© Todos los derechos reservados.

15 de diciembre de 2012

La paradoja del fumador

Era lunes por la mañana. En el bar había muy poca gente. En la mesa de siempre, Cacho y Mandrake hablaban pavadas sobre el tiempo (“parece que mañana deja de llover”), los resultados futbolísticos de ayer (“el Rojo siempre tan amargo”) o sobre alguna mina que pasaba por la vereda de enfrente (“esa está vetada, creo que es la nami del doctor Zurutuza”).
En un momento se hizo el silencio, un silencio cómodo, de esos que se producen cuando hay confianza y la gente que comparte un espacio no siente la obligación de decir algo para llenar el tiempo. Por el contrario, cada uno se sintió libre de distraerse solitariamente con la espuma del café u hojeando el diario.
Pasaron unos minutos así, y de repente habló Mandrake:
‒¿Sabés qué? No te podés fiar de la gente que fuma ‒concluyó un razonamiento que había estado rondando en su cabeza, con un tono erudito impropio de él.
‒¿Cómo es eso? ‒le dio cuerda Cacho, que estaba un poco aburrido.
‒Y sí, viste. E’así. Un chabón que fuma no puede ser de confianza. Tiene la traición metida en el cuerpo ‒respondió Mandrake, y después sorbió ruidosamente su café con leche.
‒No te entiendo. ¿Qué tiene que ver la traición con el cigarrillo? ‒cuestionó Cacho.
‒Mirá, Cachito, es simple ‒empezó Mandrake su adoctrinamiento. Se detuvo unos segundos a rascarse el oído interno con el dedo meñique, al que examinó luego con detenimiento y limpió de cera amarillenta en una servilleta de papel; después prosiguió: ‒¿Cuándo empieza a fumar la gente? No te digo uno en particular, que puede ser un caso raro, sino todos en general, ¿eh? En la adolescencia. ¡En la adolescencia! Cuando sos un borrego pelotudo que te querés hacer el piola, ¿m’entendés?
‒Sí pero… ‒invitó Cacho a que Mandrake continuara, haciendo el gesto cíclico con la mano derecha.
‒Vamo’a ver, Cachito: cuando sos un paspado de catorce o quince años, empezás a fumar para parecer más grande, o más avispado, o más canchero. La otra es que empecés porque los otros de tu grupo fuman y te sentís un tarado o un maricón si no los acompañás. En cualquiera de los dos casos, ya estás demostrando de qué madera estás hecho ‒explicó Mandrake, que interrumpió la disertación distraído con un culo que pasó por la ventana y al que siguió con toda la cabeza, como si fuera una cámara de vigilancia. Cuando el culo desapareció de la vista, Mandrake se quedó duro, como hipnotizado. Cacho lo trajo de nuevo a la mesa.
‒Bueno, Mandrake, pero son pibes. Todavía no tienen noción de lo que hacen.
‒Yo no te digo eso. Yo te digo que ahí muestran la hilacha, ahí ya anticipan qué clase de personas van a ser. El que quiere parece mayor, en el fondo, está mintiendo: no deja de ser un pendejo pelotudo con un pucho en la boca. Al fumar, se está haciendo pasar por algo que no es, por un pibe de más edad, un tipo más maduro. Y, como todos sabemos, la mentira es la base de la traición.
‒¿Y el otro? ¿El que fuma por “presión social”? ‒y Cacho indicó las comillas moviendo a ambos lados de su cabeza los dedos índice y mayor de las dos manos.
‒Ese todavía es peor que el otro. Es un pusilánime, es uno que se deja llevar por lo que dicen o hacen los demás, es un mandad… ‒aventuró Mandrake, pero al final de la frase se le atravesó un estornudo que acabó regando de mocos su café con leche y el cortado de Cacho.
‒Pobre pibe… ‒prosiguió Cacho, intentando no mirar su pocillo y concentrándose en la conversación para evitar el asco‒ De ahí a la traición hay un trecho grande, Mandrake.
‒No tan grande, no tan grande. Solo los años que le toman llegar a adulto. Pensá: hoy está con estos y hace todo lo que hacen estos; mañana está con aquellos y hace todo lo que hacen aquellos. Y si resulta que estos y aquellos son enemigos, ahí lo tenés: el traidor. Al pasar de unos a otros acabás traicionando a los primeros. ¿M’entendés, Cachito?
‒Bueno, che, pero la gente puede cambiar, digo yo. Se hace grande, madura de verdad y se hace más fuerte, más independiente ‒expresó Cacho con fe en la humanidad.
‒No, para nada, no hay vuelta atrás, ¿sabés? Una vez que empezaron, ya la cagaron. Porque para cuando llegan a grandes, ya son unos adictos ‒sentenció Mandrake que, de golpe, se puso de pie, dijo entre dientes “tengo qu’ir al ñoba”, y salió con paso torpe y acelerado hacia la puerta del excusado. Volvió enseguida, sin señales de haberse lavado las manos.
‒Oíme, Mandrake, que esto me interesa ‒reintrodujo Cacho, recuperando el hilo del diálogo‒. Es cierto que la nicotina produce adicción, pero tampoco te vuelve un drogadicto de esos que están todo el día pensando en drogarse o drogados, que mienten y roban a la familia y los amigos para comprar droga. Yo creo que entre la nicotina y, por ejemplo, la heroína hay una diferencia abismal.
‒No, Cachito, no. Un adicto es un adicto, ¿m’entendés? Y por sobre todas las cosas, es un traidor ‒respondió Mandrake, apretando varias veces el índice derecho contra la mesa, como si pulsara fuerte un botón.
‒Explicame eso ‒invitó Cacho cruzando los brazos sobre le pecho.
‒Para empezar, sea como sea, el que fuma de adulto sigue mintiendo. Muchos te quieren hacer creer que fuman porque les gusta, pero en realidad te mienten: están enganchados y no lo pueden dejar aunque quieran. Después están los otros, los que te dicen que saben que fumar es malo, que quieren dejar el cigarrillo… pero esos también te mienten. O bien no lo quieren dejar, como los primeros, pero te dicen que sí porque es lo social o políticamente correcto; o bien lo intentan realmente, pero como son unos adictos vuelven a recaer una y otra vez: en este caso, la traición es doble, porque se traicionan a sí mismos y, cuando ya es la enésima vez que vuelven al mal hábito, mienten a los demás fumando a escondidas para ahorrarse los reproches.
‒Caray, no se salva nadie ‒resopló Cacho recostándose contra el respaldo y rascándose la cabeza‒. Pero bueno, en cualquier caso, son unas mentiritas boludas. Digamos que no es una Traición con mayúsculas, una cosa que te haga perder la confianza total en el fumador…
‒¡Eh, eh, eh, quieto ahí! Que todavía no terminé ‒frenó Mandrake alzando la palma derecha como un policía que dirige el tráfico‒. Por un lado, los fumadores se acostumbran a mentir, y entonces están menos inhibidos que el resto para soltar mentiras por ahí ‒Mandrake hizo una pausa para sonarse ruidosamente la nariz con una servilleta de papel, que luego hizo un bollo y dejó sobre la mesa, junto a las tres medialunas de grasa‒. Pero, además, el placer que les produce fumar refuerza su tendencia a mentir. Esto es como lo del perro del Pavov o el Pavón ese. Imaginate: cada vez que fuman están mintiendo, pero a la vez están sintiendo placer o alivio; así que mentir les produce una sensación placentera. Y entonces ya mienten por gusto, ¿m’entendés? Para revivir esa sensación.
‒No acabo de ver claro eso de que cada vez que fuman están mintiendo ‒dudó Cacho, seguro de que el argumento tenía un fallo que aún no sabía detectar.
‒Siempre, Cachito, siempre. Cuando un ser humano prende un pucho, sale la mentira hecha humo ‒disparó Mandrake en un arrebato poético‒. Mirá, gilastrún, ya sea para parecer mayor, o más duro, o para que no te tomen por el tarambana que sos; o para hacer creer que te gusta cuando ya no sabés si es así o no; o para calmar la ansiedad, a espaldas de tus seres queridos… Siempre que fumás estás mintiendo.
‒¿Pero no hay nadie que fume solamente por el placer de fumar? ‒inquirió Cacho con desesperación.
‒Ahí está la cosa. Nadie fuma por placer. No sé, quizás algún viejo pelotudo de esos que fuman en pipa, o el garca que se manda un habano después de cenar en un restaurán caro. Pero los giles que fuman cigarrillos, no. Esos son unos mentirosos compulsivos ‒y de esta manera, Mandrake finalizó la discusión, reconstándose de lado y cruzando una pierna sobre la otra. (A los pocos instantes, Cacho descubrió que esa pose no respondía a la necesidad de estar sentado de manera más confortable, sino a la necesidad de evacuar un pedo sordo y apestoso).

Los dos amigos volvieron al silencio cómodo. Cacho amagó con terminarse el cortado, pero recordó el estornudo de Mandrake y prefirió dejar que se enfriara lo suficiente como para justificar pedirse otro. Mandrake, mientras, acabó de hojear las últimas páginas del diario, lo cerró, lo plegó y lo dejó en una esquina de la mesa. Después rebuscó en los bolsillos y sacó un paquete de cigarrillos negros. Con absoluta naturalidad, lo abrió y extrajo uno. Tomó el pequeño cilindro, le dio unos golpecitos sobre la mesa por el lado del filtro y se lo llevó a la boca. Se puso entonces a buscar el encendedor en el otro bolsillo, cuando una voz fuerte y autoritaria le habló:
‒Ey, vos, que te vi. Acá ya no se puede fumar más ‒le dijo el dueño del bar detrás de la barra.
‒Tranquilo, Gallego, que ya me estaba por ir afuera… ‒mintió Mandrake.

No hay comentarios.: