© Todos los derechos reservados.

24 de diciembre de 2011

Finales felices


Papel quemado, originalmente cargada por Julikeishon -dibujos-.


Cuando uno es un niño, le gustan los finales felices. Es muy simple: uno aprende que los buenos siempre ganan, que merecen ganar, que es justo que ganen, que las cosas bien hechas tienen su premio. Al menos eso funciona al principio. A medida que uno crece, ocurren dos cosas a la vez:
  1. se va dando cuenta de que, en la realidad, los buenos no siempre ganan;
  2. empieza a descubrir que no todos los malos son tan malos, y que algunos son más simpáticos, inteligentes y trabajadores que muchos buenos.
   Así las cosas, aprende a disfrutar con las pequeñas victorias de los malvados, o con los primeros finales trágicos (o tan solo abiertos) que descubre en su corta vida.
   Pasados algunos años más, uno se hace adicto a los finales infelices; paralelamente, aborrece los otros, las películas melosas donde todo sale bien, donde las escenas finales ponen a cada uno en su (supuesto) lugar, y donde lo predecible se torna nauseabundo. Uno quiere disfrutar con el esfuerzo vano, con la aventura que acaba en fracaso, con la superación personal que vuelca en suicidio, con el caos y la miseria reinando por sobre las buenas intenciones.
   Con unas cuantas primaveras a cuestas, la cosa cambia ligeramente: ni tanto ni tan poco. Para amarga ya está la vida, piensa uno, así que para qué amargarse aún más. Eso sí, no es cuestión de engañarse infantilmente con historias maniqueas e inverosímiles. Así que uno acaba decantándose por las medias tintas, por los triunfos con sabor a derrota, los empates sobre la hora o las derrotas con las que, al menos, se puede aprender algo para el futuro. Uno empieza a moverse por la zona de los grises, flotando en un subibaja de emociones destinado a quedarse, a largo plazo, en el centro.
   Pero cuando uno llega a cierta edad está harto de grises. Se da cuenta de que aquello es como vivir todo el día bajo un cielo nublado, y que ya es hora de que salga el sol. Además, uno está aburrido de que nada salga nunca bien, ni dentro ni fuera de libros y pantallas; está cansado de que las cosas no son nunca como debieran ser, como a uno le gustaría que fueran. De modo que acaba buscando refugio, nuevamente, en los finales felices: uno se sienta en un sofá, en una silla, bajo un árbol o debajo de un puente, pone la televisión o agarra cualquier edición de bolsillo, y se traga una historia donde lo que uno desearía que ocurriese para uno, ocurre allí para otros. Y quizás sonría o se le escape una lágrima de alegría antes de irse a dormir. Consigue así, al menos hasta el despertar de la mañana siguiente, un final feliz.

No hay comentarios.: