Tres tipos en un desierto. Caminan sin agua ni
rumbo preciso.
–Veamos el lado positivo –dice uno–. Al menos
estamos acompañados.
–Para que eso sea positivo, uno de nosotros
tendría que ser un vampiro y estar dispuesto a beberse la sangre de los otros
dos –refunfuña el segundo.
–No exageres –corrige el tercero–. Es mejor
afrontar un trance como este en compañía. La soledad te puede volver loco.
–A mí me va a volver loco la sed –masculla el
segundo.
–Y a mí me van a volver loco tus quejas –se ofende
el primero.
–Al final me voy a arrepentir de lo que acabo de
decir –se arrepiente el tercero.
–Ya lo dice el refrán: mejor solo que mal
acompañado –desafía el segundo.
–Vos querés quedarte solo con la cantimplora
–argumenta el primero.
–Si al menos tuviera agua… –suspira el segundo.
–No discutan, por favor. Esto no nos lleva a
ningún lado –media el tercero.
–Nada lleva a ningún lado. Estamos en el medio de
un desierto –se deprime el primero.
–¿Cosas como una piscina olímpica, una ducha fría,
un manantial de aguas puras, una intensa nevada en el ártico…? –delira el
segundo.
–Bueno, no, yo decía algo más agradable, como una
cervecita en el sillón y un buen partido de fútbol en la televisión –sugiere el
tercero.
–Bah, ciudadano tenías que ser –espeta el primero.
–¿Acaso una ciudad no es nuestro hábitat natural,
el lugar donde más cómodos podemos estar, el paraíso terrenal, el imperio del
confort, donde todas nuestras necesidades pueden satisfacerse sin grandes
sacrificios? ¿No es acaso la antítesis de este horrible desierto? –se pregunta
el tercero.
–Eso creía yo, hasta que empecé a encontrar
similitudes entre la ciudad y el desierto –desafía el primero.
–¿Qué similitudes? ¿Acaso en el desierto también
hay agua corriente? –inquiere el segundo con ironía.
–Qué superficial. Me refería a algo más profundo
–replica el primero.
–¿Profundo como una capa freática? ¿O como el
océano? ¿O como las tuberías de agua corriente? –persiste el segundo.
–No, no tiene que ver con el agua. Las ciudades y
los desiertos son ambientes hostiles al ser humano. En eso se parecen –precisa
el primero.
–¿Hostil? ¿La ciudad es hostil? Pero si está hecha
a la medida del hombre. Por y para el hombre –se espanta el tercero.
–¡Eso! Con sus kioscos y sus botellas de dos
litros de agua, sus parques con bebederos, sus estaciones de tren con baños
públicos, sus bares con cerveza fresca, sus fuentes opulentas, sus… –enumera el
segundo enajenado.
–Su contaminación, su delincuencia, sus atascos,
sus automóviles conducidos por borrachos, sus incendios y explosiones de gas,
sus hacinamientos diarios, sus pestes y epidemias, su… –contrapone el primero.
–Está bien, la ciudad puede ser en ocasiones un
poco hostil. Pero no tiene nada que ver con un desierto. De hecho, nada de las
cosas negativas que mencionás están en el desierto –rebate el tercero.
–No, es verdad. Pero el conjunto de la ciudad
consigue el mismo resultado que un
desierto. Quizás por un camino inverso –ilumina el primero.
–En la ciudad yo no estaría sediento. Y punto
–gruñe el segundo.
–¿De qué resultado estamos hablando? Porque es
evidente que no se trata de la sed –consulta el tercero mientras señala con la
cabeza al segundo.
–A la soledad. A la más absoluta soledad
–sentencia el primero.
–Ah… ya veo… La alienación y todo eso, ¿no?
–resopla el tercero.
–Bueno, yo había pensado en algo menos marxista y
más metafórico –se desmarca el primero.
–Y yo pienso en algo más líquido –acota el
segundo.
–De hecho, esta experiencia que estamos viviendo
me dio la idea para una historia en la que un hombre realizara su propia
travesía por el desierto… en una ciudad –relata el primero.
–Un viaje espiritual –bufa el tercero.
–Y con agua por todos lados –matiza el segundo.
–No, no es sólo un viaje espiritual. Es un camino
en el que nuestro protagonista descubre que está solo, que puede pasar junto a
mareas de personas sin que a nadie le importe quién es ni qué piensa, personas
que al final equivalen a granos de arena arrastrados por el viento. Personas
que, cómo él, sólo ven en los demás una masa de infinitos puntos que forman
médanos, mientras deambulan solitarios en la búsqueda de ese oasis que les de
un poco de sombra, un respiro para seguir avanzando hacia la nada… –describe el
primero.
–Uh, qué original, estoy emocionado –se burla el
tercero–. No todo es enajenación solipsista. Hay gente que tiene amigos, que
juega al fútbol en el parque, que va al cine y se divierte.
–¿No viste en la televisión que hoy en día te
pueden matar en plena calle sin que a nadie le importe nada, sin que nadie haga
algo? Te pegan un tiro al salir de una verdulería y ahí te quedás, tirado en la
vereda, mientras la gente pasa y te esquiva como si fueras una bolsa de basura
o una caca de perro –clama el primero.
–Yo lo único que vi en la tele es que hay que
tomar dos litros da agua por día. Y hoy, entre los tres, no llegamos al cuarto
de litro –lloriquea el segundo.
–Lo del asesinato es un caso raro, extremo, y que
ocurre en sitios puntuales, controlados por bandas de pandilleros o por mafias
–suaviza el tercero–. Además, la muerte siempre fue un asunto solitario, en la
ciudad o en el desierto.
–Sólo que en la ciudad no te morís de sed –aburre
el segundo.
–La ciudad es un espejismo. Somos simples almas
solitarias, perdidas en el laberinto perfecto, en un desierto de alucinaciones
–divaga el primero.
–¿Y qué espera para aparecer ya ese espejismo?
–suplica el segundo.
–No, no creo que las ciudades sean sólo un
espejismo. Por más impersonales y hostiles que sean, por más indolentes que nos
vuelvan, por más que nos empujen a la desconfianza y el enclaustramiento,
albergan la mínima posibilidad del contacto humano, de la empatía, de la
amistad. Pensá en lo peor, en un mendigo tirado en la calle, inmóvil,
derrotado, ignorado por la mayoría que pasa a su lado esquivándolo
sistemáticamente. El mendigo podría pensar que da lo mismo estar en el cruce de
dos grandes avenidas muy transitadas o en el medio del desierto. Pero no es lo
mismo. A veces alguien le deja una moneda, un sándwich, le dirige dos palabras,
lo saluda. Alguien siempre se conmueve. E incluso el día en que el mendigo
muere de frío, abandonado a su suerte, y la policía se lleva su cadáver sin
nombre a un depósito como quien entierra en un cajón un objeto viejo y
demacrado, ese día alguien nota que el mendigo de la esquina ya no está y se
pregunta qué fue de él, quizás con algo de tristeza. Eso, por poco que sea, no
ocurre en el desierto –expone el tercero con la vista perdida en el horizonte
lejano.
–¿Aquello no es acaso un oasis? –interroga el
segundo.
–No, es algo más que un oasis –se defiende
distraído el tercero–. Ese gesto, esa moneda dada al mendigo, no es un punto
aislado en el desierto. Es algo que corre por nuestras venas, como un río
subterráneo que sólo aflora en las ciudades.
–No me refería al sentido metafórico de tu alegato
sentimentaloide a favor de la humanidad. Aquello
es un oasis de verdad –señala el segundo.
–O puede que sea un espejismo –contrapone el
primero con insidia.
–Yo no veo nada –se desespera el tercero.
–¡Es un oasis! ¡Estamos salvados! –grita el
segundo y se lanza hacia aquello
corriendo como un loco.
–¡Es un espejismo! –discrepa el primero, que sale
tras el segundo con afán polémico.
–Yo no veo nada… –repite por lo bajo el tercero,
que sigue hablando solo.
2 comentarios:
Me ha encantado, caballero. Pienso muy parecido a aquel individuo, navegamos diariamente entre un océano de cráneos, un cementerio en movimiento y en medio de la más grande de las multitudes, existe la más grande de las soledades, porque siempre hemos permanecido así, la ilusión es pensar que estamos acompañados, pero no es más que materializar la ilusión para tratar de llenar el vacío casi indeleble que desde la concepción humana, cada uno carga para si.
Saludos :).
Muchas gracias, Guillermo!
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