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1 de abril de 2010

Mala pata


Justo ahora tenía que pasar. Justo ahora. No podía haber pasado hace dos años, ni dentro de cien. No, ahora, en este preciso momento. Para una vez que tengo suerte, se va todo al cuerno.

    Hace dos años yo estaba deprimido, hundido en la miseria. Me habían echado del trabajo. Una reestructuración, como se dice en estos tiempos. También se me había muerto el gato. Pura coincidencia: comió una rata envenenada, o algo así, según me dijo el veterinario. Y mi ex mujer se había mudado a Ushuaia con los pibes. Le había salido un buen laburo y, como ella tenía la custodia, allá se los llevó.
    Así que ahí estaba yo, solo como un náufrago en el océano, como un humorista sin gracia, como una bala en la ruleta rusa; invisible, ignorado, arruinado, sin plata ni familia ni nada en qué ocupar el tiempo. Tumbado en el sofá, mirando pasar los canales de televisión delante de mis ojos: uno y otro y otro… a cuál de todos más aburrido.
    Y entonces me levanté, junté los pocos pesos que me quedaban, y salí a morir. No digo con dignidad, pero sí con alegría. Pensaba ir a un bar y emborracharme hasta el coma etílico. Y eso (casi) hice.
    Me metí en un tugurio de mala muerte y me pedí lo más fuerte que tenían. Aguarrás-tonic, o algo así. Y empecé a tomar. Le lloré al barman mis penas, o eso creo recordar. El tipo, un profesional en regla, se aguantó mi sermón sin rechistar, escuchando con atención flotante, como si no me estuviera haciendo caso, sirviendo un whisky por acá, un martini por allá, una agua natural de mineralización débil sin gas por ahí. Pero me escuchaba, y su mirada severa indicaba comprensión, que sabía por lo que yo estaba pasando y que no iba a hacer nada para evitar lo inevitable. Su experiencia detrás de la barra le daba ese entendimiento superior que sólo los de su especie, los taxistas y (a veces) los psicólogos consiguen alcanzar. Lo resumió todo en una frase: “Si te querés matar, matate”.
    Entonces se me arrimó una rubia. Tenía cara de estar triste y sola en este mundo abandonado. Me preguntó si me importaba que se sentase a mi lado. Le dije que no y le invité un trago. Se puso a hablar sola, de sus problemas y sus historias. Yo le seguí el juego como el barman hiciera antes conmigo. Después de veinte minutos (o de dos horas, no recuerdo bien), me di cuenta de que la tenía incrustada en mi hombro derecho, moqueando desconsolada, sonándose la nariz con lo que quedaba de la manga de mi traje de oficina. Ahí me di cuenta de que era momento de decir algo. “Uh, qué bajón”, fue lo único que brotó de mi incoherente boca entre los vapores del alcohol y un eructo mal reprimido. Luego la abracé (en parte para no caerme) y, sin más argumentos aquella noche, le conté a la rubia mi vida. La rubia dejó de llorar (se ve que lo mío era más terrible que lo que ella me había contado, aunque nunca sabré qué me contó). Nos compadecimos mutuamente y terminamos en un hotel mugriento.

    Cuando salí de ahí, las ganas de morir me habían abandonado. Me sentía vivo y con suerte, así que jugué a la Quiniela. Aposté a la niña bonita, por la rubia; al trece, por mi desgracia; y a los dos patitos. Siempre me cayeron bien los dos patitos. Gané un toco de guita. Pero no tenía con quién celebrarlo, así que llamé a la rubia y nos fuimos por ahí, a cenar a lo grande y después de parranda.
    De repente, las cosas empezaron a ir bien. La rubia dejó de ser “la rubia” y pasó a ser María, y nuestra relación se afianzó como los romances de las revistas (son los únicos que “se afianzan”; a la gente normal sólo le va bien o mal con su pareja). Con lo que gané en la Quiniela, monté un boliche en Palermo Soho que, vaya a saber por qué azares de la moda y del destino, se convirtió en un lugar de culto frecuentado por lo más top de Buenos Aires. Y uno de mis pibes, el mayor, se vino a vivir conmigo para estudiar en la capital. De pronto, tenía otra vez trabajo, dinero, amor y una familia. Mejor, imposible.
    Y entonces, cuando todo repuntaba, cuando estaba por casarme con María por la iglesia, con fiesta y quinientos invitados; cuando por fin volvía a ser feliz y el sol salía cada mañana y los pajaritos me cantaban los buenos días; cuando mi pibe pintaba para crack en las inferiores de Boca y tenía gente del extranjero haciendo cola para conocer mi local; justo en ese preciso y exacto momento, cuando con un mate nuevo y recién cebado miraba al horizonte y pensaba en lo bello que es vivir, unos científicos de Europa pusieron a funcionar un súper acelerador de partículas, el Universo entero colapsó y se fue todo al carajo.
    No, si al final yo siempre tengo mala pata.

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