A Luis J. Tejedor
La invitación, sin destinatario definido, llegó al mostrador de recepción de la compañía. La Asociación de Pequeñas y Medianas Empresas de San
Cayetano invitaba a unos “estimados señores” a asistir a la cena anual que se
celebraría en días próximos. Rogaba confirmar la asistencia y deseaba felices
fiestas.
La carta fue remitida inmediatamente al director
gerente, quien la abrió, suspiró cansado y llamó a su asistente: “¿Te interesa
ir a una cena? Tomá, toda tuya”, le dijo sin dar tiempo a responder y le
entregó el sobre. El asistente, primero agradecido, leyó luego el contenido y
cambió el gesto. Pensó algo parecido a lo siguiente:
Uh,
no, esto es un embole. Un montón de jefazos ignotos, o de empresarios de
cuarta, mesas con gente desconocida, charlas intrascendentes, algún que otro
discurso aburrido… Yo paso, que vaya otro.
El asistente caminó por el pasillo hasta la
máquina de café, donde se encontró con la jefa de Administración.
–Hola, ¿cómo va? –le dijo.
–Como siempre… –respondió la otra, como resignada
a una vida triste.
–No, como siempre no. Te traigo un regalito –dijo
el asistente, que vio su oportunidad.
–¿Qué es? –se ilusionó la de Administración.
–Una invitación a una cena. Me dijo el gerente que
fuera yo, pero justo ese día tengo un compromiso familiar y… bueno,
lamentablemente no puedo ir. Así que pensé: ¿quién mejor para representar a la
empresa que la jefa de Administración, eh?
–Ah, eso… –la decepción en la cara de la mujer era
notoria.
–Bueno, en fin, ahí te la dejo. Que lo pases bien.
El asistente se fue apresuradamente sin sacar
siquiera un café.
La jefa de Administración volvió a su despacho,
donde otros dos empleados vieron cómo caminaba hipnotizada, leyendo la
invitación una y otra vez, del derecho y del revés. La mujer dejó su té con
limón en la mesa, se sentó en la silla y les dijo, de pronto, como si los otros
dos hubieran estado leyendo sus pensamientos: “¿Cómo se puede ser tan
cretino?”.
Los empleados se miraron entre sí y luego a su
jefa, demandando una explicación. Pero la mujer, parca en palabras, depositó la
invitación sobre una pila de papeles y continuó con su trabajo como si nada.
Poco después del almuerzo, ingresó en el despacho
uno de los vendedores. Venía a que le liquidase una comisiones atrasadas, según
lo convenido. La jefa de Administración decidió atenderlo personalmente:
preparó el papeleo, esto va firmado, esto para mí, esto para vos y, ya que
estamos y como premio, también te llevás esto.
–¿Qué es esto? –preguntó intrigado el vendedor.
–Una invitación a no sé qué. Una cena, creo. El
gerente quiere que vaya alguien de la empresa. Y como vos sos nuestra cara
visible, te toca hacer tu papel –explicó la jefa, aunque sonó más bien como una
orden.
El vendedor guardó el papel y salió sin chistar.
Leyó su contenido por los pasillos, mientras se dirigía a visitar a su
compañero de Producción, y los ojos se le revolvieron como poseído. “¡Qué hija
de puta!”, debió de decir por lo bajo.
–¿Cómo andás, campeón? –saludó el vendedor a su
amigo, aunque miraba de reojo y con rencor hacia la puerta de Administración.
–Bien, trabajando. ¿Viste el partido ayer? –dijo
el otro, como si hubiera estado ansioso por comentar el encuentro futbolístico.
–Sí, la verdad es que jugaron muy bien. Parecían
el Barça y todo… –se burló el vendedor, distraído con la invitación.
–Tampoco es para tanto. Pero vas a ver que este
año sí, este año se nos da… –intentó seguir el otro, cuando descubrió que no le
hacían mucho caso–. ¿Y eso qué es? –preguntó señalando el papel y el sobre.
–Una invitación a una cena… Un embole. Bueno, a
menos que quieras venir conmigo. Acá no ponen límite de invitados –se inspiró
el vendedor, extendiendo el texto a su amigo.
–¿Me estás cargando? Esa noche jugamos por la
Copa. Ni en pedo me lo pierdo. Además, seguro que esta cena es más aburrida que
un partido de segunda… ¿Por qué no aprovechás y te llevás a la Claudia, eh? Cenan
ahí y, en cuanto puedan, se van a seguir la fiesta a otra parte… –sugirió el
otro con tono pícaro.
–Está de vacaciones… con su novio –suspiró el vendedor.
–Una lástima. Pero bueno, conmigo no cuentes. ¿No
podés encufárselo a otro? Esas cenas son realmente aburridísimas. La comida
suele ser horrible y/o escasa, y tardan como mil años en servirte cada plato.
Eso sin contar con que te ponen en un compromiso tremendo. Yo una vez acompañé
al gordo de Logística a una que organizaban los de CALCOM para los proveedores,
y lo pasamos muy mal: no conocés a nadie, a lo sumo a uno o dos y apenas de
vista, así que estás todo el rato pegado a esos tipos para no sentirte solo
pero sin mucho que comentar. Y como vas en nombre de la empresa, no te podés chupar
todo el vino ni ponerte a bailar arriba de las mesas con la corbata en la
frente ¿me entendés? Como todos están en la misma que uno, al final es una
especie de reunión incómoda y silenciosa, con gente retenida contra su
voluntad: un secuestro masivo de tres o cuatro horas. Te lo pasás mirando el
reloj y no ves la hora de que se termine el asunto para poder rajarte a tu
casa, o para salir a un bar, ponerte en pedo y pasar una noche de juerga como
Dios manda…
–Gracias, ahora sí que me siento mejor –respondió
el vendedor, apesadumbrado.
Ese era el cuadro, cuando entró con unas carpetas
en la mano el muchacho nuevo de Recursos Humanos, un jovencito que estaba
haciendo prácticas y al que tenían sirviendo café, sacando fotocopias y
distribuyendo papeleo por toda la oficina. Se fue a unas mesas vacías del fondo
y empezó a ordenar las carpetas por orden alfabético y número de expediente,
tratando de que los otros no se fijaran en él, de no molestar, de no hacer
ruido. Tratando de pasar desapercibido.
Los dos amigos se quedaron en silencio, se miraron
a los ojos con un brillo simultáneo y sonrieron.
–Che, pibe –dijo el vendedor, llamando al muchacho.
–¿Sí? –dijo el chico, poco acostumbrado a que
alguien de la empresa (que no fuera su superior inmediato) le dirigiera la
palabra. Él sabía que era como un mueble, un accesorio, una pieza de usar y
tirar. A él no se le hablaba.
–Mirá: el gerente quería tener un gesto con los empleados
y nos dijo, solo a algunos de nosotros, a los importantes, que la Asociación de
Pequeñas y Medianas Empresas de San Cayetano, de la que somos socios
fundadores, organiza una cena importantísima. Pero como él no puede ir, por
compromisos ineludibles, cosas de gerentes….
–Sí, cosas de gerentes –acompañó el amigo.
–… Bueno, quiso que alguien con mérito y ganas
fuera en su lugar, ¿me vas siguiendo? –vendió el vendedor.
–Sí, creo… –dijo el joven, mientras le temblaban
las rodillas.
–Así que lo estuvimos hablando con la jefa de
Administración y entre nosotros, y dijimos: ¿por qué no premiar a este pobre
muchacho, que trabaja como un burro, que está dando sus primeros pasos en el
mundo laboral y que merece conocer todos sus aspectos, incluyendo los entresijos del mundillo empresarial que nos rodea? ¿Eh? –argumentó con solidez comercial el
vendedor, mientras su amigo ocultaba la risa hundido en su escritorio, tras el
monitor.
–Yo… bueno… o sea… –balbuceaba el novato.
–Nada, nada. No nos lo agradezcas. Te lo merecés,
de verdad –concluyó el vendedor, palmeando enérgicamente el hombro del chico y
metiéndole el sobre de la invitación en el bolsillo de la camisa.
El muchacho, aún en estado de shock, tartamudeó un “gracias” y se fue algo confundido por el
pasillo. Antes de que desapareciera de su vista, el vendedor le gritó: “¡Ah, no
te olvides de llamar para confirmar tu asistencia!”. Luego se miró con su amigo
y estallaron en una carcajada.
Llegó el día. El muchacho arribó quince minutos
antes al restaurante reservado para la ocasión. Estaba realmente nervioso: iba
a conocer a importantes empresarios de la zona, a gerentes o altos cargos de
pequeñas y medianas empresas cercanas. Quizás, por qué no, iba a conocer a
algunos de sus futuros jefes.
A la entrada, un maître muy solícito preguntó al muchacho qué deseaba, y estuvo casi
a punto de decirle que no se permitía la entrada a vendedores ambulantes. Pero
el chico enseñó la invitación y explicó el motivo de su visita. El maître realizó un gesto extraño, como el
de alguien que está frustrado por lo que oye o lo que ve, pero que no puede
reprochárselo a su interlocutor: apretó sus mandíbulas, miró al cielo, resopló
y profirió algo entre dientes. El muchacho creyó leer sus labios, o tal vez
percibió un murmullo, una reminiscencia de un sonido que parecía decir “otro
más”. El responsable del restaurante, con una sonrisa falsa en los labios, le
indicó al muchacho que lo acompañase al salón y allí le dijo que un camarero le
tomaría su nombre y le indicaría su asiento.
En el salón ya había reunido un nutrido grupo de
comensales pero, para sorpresa del joven, no había caras arrugadas, trajes
costosos, vestidos de sastre, ni joyas, ni gemelos, ni relojes de marca. La
edad promedio era de veintitrés años. Y ninguno parecía ser un emprendedor de éxito: los hombres, como él, lucían el traje, el único que tenían, el que servía tanto para los
casamientos de los primos, la entrevista de trabajo o el primer día de oficina;
las mujeres, por su parte, hacían gala de su ingenio reciclando elegantes prendas
de segunda mano y recombinándolas para que no parecieren las mismas que en los
casamientos de los primos, la entrevista de trabajo o el primer día de oficina.
Conclusión: eran todos becarios, pasantes,
personal en prácticas, novatos.
Pasados los nervios y la vergüenza inicial, la
cena fue un éxito. Hubo comida, bebida, karaoke, algunos flechazos y, como
postre, un tour de bares que se prolongó hasta la salida del sol.
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