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24 de diciembre de 2011

Caradura


Pícaro (Luzern), originalmente cargada por Julikeishon en Suiza.
Estaba oscuro. Había niebla, una niebla tan espesa que no dejaba ver más que los resplandores de la iluminación callejera. Esperaba el tranvía después de otra noche en el bar de siempre. Llevaba en la mano un libro sobre mitos, leyendas y maldiciones donde pretendía encontrar la inspiración necesaria para su primera novela. Pero aquella madrugada le iba a resultar imposible leer nada. De pronto, alguien tosió y luego le dirigió la palabra. No alcanzaba a distinguir el rostro que le hablaba.
–Yo no creo en supersticiones –le dijo el extraño.
–Depende. Como se suele decir, “las brujas no existen, pero que las hay, las hay”… –respondió, por dar conversación, para llenar el tiempo.
–No, las brujas no existen…
–Parece muy seguro. ¿No cree en ninguna superstición? ¿Ni una cábala, nada?
–No. Especialmente, no creo en las maldiciones. Ya sabe: mal de ojo, esas cosas.
–Ah, no, yo tampoco.
–Hace bien, hace bien…
–La superstición trae mala suerte, dicen por ahí.
–Muy ingenioso, realmente. Pero yo sería más drástico: la superstición genera miedo, un miedo innecesario.
–Es verdad. Conozco gente que entra en pánico cuando ve un gato negro.
–No es sano.
–No, no lo es.
Se hizo un breve silencio, un poco incomodo.

–En mi casa eran de temer a las maldiciones –volvió a atacar el invisible desconocido.
–¿En serio? ¿Qué tipo de maldiciones?
–De todo tipo. Todo lo que salía mal era por culpa de una u otra maldición.
–¿Todo?
–Sí, todo. Desde la muerte de alguien hasta un simple resfriado, pasando por las malas notas del colegio, un robo, las cosas que se perdían, el embarazo de mi prima, el accidente de mi abuelo, las hormigas del patio y no sé cuántas cosas más.
–Caray, eso sí que es demasiado.
–Yo preferí no creer en esas cosas. Porque significaba pensar que, detrás de cada maldición, había una persona maldiciendo.
–Ah, claro, es verdad. No había considerado ese aspecto del asunto.
–Ese es el mayor problema: uno empieza a desconfiar de todo el mundo, especialmente de aquellos que tendrían motivos para desearle el mal. Mi abuela vivía paranoica, creyendo que todos nos odiaban.
–Imagino que no habrá tenido una vida feliz.
–De aquella experiencia aprendí a no ser desconfiado, a creer en los demás y a no tener miedo a los desconocidos. Yo no quería ser un loco, ni vivir pensando que mis desgracias se debían a la envidia o el rencor de los demás.
–¡Así se habla!
–Pero un día, el día menos pensado, la vida me sacudió con una sorpresa.
–¿Qué pasó?
–Me enamoré de una mujer, que resultó ser una bruja.
–En el sentido figurado, me imagino…
–Me arrastró a sus garras y me utilizó para sus fines maléficos.
–¿Qué hizo, qué fines? No me diga que lo obligó a hacer películas comprometedoras…
–Nunca lo supe. Había algo en mí que ella quería, y yo se lo di sin tener conciencia de qué se trataba. En cuanto dejé de serle útil, me condenó a vivir atrapado en una piedra.
–¿En una piedra?
–Sí. Soy un alma atrapada en una piedra.

No acababa de comprender si el extraño invisible estaba hablando en serio o ejecutando un chiste, un juego de palabras o solamente empleaba una expresión poco familiar.
–… ¿Ja? –tanteó, para ver la reacción del extraño.
–No, no es broma. Creo que ella disfrutaba con verme así: más de una vez la vi deambular por esta calle y detenerse frente a mí para contemplarme capturado eternamente en un fragmento de muro, mirando la vida pasar sin poder hacer nada. Bueno, no, nada no. Como última pieza de su macabro plan, me condenó a hacer el mal para conseguir mi liberación.
–¿Y qué tendría que hacer?
–Encontrar a un joven incrédulo y convencerlo de que me reemplace. Solo así recuperaría mi cuerpo y mi vida. Pero condenaría a otro infeliz.
–Muy bueno… La verdad es que podría dedicarse a escribir cuentos. No es muy original, pero tiene su gracia.
–Desde luego. Es lo que ocurre cuando uno tiene tiempo para pensar. Creo que si llego a reunir un par de relatos más, me los van a publicar para Navidad, o quizás para la Feria del Libro.
–¡Caramba! Qué interesante. Así que es usted escritor de verdad.
–Escritor, escritor… Lo que se dice escritor…
–Nada, nada. Yo no soy de los que creen que se es un escritor solo cuando se tiene algo publicado. Para mí, cualquiera que tenga una buena idea y sepa plasmarla, como usted, ya es un escritor.
–¿Y usted? ¿Lo es?
–No, ya me gustaría poder serlo.
–Es todo cuestión de voluntad. Si usted quisiera, podría estar en mi lugar. Ahora mismo.
–¿Ah, sí?
–Sí.
–Con un libro a punto de salir en Navidad.
–Por qué no.
–¿Y que tendría que hacer?
–Desearlo. Desearlo con ganas. Y decirlo con fuerza, con convicción, para que lo oigan en todas partes: “Me gustaría ser como usted”.
–¿Así de simple?
–El mundo es de los audaces. Basta con decirlo y creerlo, y será suyo. Inténtelo.
–Pues sí, es verdad: me gustaría ser como usted.
–Más alto.
–Me gustaría ser como usted.
–¡Más fuerte!
–¡Me gustaría ser como usted!
–¡Otra vez!
–¡¡¡Me gustaría ser como usted!!!

No supo cómo, pero de pronto la niebla se disipó y consiguió ver a quien le hablaba. Era un muchacho de veintipico, quizás treinta años, vestido algo raro, como fuera de onda. El muchacho parecía feliz, aunque en sus ojos había un brillo extraño. El joven se acercó hasta él, palmeó condescendiente su rostro y expresó:
–Lo lamento, de verdad.
Y después se fue.
Se quedó solo. Vio cómo su tranvía llegaba por fin a la parada, aunque no pudo subirse en él. Lo vio alejarse nuevamente, dejándolo perplejo, confuso, sin terminar de entender qué había pasado, cómo cuernos había terminado atrapado en un muro de piedra.

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