Cuando voy en el autobús veo siempre lo mismo. Es
inevitable. Para intentar ser útil, el autobús está obligado a recorrer
cíclicamente los mismos lugares en el mismo horario. Y yo (quizás por idénticas
razones) estoy condenado a viajar todos los días en el mismo autobús a la misma
hora.
Y como yo, otros tantos. Ya nos conocemos de vernos siempre
en el mismo coche, con similares destinos. No sabemos quiénes somos, ni cómo
nos llamamos, ni adónde vamos una vez descendemos del vehículo. Pero nos
conocemos. Cuando uno va justo de tiempo, por ejemplo, es un alivio llegar a la
parada y encontrarse esperando a la gente con la que uno viaja día a día; no
por el placer de su compañía, sino porque actúan como una señal reconfortante
de que, pese a nuestro retraso, el autobús todavía no pasó por ahí.
Como somos casi siempre más o menos los mismos, tendemos a
sentarnos o pararnos en los mismos lugares, nuestros
lugares; aunque a veces perdemos la propiedad tácita ante la acción invasora
del pasajero ocasional quien, distraído y ajeno al reparto territorial de los
habituales, se posa con osada inocencia en tal o cual asiento, tal o cual
ventanilla. Afortunadamente la expropiación no es eterna; de hecho, no suele
durar más de un día, una vez por mes[1].
De modo que en cada viaje siempre veo lo mismo desde el
mismo lugar: la misma gente y los mismos paisajes se repiten día tras día. Las
pequeñas variaciones son las que hacen de la reiteración algo llevadero.
Primero están los cambios estacionales: menos luz en invierno, más luz en
verano; flores en primavera, hojas amarillas en otoño; abrigos y paraguas,
escotes y minifaldas, colores apagados y vivos. Luego, los cambios puntuales:
alguien que engorda o adelgaza; un negocio que cierra, otro que abre; un corte
de pelo extraño; un árbol talado; macetas nuevas en un balcón; un bebé; un
anciano que ya no nos acompaña.
Hace unos meses ocurrió uno de estos cambios, imperceptibles
para el ocasional, pero notables para el asiduo. No es que fuera una
transformación catastrófica, ni siquiera importante, pero entiéndase en su
contexto: cuando uno realiza la misma rutina cada veinticuatro horas, un cambio
así resulta, cuanto menos, llamativo.
La secuencia de la transformación puede resumirse así: el local
vacío de una esquina comenzó a ser remodelado. Los tabiques exteriores de
ladrillo, empapelados con anuncios, carteles, afiches y calcomanías, fueron
paulatinamente limpiados, blanqueados y luego pintados de un color corporativo.
Al poco tiempo, abrió un nuevo supermercado. Pero sus paredes relucientes, de
un color crema claro, resultaron un lienzo tentador para los graffiteros.
El primero en acudir a la invitación fue un grupo político
nacionalista, que pintó con prolija y personal letra azul:
LOS ESPAÑOLES PRIMERO
A la semana exacta, algún militante de las causas perdidas
decidió corregir a sus predecesores, y modificó la frase con grafía negra y
apresurada, de este modo:
HUMANOS
LOS ESPAÑOLES
PRIMERO
Gesto noble y bienintencionado que encontró, sin embargo, a
los tres días, una nueva corrección. Algún animalista se dio cuenta de que el
antropocentrismo no podía continuar liderando la pared, de modo que anotó con
pintura roja:
ANIMALES
Durante un par de semanas supuse que ya no habría más
cambios. Entre otras cosas, porque no hubo cambios; y también porque el límite
superior de la pared impedía nuevas intervenciones[3].
Sin embargo, un ingenioso pertrechado con aerosol verde estableció que los
animales no eran los únicos con prioridad de paso en el mundo, y decidió
reivindicar a las silenciosas plantas y a los ignorados hongos, bacterias y
demás organismos, efectuando una nueva corrección, esta vez por debajo, casi
tocando la acera:
LOS ESPAÑOLES
PRIMERO
SERES VIVOS
Entonces sí, de inmediato y tras una pequeña risa contenida,
sospeché que resultaba imposible realizar más modificaciones. Me costaba creer
que un geólogo o un químico, por ejemplo, asumieran la defensa de las
formaciones rocosas, de los metales, los fósiles, los gases inertes, los
elementos pesados, los electrones o los neutrinos. Además, me dije, la única
manera de expresar la modificación definitiva sería escribiendo:
TODOS PRIMERO
lo que en el fondo es un sinsentido. Todos primero es nadie primero.
Ahí recapacité: ¿primero para qué? Entiendo que la frase
original apuntaba a la asignación de empleo y ayudas públicas: si hay poco que
repartir, si no alcanza para todos, hay que darle su ración primero a los de
aquí, y (si queda algo) después al resto.
La frase resultante de la primera corrección, en cambio, era
algo menos concreta y materialista, y algo más genérica, idealista, relativa
sin duda al universalismo de los Derechos Humanos. Se presentaba como un
mandamiento de prioridad: la humanidad (entendida como solidaridad,
sensibilidad, compasión de las desgracias de nuestros semejantes, benignidad,
mansedumbre, afabilidad) sobre otras ideas o conceptos igual de abstractos (y
humanos) como la avaricia, la codicia, el afán de lucro y poder, el egoísmo, la
indolencia y un largo etcétera, representados (a ojos del autor) por la frase
original.
Cuando se metieron los animales, empero, el sentido de la
frase cambió por completo: “animales primero” significa “antes que los humanos”,
y de golpe y porrazo toda la discusión que entablaba la primera corrección fue
desplazada. Quedó entonces la reivindicación clásica de quien sostiene que los
toros, tigres de bengala y elefantes asiáticos no son juguetes para nuestro
entretenimiento, ni las ratas, cobayas, conejos y monos son bancos de pruebas
para nuestros cosméticos y medicamentos: es mejor, dicen, que el hombre se
aburra o tarde más en encontrar la cura (o un cutis perfecto) antes que matar a
otro animal.
La última corrección, finalmente, también es una crítica
contra el hombre, pero desde un punto de vista más global. ¿Quién amenaza con
destruir la vida en el planeta Tierra, desde el más minúsculo organismo
unicelular a la más gigantesca ballena azul? La técnica, la acción modificadora
del hombre sobre su entorno. La primacía de los seres vivos resulta acaso una
visión ambientalista de la frase: el conglomerado orgánico de la biosfera
necesita un ecosistema saneado para continuar existiendo.
Pero hace tres días concluyeron mis devaneos. El
supermercado lavó la pared, dio otra mano de pintura, estampó su logotipo por
todas partes y finalmente incrustó unas carteleras de aluminio y plástico
transparente destinadas, intuyo, a colocar periódicamente sus folletos y
anuncios de ofertas especiales.
Y ahí podría haber acabado el cuento, quizás como una
moraleja realista (¿pesimista?) de que el negocio (el dinero) es lo primero. Pero
el destino nos deparaba un último cambio.
El autobús en el que viajo acaba de realizar una maniobra de
adelantamiento temeraria, sin darse cuenta de que un coche doblaba la esquina
en sentido contrario; el chofer volanteó para evitar la colisión y el bus quedó
empotrado en la pared del supermercado. Sí, esa pared.
Parece que el conductor está gravemente herido. Dos de mis
acompañantes habituales tienen contusiones, y creo que una ancianita se quebró
la cadera. Alguien perdió el móvil y yo estoy ileso. Empiezan a aparecer
sirenas de policía y ambulancia, incluso bomberos. Los curiosos y samaritanos
se agolpan a ver qué paso, o ayudar a las víctimas. Alguien aprovecha y se va del
supermercado sin pagar. Y además empieza a llover.
Por fin pasa algo realmente interesante en este autobús.
[1] O
quizás con menor frecuencia, ya que el pasajero ocasional ‒nunca el mismo‒
varía cada vez el sitio que usurpa
[2]
También pensé entonces: ¿por qué no lo corrigió antes, cuando vio la frase
original? Se me ocurrieron dos respuestas: a) no vio a tiempo la frase
original; b) la palabra “españoles”, llegado el caso, puede englobar a los
animales españoles, como el lince ibérico, el toro de lidia, el urogallo, el
águila imperial o el topillo.
[3] Así
como la altura del posible graffitero: una nueva intervención habría requerido
de una persona cercana a los dos metros veinte.
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