A mí, la
verdad, las ONG me chupan un huevo. No sé si me explico, viste. Pero el fútbol
es el fútbol, y cuando Matías me llamó para jugar al fútbol, yo fui enseguida,
loco.
Una ONG de
esas que ayudan a los inmigrantes (a los negros, vamos a decirlo: porque a
nosotros no nos dan ni pelota; ni hace falta, nosotros nos las rebuscamos
solos, viste; pero los negros de patera, sabés, esos sí necesitan una mano,
porque a veces ni hablan el idioma, entendés, y entonces están las ONG como
estas para decirle tres boludeces y darle un paquete de cuscús), una de esas,
te decía, organizó un mundialito de fútbol. La joda era que se juntaran
españoles e inmigrantes, que se armaran equipos por países y jugar un torneo.
Una boludez con la excusa del Mundial de verdad y de la integración y no sé qué
forradas más, pero fútbol al fin.
Yo, cuando
fui, sabía poco y nada. Me dijo Matías que lleve la camiseta de Argentina y
nada más. Resulta que ahí nos juntaban a todos, nos anotaban y después
intentaban armar los equipos, si no por países, al menos por regiones. Yo no me
enteré bien de cómo iba eso porque no quería ni acercarme a los boludos de la
ONG, unos perroflauta que le dicen acá, tres barbudos piojosos que capaz que ni
saben quién es Maradona. Matías se ocupó de todo y vino a llamarme con otros
tipos y después fuimos a buscar a otros más que había por ahí. Éramos como
once, aunque el campeonato era de fútbol-siete (teníamos que hacer cambios y
toda la cosa). Así que ahí estábamos: Matías, un tal Diego, un Lucas, Facundo
(el pibe que labura en el bar ese donde vamos siempre), un tipo mayor llamado
Roberto, un tal Toti, uno al que le decían el Negro, Washington (un yorugua
que, como estaba solo, nos lo metieron a nosotros), uno con pinta de maricón
que se llamaba Nahuel, el hijo de Jorge (nunca me acuerdo cómo se llama el
borrego), y yo.
Lo primero que
había que decidir era cómo jugar: quién iba al arco, quién atrás, quién
adelante. Por lo visto el amanerado de Nahuel era arquero: no sabíamos si era
bueno o malo, pero como ninguno quería atajar, lo dejamos a él y listo. La
defensa fue fácil de armar: el señor mayor, Roberto, se pidió ser líbero. El
uruguayo y yo nos comprometimos a hacer de laterales, así que solo quedaba
definir quién jugaba arriba. Yo sabía que Matías tenía que ir de diez, pero el
tal Diego (no sé si por portación de nombre o qué mierda) quería jugar él en el
medio. Menos mal que Matías es un tipo piola y lo dejó, que si no estamos
todavía discutiendo. El Negro, un tipo callado, y el Toti ese iban a ser los
otros dos titulares. Al pibe de Jorge nos daba miedo meterlo de entrada, hasta
no saber el nivel de juego: no es que el pibe sea malo, ni mucho menos; nos
baila a todos el pibe, pero es frágil; y no queríamos llevárselo a Jorge con
una gamba rota por algún rumano. Y los demás, bueno, cuando nos fuéramos
cansando.
Hasta ahí todo
más o menos bien, pero enseguida empezaron los problemas. Primero, el pelotudo
del uruguayo se negaba a ponerse la de Argentina: él se había traído la celeste
y con esa iba a jugar. Y mirá que nos sobraban camisetas, pero el renegado
artiguista hinchapelotas se encerró en la suya y no hubo manera. “Yo soy
yorugua, aunque sea el único de toda la ciudad”, porfiaba. Pero bueno, cuando
vimos que los otros eran un rejunte de colorinches peor que el nuestro, lo
dejamos ahí.
Después nos
dimos cuenta de que Facundo había venido mamerto: había trabajado en el bar
hasta tarde y cuando terminó se fue a cerrar otros boliches con los amigotes
del garito, así que terminaron como a las siete u ocho de la matina. Y esto que
te digo, el torneo, era a las once. Facundo no estaba para jugar ni a la
bolita. No sabés, Matías se lo quería comer, porque si vos te comprometés,
viste, no podés aparecerte mamado al día siguiente. En fin, el daño ya estaba
hecho, así que teníamos un suplente menos.
Y para
terminar, nos avisan que jugamos primero. Ni tiempo para calentar, ni estudiar
los rivales, ni nada. Yo me las veía negras, sabés. Y no precisamente porque
hubiera como cuatro o cinco equipos de negros grandotes (senegaleses, guineanos
y no sé qué más).
Pero entonces
nos juntó el tal Roberto, el mayor, nos puso a todos tipo círculo, viste, como
para dar ánimos, y nos soltó el speech:
“Muchachos,
esto no es un partido de fútbol. Hoy jugamos por Argentina... y bueno, también
por Uruguay, con el compañero acá presente. Al fin y al cabo, somos todos más o
menos lo mismo: nos une el acento, el mate, la manera de entender este juego.
Garra, pasión, maña, pero también talento, toque y gambeta. Nosotros le
enseñamos a jugar al fútbol a todos estos boludos. Los gallegos seguirían
siendo cuatro vascos pataduras si no fuera por Di Stéfano. Y los africanos esos
no sabrían lo que es una pelota sin Maradona. Y los brasileros todavía tienen
pesadillas con el Maracanazo, gracias a los charrúas. Entre todos hacemos
cuatro mundiales y como treinta copas de América. Le dimos al fútbol nombres
como Maradona, Messi, Kempes, Agüero, Tévez, y también Francescoli, Recoba,
Forlán, Luis Suárez, Cavani…
”Muchachos,
acá no vinimos a divertirnos. Ponernos esta camiseta (bueno, o esa del yorugua)
es una responsabilidad. La celeste y blanca es símbolo de todo un país.
Nosotros no somos nosotros: ahora somos Argentina (y Uruguay, sí, y Uruguay).
Somos un país entero. Los que vengan de afuera no van a ver a Matías, a Diego a…
¿cómo te llamabas vos? Toti, eso. No, no nos van a ver a nosotros: van a ver a los argentinos. A todos, a través de
nosotros. A una nación. Bueno, y también al hermano charrúa.
”Cuando las
piernas te quieran abandonar, cuando creas que no podés llegar a esa pelota o
perseguir al rival, pensá que está el honor de la patria en juego. Pensá que cada
tipo que se te va por la banda es como un chileno moviéndote la frontera, un
fondo buitre aumentando la deuda, un embajador yanqui alentando un golpe.
Muchachos: en cuanto pisemos la cancha, dejamos de ser nosotros y somos un
cachito de nuestra tierra, de nuestra idiosincrasia, de nuestra forma de ver el
mundo. Somos el tango y las charlas de café, la pampa y los gauchos, el asado y
las empanadas. No nos podemos dejar ganar ni pisotear. No jugamos por nosotros,
ni para pasar el rato: eso déjenlo para el picadito de los domingos. Esto es
serio. Un Mundial es siempre un Mundial, aunque se juegue hoy, acá, nosotros.
”Muchachos: hoy
hay que dejarse la piel, poner huevos, transpirar la camiseta. ¡¡¡Vamos
Argentina, carajo!!! Bueno, y vamos Uruguay, también.”
Al final
perdimos. Jugamos dos partidos y perdimos. Primero nos vapulearon los
ecuatorianos (la pelota no dobla y la concha de la lora) y después nos rompieron
el orto unos de Cabo Verde (¿dónde mierda queda Cabo Verde? ¿Desde cuándo
juegan al fulbo en Cabo Verde?).
Resulta que el
Nahuel ese tenía las manos de manteca. El Washington tenía más pachorra que una
siesta de domingo y el Diego era un morfón hijo de su reputísima madre. Y malo,
porque si sos un morfón pero hacés el gol de Maradona, todo bien. Pero morfártela
para acabar perdiéndola, sistemáticamente… un conchudo, el Diego de mierda ese.
Para colmo Matías se nos lesionó a las dos jugadas, el pibe de Jorge se cagó y
no quiso jugar, y el veterano Roberto hablaba mucho pero no corría a nadie. El
Toti, el Lucas, como si no estuvieran. El único que más o menos la movía era el
Negro, pero jugó el primer partido y después se tuvo que ir al bautismo de un
sobrino o algo así. Yo hice lo que pude, viste, pero no jugaba solo. Y con esa
ayuda se te iban las ganas de correr.
No sé bien cómo
quedó el torneo: cuando nos eliminaron me piré a casa. Creo que ganaron los
marroquíes.
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