En la pantalla se veía la repetición: el defensor rival iba
con la pierna levantada, con el pie a la altura de la rodilla, e impactaba de
refilón (muy de refilón) con la rótula del delantero; este caía y se revolvía
de fingido dolor, mientras el árbitro aparecía en el encuadre corriendo con la
tarjeta roja en la mano. El defensor, indiferente a su expulsión, se agachaba
con gesto recio y susurraba unas palabras en el oído del agonizante caído; por
cómo se incorporó el delantero ‒de un salto, lleno de energía y sin el menor
rastro de su dolencia‒ se habría dicho que el defensor pronunció algún conjuro mágico,
una oración sanadora, algo digno del show evangelista de los domingos. Las
escenas continuaban: una vez de pie, el delantero empujaba al defensor en tres
ángulos de cámara diferentes, seguido por un jab de izquierda que no llegó a destino; no obstante, el defensor
caía como peso muerto, tomándose la cara con ambas manos, en un gesto mezcla de
sufrimiento y necesidad de ocultar la risa. El árbitro, testigo en primerísimo
plano, volvía a alzar la tarjeta roja, esta vez castigando al delantero.
‒¡Qué boludo! ¡Mirá cómo se hizo echar! ‒rezongó Cacho.
‒A estos jugadores les falta cabeza ‒asintió el Rober.
‒¡Ya estaba! Había conseguido que expulsaran al otro animal…
pero no va y se prende en el quilombo. ¡Qué boludo! ‒continuó despotricando
Cacho.
‒Esto no le hubiera pasado al Toto Bonciotti ‒recordó el
Rober.
‒Era ‒corrigió el Rober‒. Era un delantero de los de antes,
de cuando mi abuelo llevaba a mi viejo a la cancha. Era uno de esos anteriores
a la era de la televisión, del márketing y de los sueldos millonarios. Con
decirte que jugó siempre en el equipo de su barrio, te lo digo todo ‒suspiró,
como introduciendo una historia épica.
‒Contá, contá ‒alentó Cacho, deseoso por eludir el televisor
donde su delantero volvía a ser expulsado y perdían todas las posibilidades de
empatar el partido.
‒A este pobre de Bonciotti solían cagarlo a patadas en todos
los partidos. Era uno de esos güines
habilidosos, que te enloquecían en una baldosa y te ponían el centro en la
cabeza, justo para el gol. Y ojo: en aquellas épocas, con pelotas de cuero
pesadas, canchas que parecían potreros y defensores que te daban con el hacha mientras
el referí miraba para otro lado. No sé si había tarjetas, ni siquiera…
‒rememoró el Rober.
‒Bueno, no exagerés, ¿cómo no iba a haber tarjetas?
‒vociferó Cacho.
‒Y, más o menos hasta el Mundial del ’66 no había, eh
‒corrigió el Rober‒. Bueno, la cuestión es que un día, ya no me acuerdo si era
por un ascenso o en algún partido con un grande, viene el dos de ellos y le
mete un planchazo asesino; por suerte no lo agarra bien y, pasado el momento
del golpe, Bonciotti puede seguir jugando.
‒¿Pero cobraron fául?
‒¡No, nada! “Siga, siga…”, dijo el referí.
‒Qué bárbaro. ¿Y qué hizo el tipo este?
‒¿Vos qué pensás que hizo Bonciotti? ‒desafió el Rober, para
que Cacho imaginara un poco.
‒No sé. ¿Le protestó al árbitro? ¿O le devolvió la patada al
defensor? ‒tanteó Cacho, sin estar convencido; sabía que la respuesta iba a ser
otra.
‒Nada de eso. Los mariquitas de ahora habrían ido como
moscas donde el referí, rodeándolo como a un sorete en medio de la cancha,
lloriqueando justicia y cosas así. O los descerebrados como ese ‒el Rober
señaló las imágenes de la televisión‒ se habrían vuelto locos y habrían
cambiado el fútbol por el karate. Pero no, Bonciotti era distinto.
‒¿Y qué hizo? ‒el suspenso empezaba a carcomer la moral de
Cacho.
‒Se levantó y siguió jugando, como si no hubiera pasado
nada. Pero en la siguiente que tuvo delante del dos, le tiró un caño para
enmarcar, una obra maestra; después se metió en el área, dio un pase gol y el centrofóguard la mandó a las nubes
‒relató el Rober.
‒¿Y qué más? ‒Cacho esperaba un cierre apoteósico para la anécdota.
‒¿Cómo “qué más”? Ya está. Le pegaron una patada asesina y,
en vez de acobardarse, llorar o volverse loco, Bonciotti tiró un caño y cumplió
con su deber ‒el Rober parecía más que satisfecho, incluso orgulloso con la
conclusión‒. ¿Qué querés?
‒Bueno, no sé… ‒Cacho no podía ocultar cierta decepción‒ Me
esperaba otra cosa. Hoy en día, de vez en cuando, también se ve a algunos
delanteros con valor que responden a una patada con un caño, un sombrero, una
gambeta o una pisadita en el banderín del córner.
‒Sí, puede ‒matizó el Rober‒, pero ahora lo hacen más para
la galería que por convicción.
‒No entiendo, ¿cuál es la diferencia entre Bonchoti y los de ahora?
‒Mirá Cacho: es probable que aquel dos no se haya ni
enterado de por dónde le pasó la pelota ‒reflexionó el Rober‒. Quizás nadie,
excepto mi viejo, haya visto la pequeña revancha de Bonciotti. No había
entonces cámaras que captaran la jugada desde quince ángulos distintos, ni
periodistas que le dieran cien vueltas a la patada y al caño, ni programas de
televisión donde crear una falsa polémica para llenar minutos toda la semana: “¿Hizo
bien Bonciotti en tirar el caño? ¿O canchereó en exceso y se merecía otra
patada? ¿Héroe o demonio?”. Yo estoy seguro de que a Bonciotti solo le alcanzó
ese pequeño gesto para recuperar la fe en sí mismo, para asegurarse de que no
se iba a dejar amedrentar, para confirmar que no había nada ni nadie que se
interpusiera entre él y su pelota y su fantasía de gol. El resto le importaba
un pimiento: le daba igual si lo tildaban de maricón, por no entrar en la
pelea; o de agrandado, por dejar en evidencia la torpeza de sus rivales. Él
tenía claro que estaba ahí para jugar al fútbol; y jugar al fútbol es intentar
meter goles, así de simple. Todo lo demás son boludeces, relleno para la
gilada. Bonciotti, con un gesto sencillo, no solo dio una lección de fútbol, sino
que marcó una línea de conducta, una verdadera declaración moral, ética. Una
cátedra involuntaria que, quizás, solo encontró como alumno a mi viejo.
Cacho se había quedado escuchando absorto. Intentaba
procesar lo que había oído, pero los sonidos de la televisión volvían a
reclamar su atención. Giró la cabeza hacia la caja boba, mientras preguntaba como
distraído al Rober:
‒¿Pero entonces ascendieron o ganaron algo?
‒Yo qué sé… ‒resopló el Rober‒ Ustedes sí que no van a ganar nada ‒añadió un poco después, acompañando las imágenes de la pantalla chica donde el delantero expulsado aparecía rodeado de micrófonos para denunciar un complot arbitral en su contra, seguidas por las declaraciones del defensor que hablaba de los “códigos del fútbol” como si fueran una especie de receta de cocina con huevos, un poco de picante, mala leche y un ingrediente secreto del que no se puede hablar en público.
‒Yo qué sé… ‒resopló el Rober‒ Ustedes sí que no van a ganar nada ‒añadió un poco después, acompañando las imágenes de la pantalla chica donde el delantero expulsado aparecía rodeado de micrófonos para denunciar un complot arbitral en su contra, seguidas por las declaraciones del defensor que hablaba de los “códigos del fútbol” como si fueran una especie de receta de cocina con huevos, un poco de picante, mala leche y un ingrediente secreto del que no se puede hablar en público.
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