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1 de junio de 2014

Mundialito


A mí, la verdad, las ONG me chupan un huevo. No sé si me explico, viste. Pero el fútbol es el fútbol, y cuando Matías me llamó para jugar al fútbol, yo fui enseguida, loco.
Una ONG de esas que ayudan a los inmigrantes (a los negros, vamos a decirlo: porque a nosotros no nos dan ni pelota; ni hace falta, nosotros nos las rebuscamos solos, viste; pero los negros de patera, sabés, esos sí necesitan una mano, porque a veces ni hablan el idioma, entendés, y entonces están las ONG como estas para decirle tres boludeces y darle un paquete de cuscús), una de esas, te decía, organizó un mundialito de fútbol. La joda era que se juntaran españoles e inmigrantes, que se armaran equipos por países y jugar un torneo. Una boludez con la excusa del Mundial de verdad y de la integración y no sé qué forradas más, pero fútbol al fin.
Yo, cuando fui, sabía poco y nada. Me dijo Matías que lleve la camiseta de Argentina y nada más. Resulta que ahí nos juntaban a todos, nos anotaban y después intentaban armar los equipos, si no por países, al menos por regiones. Yo no me enteré bien de cómo iba eso porque no quería ni acercarme a los boludos de la ONG, unos perroflauta que le dicen acá, tres barbudos piojosos que capaz que ni saben quién es Maradona. Matías se ocupó de todo y vino a llamarme con otros tipos y después fuimos a buscar a otros más que había por ahí. Éramos como once, aunque el campeonato era de fútbol-siete (teníamos que hacer cambios y toda la cosa). Así que ahí estábamos: Matías, un tal Diego, un Lucas, Facundo (el pibe que labura en el bar ese donde vamos siempre), un tipo mayor llamado Roberto, un tal Toti, uno al que le decían el Negro, Washington (un yorugua que, como estaba solo, nos lo metieron a nosotros), uno con pinta de maricón que se llamaba Nahuel, el hijo de Jorge (nunca me acuerdo cómo se llama el borrego), y yo.
Lo primero que había que decidir era cómo jugar: quién iba al arco, quién atrás, quién adelante. Por lo visto el amanerado de Nahuel era arquero: no sabíamos si era bueno o malo, pero como ninguno quería atajar, lo dejamos a él y listo. La defensa fue fácil de armar: el señor mayor, Roberto, se pidió ser líbero. El uruguayo y yo nos comprometimos a hacer de laterales, así que solo quedaba definir quién jugaba arriba. Yo sabía que Matías tenía que ir de diez, pero el tal Diego (no sé si por portación de nombre o qué mierda) quería jugar él en el medio. Menos mal que Matías es un tipo piola y lo dejó, que si no estamos todavía discutiendo. El Negro, un tipo callado, y el Toti ese iban a ser los otros dos titulares. Al pibe de Jorge nos daba miedo meterlo de entrada, hasta no saber el nivel de juego: no es que el pibe sea malo, ni mucho menos; nos baila a todos el pibe, pero es frágil; y no queríamos llevárselo a Jorge con una gamba rota por algún rumano. Y los demás, bueno, cuando nos fuéramos cansando.
Hasta ahí todo más o menos bien, pero enseguida empezaron los problemas. Primero, el pelotudo del uruguayo se negaba a ponerse la de Argentina: él se había traído la celeste y con esa iba a jugar. Y mirá que nos sobraban camisetas, pero el renegado artiguista hinchapelotas se encerró en la suya y no hubo manera. “Yo soy yorugua, aunque sea el único de toda la ciudad”, porfiaba. Pero bueno, cuando vimos que los otros eran un rejunte de colorinches peor que el nuestro, lo dejamos ahí.
Después nos dimos cuenta de que Facundo había venido mamerto: había trabajado en el bar hasta tarde y cuando terminó se fue a cerrar otros boliches con los amigotes del garito, así que terminaron como a las siete u ocho de la matina. Y esto que te digo, el torneo, era a las once. Facundo no estaba para jugar ni a la bolita. No sabés, Matías se lo quería comer, porque si vos te comprometés, viste, no podés aparecerte mamado al día siguiente. En fin, el daño ya estaba hecho, así que teníamos un suplente menos.
Y para terminar, nos avisan que jugamos primero. Ni tiempo para calentar, ni estudiar los rivales, ni nada. Yo me las veía negras, sabés. Y no precisamente porque hubiera como cuatro o cinco equipos de negros grandotes (senegaleses, guineanos y no sé qué más).
Pero entonces nos juntó el tal Roberto, el mayor, nos puso a todos tipo círculo, viste, como para dar ánimos, y nos soltó el speech:

“Muchachos, esto no es un partido de fútbol. Hoy jugamos por Argentina... y bueno, también por Uruguay, con el compañero acá presente. Al fin y al cabo, somos todos más o menos lo mismo: nos une el acento, el mate, la manera de entender este juego. Garra, pasión, maña, pero también talento, toque y gambeta. Nosotros le enseñamos a jugar al fútbol a todos estos boludos. Los gallegos seguirían siendo cuatro vascos pataduras si no fuera por Di Stéfano. Y los africanos esos no sabrían lo que es una pelota sin Maradona. Y los brasileros todavía tienen pesadillas con el Maracanazo, gracias a los charrúas. Entre todos hacemos cuatro mundiales y como treinta copas de América. Le dimos al fútbol nombres como Maradona, Messi, Kempes, Agüero, Tévez, y también Francescoli, Recoba, Forlán, Luis Suárez, Cavani…
”Muchachos, acá no vinimos a divertirnos. Ponernos esta camiseta (bueno, o esa del yorugua) es una responsabilidad. La celeste y blanca es símbolo de todo un país. Nosotros no somos nosotros: ahora somos Argentina (y Uruguay, sí, y Uruguay). Somos un país entero. Los que vengan de afuera no van a ver a Matías, a Diego a… ¿cómo te llamabas vos? Toti, eso. No, no nos van a ver a nosotros: van a ver a los argentinos. A todos, a través de nosotros. A una nación. Bueno, y también al hermano charrúa.
”Cuando las piernas te quieran abandonar, cuando creas que no podés llegar a esa pelota o perseguir al rival, pensá que está el honor de la patria en juego. Pensá que cada tipo que se te va por la banda es como un chileno moviéndote la frontera, un fondo buitre aumentando la deuda, un embajador yanqui alentando un golpe. Muchachos: en cuanto pisemos la cancha, dejamos de ser nosotros y somos un cachito de nuestra tierra, de nuestra idiosincrasia, de nuestra forma de ver el mundo. Somos el tango y las charlas de café, la pampa y los gauchos, el asado y las empanadas. No nos podemos dejar ganar ni pisotear. No jugamos por nosotros, ni para pasar el rato: eso déjenlo para el picadito de los domingos. Esto es serio. Un Mundial es siempre un Mundial, aunque se juegue hoy, acá, nosotros.
”Muchachos: hoy hay que dejarse la piel, poner huevos, transpirar la camiseta. ¡¡¡Vamos Argentina, carajo!!! Bueno, y vamos Uruguay, también.”

Al final perdimos. Jugamos dos partidos y perdimos. Primero nos vapulearon los ecuatorianos (la pelota no dobla y la concha de la lora) y después nos rompieron el orto unos de Cabo Verde (¿dónde mierda queda Cabo Verde? ¿Desde cuándo juegan al fulbo en Cabo Verde?).
Resulta que el Nahuel ese tenía las manos de manteca. El Washington tenía más pachorra que una siesta de domingo y el Diego era un morfón hijo de su reputísima madre. Y malo, porque si sos un morfón pero hacés el gol de Maradona, todo bien. Pero morfártela para acabar perdiéndola, sistemáticamente… un conchudo, el Diego de mierda ese. Para colmo Matías se nos lesionó a las dos jugadas, el pibe de Jorge se cagó y no quiso jugar, y el veterano Roberto hablaba mucho pero no corría a nadie. El Toti, el Lucas, como si no estuvieran. El único que más o menos la movía era el Negro, pero jugó el primer partido y después se tuvo que ir al bautismo de un sobrino o algo así. Yo hice lo que pude, viste, pero no jugaba solo. Y con esa ayuda se te iban las ganas de correr.

No sé bien cómo quedó el torneo: cuando nos eliminaron me piré a casa. Creo que ganaron los marroquíes.



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