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9 de agosto de 2011

La elección de los animales


¿Ferrari? (Zürich), originalmente cargada por Julikeishon en Suiza.


Cuando yo era chico, en mi barrio se celebraba todos los años un concurso de animales. Se montaba en el Club Social y Deportivo, y era toda una kermés que incluía música en vivo, bailongo, empanadas, vino (gaseosas para los menores de edad), rifas y juegos. Nos pasábamos un domingo entero de celebración.
El concurso era una cosa simple: por la mañana, cada uno traía los bichos que tenía en casa, los exhibía durante un rato y, al final de la tarde, se organizaba una pintoresca votación donde participaban todos los vecinos.
Al principio, obviamente, abundaban los perros y los gatos, pero también los hámsters, los peces dorados, las iguanas o los pajaritos (y alguna cucaracha, todo sea dicho). Un pastor alemán muy sobrio y elegante se llevó los dos primeros concursos; lo sucedieron un gato naranja y peludo, un canario que parecía silbar tangos y un papagayo rojo que contaba chistes verdes.
Pero con el tiempo empezaron a presentarse animales cada vez más exóticos y estrafalarios, algunos incluso de motu proprio, que nos cautivaron y nos hicieron olvidar a las mascotas tradicionales: un vampiro común (Desmodus rotundus); un hormiguero de hormigas coloradas, completo y con sus corredores a la vista; un gorila que se había escapado de un circo y que leía el diario durante el desayuno; un cocodrilo llorón que parecía embalsamado; una rata del tamaño de un lobo; o un pajarraco inverosímil que proclamaba ser el último de los dodos.
Sin embargo, lo que cambió definitivamente nuestro concurso fue la aparición del primer unicornio.
Un año, cuando el gorila lector se aprestaba a conseguir la reelección, justo al borde del mediodía, irrumpió en escena el ruido de unos cascos lentos y pausados. Con parsimonia, el unicornio entró en la cancha de básket maravillando a todos los asistentes. A decir verdad, no era exactamente lo que esperábamos de un unicornio, animal que solo habíamos conocido mediante dibujos y pinturas, donde aparecía como un corcel blanco de largas crines, con un cuerno espiral engalanando su frente. El que vino a nuestro barrio, en cambio, parecía más bien un burro lanudo con un helado de cucurucho aplastado entre los ojos.
Pero a nosotros nos daba igual. Allí estaba el unicornio: animal noble y sabio, amante de la belleza, cuya mera presencia purificaba el agua y el aire, curaba a los enfermos y traía prosperidad a todo el barrio. El entusiasmo ante su presencia fue tan grande que ganó el concurso por afano.
No obstante, al acabar la noche descubrimos una triste realidad: la crema americana se derritió, se escurrió por el hocico como lágrimas de leche, y el cucurucho cayó al suelo. El unicornio se convirtió en asno. Y rebuznó.
A pesar de las protestas del gorila y del presunto dodo, nadie se animó a romper el hechizo que nos había embrujado durante todo el domingo. Y aunque después de esa noche nunca más lo volvimos a ver (alguien dijo que estaba en Villa Soldati, llevando el carro de un cartonero), nadie fue capaz de quitarnos la ilusión. Durante aquel año, el mejor animal de nuestro barrio fue un unicornio.

Al año siguiente, el gorila lector estaba convencido de que recuperaría el primer lugar. Su confianza era enorme, y hasta se había aprendido unas cuantas estrofas del Martín Fierro para impresionar al auditorio. El único que podía hacerle algo de sombra era un león africano, recién llegado de un safari fotográfico que había salido mal. Pero el gorila confiaba en que nuestro barrio, con su arraigada tradición democrática, rechazaría a uno que se hacía llamar el “rey de la selva”. El supuesto dodo, por su parte, seguía sin convencer a los vecinos de que no era un pavo real, una avutarda ni un urogallo, y tenía pocas posibilidades.
Pero entonces apareció el segundo unicornio. Algo bajito, retacón, como un modelo a escala y con sobrepeso, hizo su gallarda aparición enseñando un cuerno que lucía reflejos multicolores. Poco nos importó que en su cónico pitón pudiera leerse “Feliz cumpleaños”: allí estaba nuevamente el animal de nuestros sueños, el símbolo de nuestras esperanzas y la prueba material de que la magia vivía entre nosotros.
La algarabía fue desmedida. No hubo que esperar a la tarde para proclamar al ganador. El clamor fue unánime y el pobre bicho fue llevado en volandas hasta el escenario principal, y luego fue arrojado al público haciendo la plancha, para que lo paseáramos sobre un mar de gente como a una estrella de rock. El unicornio había vuelto; distinto, sí, pero el mismo en esencia.
La celebración se prolongó hasta la madrugada del lunes. Entonces, alguien encontró en la pista de baile un pedazo de cartón aplastado, con dos elásticos atados a unos agujeros, en el que podía leerse una desgarrada inscripción, demasiado familiar a nuestros ojos: “Feliz cumple…” Temimos lo peor.
–¿Dónde está el unicornio? –preguntamos desesperados.
Nos dimos cuenta de que hacía horas que nadie lo veía. Se organizó inmediatamente una búsqueda frenética: masas de vecinos se movían por todos los rincones. Alguno dijo por lo bajo el pensamiento que nadie se animaba a confesar:
–¿Y si lo despanzurramos sin querer en medio de la parranda?
Pero de repente, el secretario del Club Social y Deportivo apareció corriendo y resolvió el enigma:
–El unicornio no sé, pero hay un pony comiéndose el pasto de la cancha de fútbol.
La decepción fue enorme.

El concurso del año posterior pintaba reñido. El gorila iba a aprovechar la ocasión para presentar su primera novela, a la que había titulado Banana (una crítica despiadada a la sociedad de consumo). El autoproclamado dodo había conseguido reunir un pequeño grupo de fieles partidarios que respaldaban su causa y que lo presentaban como “el único animal único del barrio”. Mientras tanto, el león había intimidado a la suficiente cantidad de vecinos como para aspirar al trono, cambiando vidas por votos y despachándose algunos competidores. Finalmente, se había colado en las encuestas un dragón patrocinado por el supermercado chino, aunque las malas lenguas querían descalificarlo afirmando que se trataba de un montón de chinos metidos debajo de una estructura de madera y alambre, cubierta por tela y papel.
Así estaba la cosa de disputada cuando alguien proclamó:
–¡Atención, atención! ¡Vuelve el unicornio!
Los acólitos del dodo tuvieron que convencerlo de que no se suicidara (le dijeron que, tratándose de un animal en vías de extinción, matarse constituía un gravísimo delito contra el medio ambiente). El gorila, en cambio, no se preocupó demasiado: su libro se vendía bien y podía aspirar a una brillante carrera como best-seller. El león rugió de rabia y el dragón dijo algo incomprensible con múltiples voces de acento mandarín. Pero entonces entró el “unicornio”, de la mano del pescadero (o, mejor dicho, de la aleta): era un pobre narval, boqueando desesperado, que se arrastraba penosamente por el pabellón cubierto ante la mirada atónita de los vecinos.
–¿Pero qué es esto? –se ofendió una señora.
–Un unicornio… de mar –se defendió el pescadero.
–¡Pero qué unicornio ni qué ocho cuartos! Eso es un pescado –definió el carnicero.
–Un poco de respeto, que es un mamífero. Y tiene un cuerno en la frente –insistió el pescadero.
–¿Qué cuerno? Si todos sabemos que se trata de un diente incisivo superior que protruye a través del maxilar izquierdo y la piel del rostro –explicó el mecánico.
Pese a nuestros deseos de ver otra vez al unicornio, no tuvimos más remedio que darnos por vencidos. Aquello no era lo que nos vendían. Arrojamos el pobre narval en la pileta del club (aunque no estaba muy limpia, para el bicho fue mejor que nada) y continuamos un poco bajoneados. Nos habían aguado la fiesta.
Esa tarde, en un escrutinio que mereció dos recuentos, el dragón se impuso al león por tres votos de diferencia.

Pasaron un par de años en que no volvimos a tener noticias de ningún ungulado provisto de cornamenta. Ni siquiera un ciervo. Pero aquel verano, cuando me quedaba muy poco para dejar de ser un adolescente, asistí por última vez a la encarnación de la fantasía ante nuestros ojos.
Para entonces, el león había sido capturado por las autoridades y encerrado en el zoológico. El gorila se había mudado de barrio y daba clases de literatura contemporánea en una universidad privada, aunque no descartaba volver a presentarse si había “el suficiente consenso entre todos los animales”. Y el dragón chino había perecido en el incendio de un almacén.
Así las cosas, los candidatos con más posibilidades eran: el pajarraco que se creía un dodo (que volvía al concurso después de haber pasado seis meses en una clínica de rehabilitación para recuperarse de su alcoholismo); el hormiguero de hormigas coloradas, que había crecido y se había dividido en unos cuatro o cinco hormigueros distintos (y, por lo tanto, en otras tantas candidaturas); el vampiro común, que parecía inmortal y siempre joven; un gato barcino, que había cobrado fama entre los vecinos gracias a sus luchas callejeras; un perezoso que apenas podía verse cuando se quedaba dormido en un árbol; y el viejo ovejero alemán, algo venido a menos, que proponía recuperar las antiguas tradiciones y retornar a las fuentes, con un discurso que pregonaba la superioridad de los animales domésticos por sobre los salvajes y asilvestrados.
A decir verdad, el concurso había perdido interés. Ya no había el entusiasmo de antaño, y apenas los niños más pequeños encontraban alguna emoción en aquella kermés (aunque menos por los animales y más por los juegos y las rifas). Los adultos iban porque iban los críos; también había jubilados que se acercaban a comer gratis, y algunos grupos de adolescentes, como yo, que hacían tiempo para ir a la cancha. Ya no había orquesta, tan sólo un radiocassette conectado a los parlantes del pabellón cerrado, que repetía con ruido gastado los grandes éxitos de una década atrás.
La fiesta estaba medio muerta cuando escuchamos un relincho lejano, seguido de un galope armonioso aproximándose a nuestra posición. Los que estábamos por irnos al partido, enseguida pensamos en la policía montada: sabíamos que las hormigas coloradas del Movimiento Hormiguero Auténtico habían estado discutiendo con las del Frente Hormiguero Popular acerca de la validez de sus avales, y casi habían llegado a los golpes. Quizás la policía venía por eso. O acaso era por el gato barcino, que estaba preparando algún corte de calle; o tal vez, peor aún, venían persiguiendo al león, que había escapado de su cautiverio.
La duda se despejó pronto: entró blanco y plateado, de gran porte, reluciente, majestuoso, imponente, estilizado, grácil, liviano, etéreo. Era un caballo. No, un caballo no: el mejor caballo, el más grande y hermoso de los caballos. Solo que en su frente, en su noble y orgullosa frente, resplandecía diamantino un estriado y soberbio cuerno.
–¡Por fin! –gritamos al unísono.
Allí estaba, el único animal merecedor del triunfo, el verdadero rey, emperador, tirano o lo que él quisiera ser. Instintivamente, nos arrodillamos a su paso e hicimos reverencias torpes, indignas de tan distinguido visitante. La voz corrió veloz por todo el barrio y, al instante, el Club Social y Deportivo se llenó de gente. Mientras tanto, el supuesto dodo se acercó desesperado a la mesa de las bebidas; el perezoso se despertó y atisbó desde lo alto el movimiento de la muchedumbre; el vampiro se alejó volando susurrando una promesa de retorno; y el pastor alemán contuvo sus ansias de garronear al recién llegado. El barcino no aportó.
El unicornio se paseó altivo entre las masas que, admiradas y temerosas, se apartaban de su camino con suspiros de asombro. Llegó hasta la pileta, donde aún malvivía el narval, inclinó su cabeza y rozó la superficie del agua con el cuerno. De pronto, la capa de algas y otras porquerías que flotaban allí desaparecieron como por arte de magia, dejando en su lugar un espejo cristalino. El narval saltó de felicidad.
El unicornio trotó hacia el campo de fútbol, arrasado en su día por el pony y un par de ovejas, convertido en un tierral infame, árido y yermo como un desierto radioactivo. Y apenas posó sus cascos sobre la tierra, el césped creció, y las líneas de la cancha se pintaron con filas de margaritas.
Cuando nos disponíamos a asombrarnos con el siguiente milagro, el unicornio alzó la cabeza asustado. Olfateó el aire y retrocedió temeroso contra el muro del frontón. Todos seguimos su mirada atentos buscando el origen de aquella inesperada reacción. Y lo descubrimos. Un tipo bajito, regordete y calvo, con guardapolvo blanco y unos anteojos de alta graduación, entró silbando como un vaquero de spaghetti western.
–¡Bobby, venga pa’ cá! –dijo el intruso.
–¿Quién es usted? –se interpuso el presidente del club, obstruyéndole el paso y dispuesto a hacer uso del derecho de admisión.
–Soy el dueño de Bobby –respondió el del guardapolvo, señalando al unicornio.
–¿Ah, sí? Conque es el dueño del unicornio, ¿eh? ¡Pruébelo! –desafió el presidente.
El intruso metió la mano en el bolsillo superior del guardapolvo, extrajo un carnet y otros papeles, y los exhibió a todos los asistentes. El presidente se los arrebató de la mano y leyó en voz alta:
–Juan Pérez, de Corporación Emoestética, titular de Bobby Strawberry Morning, caballo de pura sangre árabe… bla, bla… departamento de desarrollo… bla, bla… implantes estéticos… bla, bla, bla… técnica experimental… bla, bla… ensayos con animales… ¿Qué es todo esto?
El señor bajito recuperó sus documentos y explicó con parsimonia:
–Mi empresa está ensayando implantes estéticos, cada vez más demandados por el público. Ya no bastan los tatuajes o los piercings, ahora la gente quiere lucir columnas bífidas, un dedo extra, tres ojos, cuernos demoníacos, alas de cisne o colas de macaco. Y nosotros se los proporcionamos. Bobby es solo un banco de pruebas, un conejillo de Indias muy grande y costoso, que venderemos a una productora de cine en cuanto los resultados sobre la tolerancia del implante sean concluyentes.
Todos nos quedamos boquiabiertos. El unicornio (bueno, el caballo con implante) se acurrucaba cada vez más contra la pared, mostrando pocos deseos de marcharse con su dueño. Entonces intervino el pescadero:
–¿Ah, sí? ¿Y cómo explica entonces sus poderes mágicos?
El intruso miró a su alrededor y, con expresión de extrañeza, preguntó:
–¿Qué poderes?
La voz del pescadero se entrecortó cuando señaló a la pileta y vio al narval moribundo flotando entre un montón de basura:
–¿Qué… qué pasó… c… con el… agua?
Enseguida echamos un vistazo a la cancha de fútbol, donde la tierra volaba en nubes de polvo como en una pesadilla marciana.
–¿Qué ha hecho? ¿¡Qué ha hecho!? –increpó el presidente al hombrecito, tomándolo de las solapas. El tipejo se defendió:
–Yo me limito a hacer mi trabajo. Nuestro negocio es la ilusión. La cirugía estética cambia lo que vemos, no lo que somos.
El presidente, como todos nosotros, estaba desolado. Sus manos se aflojaron y dejó caer al intruso, que se sacudió el polvo y caminó con decisión hasta el unicornio. Allí, le colocó una cuerda alrededor del cuello, le acarició las crines y le susurró al oído:
–Ay, Bobby, Bobby… Que sea la última vez que te vas solo por ahí– Y ambos abandonaron el club, subieron a un camión y se fueron para siempre.

Los vecinos allí reunidos comenzamos a resoplar, a maldecir, a protestar. Algunos se volvieron a sus casas y otros pidieron la renuncia del presidente, del secretario y del pescadero. Pero la conclusión unánime fue que el concurso de animales no se tenía que realizar nunca más.
Todos los hormigueros se manifestaron en contra de la decisión y algunos resolvieron pasar a la clandestinidad. El gato callejero montó un piquete frente al club y una huelga de hambre para exigir la vuelta del concurso. El perro viejo dijo que mejor así, que el triunfo era suyo o de nadie. El perezoso se quedó dormido y el pretendido dodo, entre resignado y resentido, me dijo desde un rincón: “Los unicornios serían los animales perfectos de no tener un pequeño defecto: que no existen”. Y se bajó otro vaso de vino.

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