Los muchachos, de vez en cuando, se acordaban de Alfonso.
Duró poco entre la barra, así que no llegaron a darle un apodo. Razón de más
para que se les olvidara su existencia, o se confundiera en la distancia con
otros Alfonsos más o menos cercanos.
Alguno sugirió (mucho después) llamarlo Alfonso el breve, por el escaso tiempo que compartió mesa en el
bar. Pero Cacho recordó que ya habían apodado así a uno de sus ex compañeros de
trabajo (Alfredo el breve, en ese
caso) que entró a trabajar un lunes por la mañana y renunció ese mismo lunes
por la tarde.
Así las cosas, Alfonso fue, es y será solamente Alfonso. Y
esta no es la primera anomalía del personaje. La más importante (y causa de su
alejamiento) era la forma de hablar. Se expresaba de una manera realmente
extraordinaria:
‒¿Qué acelga, Alfonsito? ‒lo saludó un día Mandrake.
‒Detenido en el presente, sublimando las asperezas del tedio
cotidiano ‒respondió el otro casi sin pensar, así como le vino.
Después de una respuesta así, gente como Mandrake dudaba
sobre cómo proseguir la conversación, y acababa formándose un silencio
incómodo.
A Alfonso lo habían conocido por casualidad. Lo escucharon
hablar en otra mesa y les pareció que era un tipo digno de compartir sus
vivencias y opiniones con la barra.
Sentado un poco más allá, contra la ventana, apenas visible
detrás de otro grupo de viejos parroquianos que jugaban al truco, y con el
sonido del canal de noticias que se interponía cada dos por tres, sus palabras
llegaban a los muchachos de vez en cuando, como oleadas de sabiduría popular:
‒La vida es como el fulbo ‒decía Alfonso, de repente‒: te la
pasás corriendo como un pelotudo, persiguiendo una forrada tan insignificante
como una pelota de mierda, y cuando la tenés en las patas ¡pum! la reventás al
carajo.
Ese tono de reflexión se mantuvo durante casi una hora. De
la boca de Alfonso brotaban sentencias sobre todas las áreas de la vida:
‒Las minas son como un auto: cuando está cero kilómetro, no
ves la hora de montarte encima; cuando por fin es tuyo, lo cuidás un montón y
no dejás que nadie te lo toque, ni que te lo mire. Pero cuando se va haciendo
viejo y se le empiezan a caer los cachivaches, cuando ya le metiste más
kilómetros que la Panamericana, entonces le dejás de dar bola y lo querés
cambiar por una moto.
Nadie vio con quién hablaba Alfonso (parecía un muchacho de su edad, de espaldas). Del otro no
recordaban gran cosa, apenas que sonaba más pomposo que Alfonso, incluso algo
impostado, forzado.
A la distancia, tenía pinta de ser una conversación muy
moderada, con prolongados turnos en que uno y otro asumían alternativamente la
palabra. Pero poco podían aventurar, ya que no consiguieron oír la charla
entera: con frecuencia se elevaba un griterío entre los veteranos que jugaban
al truco, mezcla de carcajadas, gastes al rival, protestas, recriminaciones y
reproches; estas interrupciones hacían imposible cualquier espionaje.
‒Los políticos son todos chorros ‒se le oyó decir por último
a Alfonso aquel día‒, pero todos los chorros son también políticos. Chorear es
bancarte una posición política: si sos chorro de guante blanco, sos garca,
conserva; si sos chorro de bancos, te hacés el zurdito, el Robinjú; y si robás
gallinas te la das de anarquista, ¿la cazás?
A la barra le hizo gracia aquel personaje. Así que una
semana después, cuando lo vieron sentado solo otra vez en aquella mesa (como si
esperara infructuosamente al interlocutor del otro día), a alguien (el Rober, o
quizás Julito) se le ocurrió pedirle que se sumara a la tertulia.
‒Che, flaco, venite pa’cá ‒le dijeron.
Alfonso, un poco tímido, se acercó con la expresión de quién
pregunta en qué puede ser útil.
‒¿Esperabas a alguien? ‒inquirió el Negro.
‒Uno espera cuando hay esperanza; cuando no, desespera. La
eternidad del instante es la expectativa incierta de quien no sabe si llegará
por fin el tiempo señalado del encuentro anhelado o, en cambio, toda vigilia
inerte resulta un marchitarse inútil.
Los muchachos se miraron con desconcierto. Cacho aventuró:
‒Creo que lo dejaron plantado.
Mandrake acercó una silla y dejó restos de aceite, sal y
papafritas en el respaldo. Alfonso agradeció con una diminuta reverencia y se
sentó.
‒A ver, habías quedado con alguien y te garcaron… ‒insistió
el Negro.
‒Quizás. Cualquier promesa ligera encierra su traición, y
tal vez la falta de compromiso es una forma de compromiso con uno mismo.
‒¡Tomá! ‒festejó Mandrake, que no había entendido ni media
palabra.
‒¿A qué te dedicás, flaco? ‒cambió de tema el Rober.
‒Quizás a vivir, a perdurar, a pasar el tiempo. Porque uno
no es quien cree ser, sino lo que las indolentes circunstancias deparan a cada
quien en los entresijos de un destino que, solo retrospectivamente, se revela
inevitable ‒sentenció Alfonso, con un largo suspiro final.
‒O sea… ‒acompañó Mandrake, girando la mano en torno a la
muñeca, dando a entender que eso
merecía una explicación adicional.
‒Mi ser fluye en las palabras que no encuentran consuelo en
el alma evanescente y marchan a través de la pluma voraz hacia horizontes de
papel, donde las aguardan promesas de retinas benévolas que harán de ellas su
camino a la trascendencia ‒agregó entonces Alfonso.
Tras unos segundos de respetuoso, inseguro y algo cortante mutismo,
Cacho se animó:
‒Creo que es escritor… Bah, digo yo ‒indicó a los demás.
Alfonso, en un gesto entre abatido y aliviado, solo asintió con
la cabeza.
En la mesa reinaba un clima de decepción. ¿Dónde estaba
aquel muchacho que había expresado tan claramente, de manera concisa y directa,
sin rodeos, perífrasis o circunloquios su visión sobre la vida? ¿Quién era este
impostor, este petulante individuo que pretendía excluir a Mandrake (y acaso a
alguno más) de la conversación? En cualquier caso, ya era tarde para echarlo,
así que optaron por retomar la charla previa a la llegada de Alfonso.
‒Estábamos hablando de si las minas con tatuaje son o no
peligrosas, o más peligrosas que las minas que no tienen tatuajes ‒explicó el
Rober, con la esperanza de que el tema de conversación transformara a Alfonso
en el chabón que creían haber conocido siete días atrás.
‒¡Ah, sí! ‒se sonrió Mandrake, entusiasmado con la idea de recuperar
el hilo perdido y escupiendo manises cinco metros a la redonda‒ Cuanto más
grande el tuataje, peor.
‒No, yo creo que es al revés: un tatuaje es marca de
carácter, determinación, claridad de ideas, constancia y coherencia ‒repuso el
Negro‒. ¿Vos sabés lo que duele hacerse un tatuaje? Duele una bocha. ¿Y te das
cuenta de que dura toda la vida? Tenés que estar muy seguro de lo que vas
hacer, de lo que querés.
‒Tal vez debería ser
así, pero no lo es ‒contradijo Julito‒. Los tatuajes son como el matrimonio: la
mayoría de la gente es irresponsable y se compromete con ligereza, con superficialidad.
Por más que supuestamente sea para
toda la vida, todos saben que se puede abortar en cualquier momento. Los
tatuajes se tapan con otros tatuajes o, como en un divorcio costoso, se borran
con láser.
‒Libertad esclavizante, estigma voluntario, agresión
estética, grito mudo, pasión paciente, eternidad efímera… ‒recitó Alfonso.
Nuevamente, el silencio ganó la mesa durante unos segundos.
‒Totum revolutum…
‒intentó continuar Mandrake, dubitativo.
‒A ver, no nos desviemos de la cuestión ‒intervino el
Rober‒, que acá no estamos hablando del tatuaje en sí, sino de la peligrosidad
de las mujeres tatuadas.
‒Eso, y yo creo que sí ‒dijo Cacho.
‒¿Que sí qué? ‒le preguntó el Negro.
‒Que son más peligrosas que las no tatuadas. Sea como sea,
algo te falla en el marulo para hacerte una mancha en el cuerpo ¡con una aguja!
Pensalo bien: te estás inyectando tinta, que es veneno, bajo la piel, durante
horas, ¿para qué? Hay que estar mal… ‒se explicó Cacho.
‒O no ‒se opuso otra vez el Negro‒. Hay que ser valiente
para tatuarse. Una mina que no está tatuada quizás querría hacerse el tatuaje,
pero no le da el cuero, nunca mejor dicho. O no lo hace porque vaya a saber uno
qué historia. Y esa puede ser peor que la otra, porque te lleva a engaño.
‒Yo… ‒eructó Mandrake‒ yo pienso de que depende de dónde
esté el tuataje. Si es en el hombro o
en el tobillo, es cosa de conchetos como Julito. Con perdón, Julito, pero esa
mierdita que tenés ahí en el hombro es una mariconada para hacerte el malo, pa’
figurar. Pero si es en… ahí abajo…
‒En la ingle ‒precisó Julito, algo ofendido.
‒Eso, ahí abajo, o en el culo, o en las tetas… Entonces es
otra cosa. Ahí hay guerra, viste ‒concluyó Mandrake.
‒La soledad de la muerte se vislumbra en la imagen del
propio cuerpo desnudo en la sinceridad irreflexiva pero reflectante de un
espejo impiadoso ‒acotó Alfonso.
Silencio.
‒Oíme… ¿cómo te llamabas? ‒dijo el Rober a Alfonso, al cabo
de medio minuto.
‒Alfonso.
‒Oíme, Alfonso, ¿por qué hablás en difícil? ‒preguntó el
Rober algo molesto, considerando la posibilidad de que Alfonso acabara
resultando un intelectual pedante.
‒Parafasia literaria… ‒se limitó a responder Alfonso, casi
conteniéndose para evitar que se le escaparan las palabras.
‒¿¡Lo qué!? ‒pareció decir Mandrake mientras tragaba cerveza
y soltaba una ventosidad.
‒Aciago destino del hombre correcto en el lugar equivocado, el
ingenio dotado que tiende puentes imperecederos sobre ríos inexistentes, del
alma virtuosa que anida en el cuerpo decrépito de los condenados… ‒intentó
explicarse Alfonso.
‒¡¡Pará un poco, querés?? ‒lo cortó el Negro, que tenía
ganas de agarrarlo de la camisa y pegarle un par de sopapos.
Silencio muy
incómodo. Hasta que Cacho reaccionó:
‒Ahhh… ya entendí… ‒sonrió, mientras palmeaba a un cabizbajo
Alfonso, consolándolo‒ Paraf… ah… liter... ¡claro!
‒¿Y? ¿A qué esperás? Contalo así nos reímos todos ‒increpó
Julito.
‒Acá, el amigo Alfonso habla como se escribe y escribe como
se habla ‒desveló Cacho.
‒¿Cómo dice? ‒interpeló el Rober.
‒¿A que el otro día, cuando viniste con el otro pibe,
estabas leyendo? ‒preguntó Cacho a Alfonso.
Alfonso asintió con la cabeza.
‒Ahí lo tenés: Alfonso leía algo que estaba escrito, aunque
era un registro tan coloquial que pensamos que estaba hablando con el otro.
Pero estaba leyendo ‒resolvió Cacho.
‒¿Y eso qué tiene que ver con que ahora se haga el
interesante? ‒cuestionó el Negro.
‒No entendés: el pobre no puede hablar como vos o como yo. A
él le salen frases de libro. Pero cuando escribe, le salen frases de bar
‒continuó Cacho.
‒Pobre chabón ‒se condolió Mandrake, con el meñique
incrustado en la nariz.
‒¿Y eso cómo se arregla? ‒quiso saber el Rober, con algo de
culpa y a modo de disculpa.
‒Inciertos designios de la fortuna, misterios pantanosos del
alma descarriada, enigmas del saber ignorante que ciernen su tormento de hielo
sobre aquellos que se desviven por convertir en verdad la muerte de lo falso
‒dijo Alfonso, meneando la cabeza.
‒Ni puta idea ‒tradujo Cacho.
El último silencio incómodo se asentó en la mesa. Nadie
sabía cómo proceder. No podían hacer como si nada, pero tampoco podían ayudar a
Alfonso. Y estaba visto que no podían mezclarlo en las conversaciones casuales
e improvisadas sobre nada en particular y todo en general que solían dominar
sus encuentros. Y Alfonso parecía comprenderlo.
Al cabo de treinta o cuarenta largos segundos, Alfonso se
levantó, hizo un amago de reverencia y saludó con la mano. En la boca, una
mueca torcida a modo de sonrisa pretendió ser un gesto de gratitud que las
palabras no podían expresar.
Después de aquello, los muchachos de la barra se lo
encontraron varias veces más. Alfonso acudía al bar, esperaba un rato, los saludaba,
intercambiaba unas breves palabras (que en la barra no siempre sabían
interpretar) y, si el compañero literato no aparecía, se iba pronto a casa. A
los cinco o seis meses dejó de aparecer.
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