Mandrake dudaba sobre cómo proseguir la conversación, y acababa formándose un silencio incómodo.

A Alfonso lo habían conocido por casualidad. Lo escucharon hablar en otra mesa y les pareció que era un tipo digno de compartir sus vivencias y opiniones con la barra.
Sentado un poco más allá, contra la ventana, apenas visible detrás de otro grupo de viejos parroquianos que jugaban al truco, y con el sonido del canal de noticias que se interponía cada dos por tres, sus palabras llegaban a los muchachos de vez en cuando, como oleadas de sabiduría popular:
‒La vida es como el fulbo ‒decía Alfonso, de repente‒: te la pasás corriendo como un pelotudo, persiguiendo una forrada tan insignificante como una pelota de mierda, y cuando la tenés en las patas ¡pum! la reventás al carajo.
Ese tono de reflexión se mantuvo durante casi una hora. De la boca de Alfonso brotaban sentencias sobre todas las áreas de la vida:
‒Las minas son como un auto: cuando está cero kilómetro, no ves la hora de montarte encima; cuando por fin es tuyo, lo cuidás un montón y no dejás que nadie te lo toque, ni que te lo mire. Pero cuando se va haciendo viejo y se le empiezan a caer los cachivaches, cuando ya le metiste más kilómetros que la Panamericana, entonces le dejás de dar bola y lo querés cambiar por una moto.
Nadie vio con quién hablaba Alfonso (parecía un  muchacho de su edad, de espaldas). Del otro no recordaban gran cosa, apenas que sonaba más pomposo que Alfonso, incluso algo impostado, forzado.
A la distancia, tenía pinta de ser una conversación muy moderada, con prolongados turnos en que uno y otro asumían alternativamente la palabra. Pero poco podían aventurar, ya que no consiguieron oír la charla entera: con frecuencia se elevaba un griterío entre los veteranos que jugaban al truco, mezcla de carcajadas, gastes al rival, protestas, recriminaciones y reproches; estas interrupciones hacían imposible cualquier espionaje.
‒Los políticos son todos chorros ‒se le oyó decir por último a Alfonso aquel día‒, pero todos los chorros son también políticos. Chorear es bancarte una posición política: si sos chorro de guante blanco, sos garca, conserva; si sos chorro de bancos, te hacés el zurdito, el Robinjú; y si robás gallinas te la das de anarquista, ¿la cazás?

A la barra le hizo gracia aquel personaje. Así que una semana después, cuando lo vieron sentado solo otra vez en aquella mesa (como si esperara infructuosamente al interlocutor del otro día), a alguien (el Rober, o quizás Julito) se le ocurrió pedirle que se sumara a la tertulia.
‒Che, flaco, venite pa’cá ‒le dijeron.
Alfonso, un poco tímido, se acercó con la expresión de quién pregunta en qué puede ser útil.
‒¿Esperabas a alguien? ‒inquirió el Negro.
‒Uno espera cuando hay esperanza; cuando no, desespera. La eternidad del instante es la expectativa incierta de quien no sabe si llegará por fin el tiempo señalado del encuentro anhelado o, en cambio, toda vigilia inerte resulta un marchitarse inútil.
Los muchachos se miraron con desconcierto. Cacho aventuró:
‒Creo que lo dejaron plantado.
Mandrake acercó una silla y dejó restos de aceite, sal y papafritas en el respaldo. Alfonso agradeció con una diminuta reverencia y se sentó.
‒A ver, habías quedado con alguien y te garcaron… ‒insistió el Negro.
‒Quizás. Cualquier promesa ligera encierra su traición, y tal vez la falta de compromiso es una forma de compromiso con uno mismo.
‒¡Tomá! ‒festejó Mandrake, que no había entendido ni media palabra.
‒¿A qué te dedicás, flaco? ‒cambió de tema el Rober.
‒Quizás a vivir, a perdurar, a pasar el tiempo. Porque uno no es quien cree ser, sino lo que las indolentes circunstancias deparan a cada quien en los entresijos de un destino que, solo retrospectivamente, se revela inevitable ‒sentenció Alfonso, con un largo suspiro final.
‒O sea… ‒acompañó Mandrake, girando la mano en torno a la muñeca, dando a entender que eso merecía una explicación adicional.
‒Mi ser fluye en las palabras que no encuentran consuelo en el alma evanescente y marchan a través de la pluma voraz hacia horizontes de papel, donde las aguardan promesas de retinas benévolas que harán de ellas su camino a la trascendencia ‒agregó entonces Alfonso.
Tras unos segundos de respetuoso, inseguro y algo cortante mutismo, Cacho se animó:
‒Creo que es escritor… Bah, digo yo ‒indicó a los demás.
Alfonso, en un gesto entre abatido y aliviado, solo asintió con la cabeza.

En la mesa reinaba un clima de decepción. ¿Dónde estaba aquel muchacho que había expresado tan claramente, de manera concisa y directa, sin rodeos, perífrasis o circunloquios su visión sobre la vida? ¿Quién era este impostor, este petulante individuo que pretendía excluir a Mandrake (y acaso a alguno más) de la conversación? En cualquier caso, ya era tarde para echarlo, así que optaron por retomar la charla previa a la llegada de Alfonso.
‒Estábamos hablando de si las minas con tatuaje son o no peligrosas, o más peligrosas que las minas que no tienen tatuajes ‒explicó el Rober, con la esperanza de que el tema de conversación transformara a Alfonso en el chabón que creían haber conocido siete días atrás.
‒¡Ah, sí! ‒se sonrió Mandrake, entusiasmado con la idea de recuperar el hilo perdido y escupiendo manises cinco metros a la redonda‒ Cuanto más grande el tuataje, peor.
‒No, yo creo que es al revés: un tatuaje es marca de carácter, determinación, claridad de ideas, constancia y coherencia ‒repuso el Negro‒. ¿Vos sabés lo que duele hacerse un tatuaje? Duele una bocha. ¿Y te das cuenta de que dura toda la vida? Tenés que estar muy seguro de lo que vas hacer, de lo que querés.
‒Tal vez debería ser así, pero no lo es ‒contradijo Julito‒. Los tatuajes son como el matrimonio: la mayoría de la gente es irresponsable y se compromete con ligereza, con superficialidad. Por más que supuestamente sea para toda la vida, todos saben que se puede abortar en cualquier momento. Los tatuajes se tapan con otros tatuajes o, como en un divorcio costoso, se borran con láser.
‒Libertad esclavizante, estigma voluntario, agresión estética, grito mudo, pasión paciente, eternidad efímera… ‒recitó Alfonso.
Nuevamente, el silencio ganó la mesa durante unos segundos.
Totum revolutum… ‒intentó continuar Mandrake, dubitativo.
‒A ver, no nos desviemos de la cuestión ‒intervino el Rober‒, que acá no estamos hablando del tatuaje en sí, sino de la peligrosidad de las mujeres tatuadas.
‒Eso, y yo creo que sí ‒dijo Cacho.
‒¿Que sí qué? ‒le preguntó el Negro.
‒Que son más peligrosas que las no tatuadas. Sea como sea, algo te falla en el marulo para hacerte una mancha en el cuerpo ¡con una aguja! Pensalo bien: te estás inyectando tinta, que es veneno, bajo la piel, durante horas, ¿para qué? Hay que estar mal… ‒se explicó Cacho.
‒O no ‒se opuso otra vez el Negro‒. Hay que ser valiente para tatuarse. Una mina que no está tatuada quizás querría hacerse el tatuaje, pero no le da el cuero, nunca mejor dicho. O no lo hace porque vaya a saber uno qué historia. Y esa puede ser peor que la otra, porque te lleva a engaño.
‒Yo… ‒eructó Mandrake‒ yo pienso de que depende de dónde esté el tuataje. Si es en el hombro o en el tobillo, es cosa de conchetos como Julito. Con perdón, Julito, pero esa mierdita que tenés ahí en el hombro es una mariconada para hacerte el malo, pa’ figurar. Pero si es en… ahí abajo…
‒En la ingle ‒precisó Julito, algo ofendido.
‒Eso, ahí abajo, o en el culo, o en las tetas… Entonces es otra cosa. Ahí hay guerra, viste ‒concluyó Mandrake.
‒La soledad de la muerte se vislumbra en la imagen del propio cuerpo desnudo en la sinceridad irreflexiva pero reflectante de un espejo impiadoso ‒acotó Alfonso.
Silencio.

‒Oíme… ¿cómo te llamabas? ‒dijo el Rober a Alfonso, al cabo de medio minuto.
‒Alfonso.
‒Oíme, Alfonso, ¿por qué hablás en difícil? ‒preguntó el Rober algo molesto, considerando la posibilidad de que Alfonso acabara resultando un intelectual pedante.
‒Parafasia literaria… ‒se limitó a responder Alfonso, casi conteniéndose para evitar que se le escaparan las palabras.
‒¿¡Lo qué!? ‒pareció decir Mandrake mientras tragaba cerveza y soltaba una ventosidad.
‒Aciago destino del hombre correcto en el lugar equivocado, el ingenio dotado que tiende puentes imperecederos sobre ríos inexistentes, del alma virtuosa que anida en el cuerpo decrépito de los condenados… ‒intentó explicarse Alfonso.
‒¡¡Pará un poco, querés?? ‒lo cortó el Negro, que tenía ganas de agarrarlo de la camisa y pegarle un par de sopapos.

Silencio muy incómodo. Hasta que Cacho reaccionó:
‒Ahhh… ya entendí… ‒sonrió, mientras palmeaba a un cabizbajo Alfonso, consolándolo‒ Paraf… ah… liter... ¡claro!
‒¿Y? ¿A qué esperás? Contalo así nos reímos todos ‒increpó Julito.
‒Acá, el amigo Alfonso habla como se escribe y escribe como se habla ‒desveló Cacho.
‒¿Cómo dice? ‒interpeló el Rober.
‒¿A que el otro día, cuando viniste con el otro pibe, estabas leyendo? ‒preguntó Cacho a Alfonso.
Alfonso asintió con la cabeza.
‒Ahí lo tenés: Alfonso leía algo que estaba escrito, aunque era un registro tan coloquial que pensamos que estaba hablando con el otro. Pero estaba leyendo ‒resolvió Cacho.
‒¿Y eso qué tiene que ver con que ahora se haga el interesante? ‒cuestionó el Negro.
‒No entendés: el pobre no puede hablar como vos o como yo. A él le salen frases de libro. Pero cuando escribe, le salen frases de bar ‒continuó Cacho.
‒Pobre chabón ‒se condolió Mandrake, con el meñique incrustado en la nariz.
‒¿Y eso cómo se arregla? ‒quiso saber el Rober, con algo de culpa y a modo de disculpa.
‒Inciertos designios de la fortuna, misterios pantanosos del alma descarriada, enigmas del saber ignorante que ciernen su tormento de hielo sobre aquellos que se desviven por convertir en verdad la muerte de lo falso ‒dijo Alfonso, meneando la cabeza.
‒Ni puta idea ‒tradujo Cacho.
El último silencio incómodo se asentó en la mesa. Nadie sabía cómo proceder. No podían hacer como si nada, pero tampoco podían ayudar a Alfonso. Y estaba visto que no podían mezclarlo en las conversaciones casuales e improvisadas sobre nada en particular y todo en general que solían dominar sus encuentros. Y Alfonso parecía comprenderlo.
Al cabo de treinta o cuarenta largos segundos, Alfonso se levantó, hizo un amago de reverencia y saludó con la mano. En la boca, una mueca torcida a modo de sonrisa pretendió ser un gesto de gratitud que las palabras no podían expresar.


Después de aquello, los muchachos de la barra se lo encontraron varias veces más. Alfonso acudía al bar, esperaba un rato, los saludaba, intercambiaba unas breves palabras (que en la barra no siempre sabían interpretar) y, si el compañero literato no aparecía, se iba pronto a casa. A los cinco o seis meses dejó de aparecer.

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