Esto no es una pelusa, sino que es una pieza de arte abstracto.
Cuando empecé con este blog, me propuse escribir al menos
una entrada por mes. Casi lo consigo: entre 2007 y 2009 metí una… por año.
Supongo que entonces no me lo tomaba tan en serio como
ahora, aunque tampoco es seguro que en este momento me lo tome muy en serio. (Si
uno lee el simpático poema publicado hace unos instantes ‒ayer‒ podrá creer con
razón que hay posts que son una
tomadura de pelo).
Sin embargo, debo decir en mi descargo que no hay pieza en Señales de Humo que no tenga una razón
de ser, que no esconda algo que el autor, en ese momento, deseara publicar. (A
este respecto también he de manifestar que yo no puedo dar la cara por los que
escribieron antes de mí: en ocasiones era un tipo obsesionado con lograr el
mayor impacto con el mínimo material; en otras, un loco que transcribía absurdos
diálogos mentales que se le ocurrían en la ducha o antes de irse a dormir; a
veces era un enamoradizo y/o desilusionado pelafustán que deseaba expresar
algún sentimiento inconfesable enfrascándolo en rebuscadas metáforas; y de a
ratos aparecía el escritor más centrado en su tarea, esto es, en contar un
relato que dejara pensando al lector, con una pizca de humor, otra de reflexión
y un poco de cuidado en la elección de las palabras y las expresiones; pero yo
no soy ninguno de esos).
Tras la explosión creativa de 2010 (impulsada, sin duda, por
un paréntesis en la vida laboral), hubo un par de años en que la cosa se
estabilizó en torno a las tres entradas mensuales. Pero entonces sobrevino una
crisis. No en el sentido catastrófico de la palabra (como cuando uno, o los
medios, o los políticos, se refieren a La Crisis), sino como indicadora de un
proceso de mutación, de cambio. En otras palabras: me volví (más) pelotudo (dicho de una persona: que tiene pocas luces
o que obra como tal).
Quizás se deba al retorno del desaparecido Vladimiro Marrón,
con su manía de convertir todo en un sinsentido. Estuve intentando sin
éxito atrapar en el papel a ese incoherente y volátil personaje, y quizás
aquello fuera uno de los condicionantes de que la actividad bloguera bajara al
mínimo. Pero esa es la explicación fácil: echarle la culpa a otro. (También se
puede culpar al trabajo, al tiempo, a la casa, al supermercado, al sistema o a ellos, pero todos estos son factores
comunes a muchas personas, y no todas se vuelven pelotudas).
El verdadero causante de la crisis, su factor explicativo, es
el síndrome de Storto. (No, no se
molesten en buscarlo con Google que no sale). Se trata de una patología que
ataca a la gente de cierta edad, a partir de los 35 años, y que consiste en una
serie de síntomas indefinidos que uno determina alternativamente según la
necesidad que tenga de explicar ciertas conductas ociosas. O sea: el afectado expondrá,
según convenga excusarse, alguna suerte de achaque acompañando el diagnóstico
con fases del tipo “ya no estoy para estos trotes”.
El síndrome de Storto es como el Alzheimer: empieza de a
poco, apenas haciéndose notar, y después domina por completo al individuo. A
medida que el paciente descubre la comodidad que brinda sentirse un completo
inútil para cualquier tipo de tarea, desde la más simple a la más compleja,
desde la más liviana a la más pesada, autoeximiéndose de la responsabilidad que
su realización conlleva, es prácticamente irresistible la tentación de
enfundarse el traje de viejo y derrumbarse en un sofá a contemplar la vida (o
la televisión, si es que no las fundimos en una misma cosa).
Así, empecé a notar que me costaba trasnochar, que me
quedaba dormido después de almorzar, y que no dejaba para mañana lo que podía
postergar indefinidamente. Preocupado, intenté cambiar de hábitos, hacer más
deporte, comer más sano, leer más, dejar la TV, mirar películas de pensar, y revisitar a los clásicos y a los imprescindibles. Pero aparte de algunas
arcadas, no conseguí grandes progresos.
Hasta que me di cuenta de qué causaba el síndrome de Storto
(su factor detonante).
No es el paso del tiempo.
No es un estado depresivo.
No es el cansancio físico ni el cansancio moral.
No es la soledad ni el aburrimiento.
No es el alcohol ni las drogas.
No es la televisión por cable.
No es el programa de radio El Ojo Crítico.
Son las pelusas del suelo. Sí señor, las pelusas del suelo.
Esas que se generan espontáneamente de la nada y se arremolinan en las patas de
las mesas, de las sillas, debajo de la cama y otros muebles, en los rincones y
junto a los zócalos, sobre las alfombras y en cualquier lugar insospechado y
semioculto donde, de vez en cuando, las descubrimos celebrando sus aquelarres.
Todavía no está clara la vinculación entre las pelusas y el
síndrome de Storto, pero una cosa es indiscutible: hay una correlación directamente
proporcional entre una variable (el volumen total de pelusas de una casa) y la
agudización de los síntomas (cualesquiera que decidamos que sean).
Quizás se trate de algún reflejo psicológico, algún
condicionamiento hereditario que la especie humana arrastra desde tiempos
inmemoriales (la noche de los tiempos) y que nos obliga, como perros de Pávlov,
a dejarnos vencer por la dejadez ante la visión de un cúmulo de pelusas.
O quizás se trate de alguna propiedad que las pelusas encierran
en sí mismas: así como las enzimas tienen sus formas que generan zonas activas
que actúan como catalizadores de procesos, tal vez el diseño de las pelusas, su
forma y su contenido, son aceleradoras del envejecimiento mental.
En cualquier caso, son ellas las responsables de que haya
(penosamente) una entrada por mes en Señales
de Humo. De modo que ahora, aclarado el misterio, después de barrer el
suelo y como venganza, voy a intentar incluir una tercera entrada en este mes.
Todo sea por la ciencia.
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