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30 de noviembre de 2013

La lección de Bonciotti

En la pantalla se veía la repetición: el defensor rival iba con la pierna levantada, con el pie a la altura de la rodilla, e impactaba de refilón (muy de refilón) con la rótula del delantero; este caía y se revolvía de fingido dolor, mientras el árbitro aparecía en el encuadre corriendo con la tarjeta roja en la mano. El defensor, indiferente a su expulsión, se agachaba con gesto recio y susurraba unas palabras en el oído del agonizante caído; por cómo se incorporó el delantero ‒de un salto, lleno de energía y sin el menor rastro de su dolencia‒ se habría dicho que el defensor pronunció algún conjuro mágico, una oración sanadora, algo digno del show evangelista de los domingos. Las escenas continuaban: una vez de pie, el delantero empujaba al defensor en tres ángulos de cámara diferentes, seguido por un jab de izquierda que no llegó a destino; no obstante, el defensor caía como peso muerto, tomándose la cara con ambas manos, en un gesto mezcla de sufrimiento y necesidad de ocultar la risa. El árbitro, testigo en primerísimo plano, volvía a alzar la tarjeta roja, esta vez castigando al delantero.
‒¡Qué boludo! ¡Mirá cómo se hizo echar! ‒rezongó Cacho.
‒A estos jugadores les falta cabeza ‒asintió el Rober.
‒¡Ya estaba! Había conseguido que expulsaran al otro animal… pero no va y se prende en el quilombo. ¡Qué boludo! ‒continuó despotricando Cacho.
‒Esto no le hubiera pasado al Toto Bonciotti ‒recordó el Rober.
‒¿Bonchoti? ¿Y ese quién es? ‒preguntó Cacho en su cándida juventud.
‒Era ‒corrigió el Rober‒. Era un delantero de los de antes, de cuando mi abuelo llevaba a mi viejo a la cancha. Era uno de esos anteriores a la era de la televisión, del márketing y de los sueldos millonarios. Con decirte que jugó siempre en el equipo de su barrio, te lo digo todo ‒suspiró, como introduciendo una historia épica.
‒Contá, contá ‒alentó Cacho, deseoso por eludir el televisor donde su delantero volvía a ser expulsado y perdían todas las posibilidades de empatar el partido.
‒A este pobre de Bonciotti solían cagarlo a patadas en todos los partidos. Era uno de esos güines habilidosos, que te enloquecían en una baldosa y te ponían el centro en la cabeza, justo para el gol. Y ojo: en aquellas épocas, con pelotas de cuero pesadas, canchas que parecían potreros y defensores que te daban con el hacha mientras el referí miraba para otro lado. No sé si había tarjetas, ni siquiera… ‒rememoró el Rober.
‒Bueno, no exagerés, ¿cómo no iba a haber tarjetas? ‒vociferó Cacho.
‒Y, más o menos hasta el Mundial del ’66 no había, eh ‒corrigió el Rober‒. Bueno, la cuestión es que un día, ya no me acuerdo si era por un ascenso o en algún partido con un grande, viene el dos de ellos y le mete un planchazo asesino; por suerte no lo agarra bien y, pasado el momento del golpe, Bonciotti puede seguir jugando.
‒¿Pero cobraron fául?
‒¡No, nada! “Siga, siga…”, dijo el referí.
‒Qué bárbaro. ¿Y qué hizo el tipo este?
‒¿Vos qué pensás que hizo Bonciotti? ‒desafió el Rober, para que Cacho imaginara un poco.
‒No sé. ¿Le protestó al árbitro? ¿O le devolvió la patada al defensor? ‒tanteó Cacho, sin estar convencido; sabía que la respuesta iba a ser otra.
‒Nada de eso. Los mariquitas de ahora habrían ido como moscas donde el referí, rodeándolo como a un sorete en medio de la cancha, lloriqueando justicia y cosas así. O los descerebrados como ese ‒el Rober señaló las imágenes de la televisión‒ se habrían vuelto locos y habrían cambiado el fútbol por el karate. Pero no, Bonciotti era distinto.
‒¿Y qué hizo? ‒el suspenso empezaba a carcomer la moral de Cacho.
‒Se levantó y siguió jugando, como si no hubiera pasado nada. Pero en la siguiente que tuvo delante del dos, le tiró un caño para enmarcar, una obra maestra; después se metió en el área, dio un pase gol y el centrofóguard la mandó a las nubes ‒relató el Rober.
‒¿Y qué más? ‒Cacho esperaba un cierre apoteósico para la anécdota.
‒¿Cómo “qué más”? Ya está. Le pegaron una patada asesina y, en vez de acobardarse, llorar o volverse loco, Bonciotti tiró un caño y cumplió con su deber ‒el Rober parecía más que satisfecho, incluso orgulloso con la conclusión‒. ¿Qué querés?
‒Bueno, no sé… ‒Cacho no podía ocultar cierta decepción‒ Me esperaba otra cosa. Hoy en día, de vez en cuando, también se ve a algunos delanteros con valor que responden a una patada con un caño, un sombrero, una gambeta o una pisadita en el banderín del córner.
‒Sí, puede ‒matizó el Rober‒, pero ahora lo hacen más para la galería que por convicción.
‒No entiendo, ¿cuál es la diferencia entre Bonchoti y los de ahora?
‒Mirá Cacho: es probable que aquel dos no se haya ni enterado de por dónde le pasó la pelota ‒reflexionó el Rober‒. Quizás nadie, excepto mi viejo, haya visto la pequeña revancha de Bonciotti. No había entonces cámaras que captaran la jugada desde quince ángulos distintos, ni periodistas que le dieran cien vueltas a la patada y al caño, ni programas de televisión donde crear una falsa polémica para llenar minutos toda la semana: “¿Hizo bien Bonciotti en tirar el caño? ¿O canchereó en exceso y se merecía otra patada? ¿Héroe o demonio?”. Yo estoy seguro de que a Bonciotti solo le alcanzó ese pequeño gesto para recuperar la fe en sí mismo, para asegurarse de que no se iba a dejar amedrentar, para confirmar que no había nada ni nadie que se interpusiera entre él y su pelota y su fantasía de gol. El resto le importaba un pimiento: le daba igual si lo tildaban de maricón, por no entrar en la pelea; o de agrandado, por dejar en evidencia la torpeza de sus rivales. Él tenía claro que estaba ahí para jugar al fútbol; y jugar al fútbol es intentar meter goles, así de simple. Todo lo demás son boludeces, relleno para la gilada. Bonciotti, con un gesto sencillo, no solo dio una lección de fútbol, sino que marcó una línea de conducta, una verdadera declaración moral, ética. Una cátedra involuntaria que, quizás, solo encontró como alumno a mi viejo.
Cacho se había quedado escuchando absorto. Intentaba procesar lo que había oído, pero los sonidos de la televisión volvían a reclamar su atención. Giró la cabeza hacia la caja boba, mientras preguntaba como distraído al Rober:
‒¿Pero entonces ascendieron o ganaron algo?
‒Yo qué sé… ‒resopló el Rober‒ Ustedes sí que no van a ganar nada ‒añadió un poco después, acompañando las imágenes de la pantalla chica donde el delantero expulsado aparecía rodeado de micrófonos para denunciar un complot arbitral en su contra, seguidas por las declaraciones del defensor que hablaba de los “códigos del fútbol” como si fueran una especie de receta de cocina con huevos, un poco de picante, mala leche y un ingrediente secreto del que no se puede hablar en público.

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