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12 de septiembre de 2010

Disculpe la molestia


Transacciones perrofláuticas (PS), originalmente cargada por My Buffo.
Me lo crucé un día en la calle, queriendo evitarlo. Me cerró el paso, extendió una tarjeta de visita y habló:
–José Tábano, para incordiarlo.
–¿Perdón? ¿Cómo dice? –me indigné.
–No permita que me presente –insistió.
–Por favor, tengo prisa –me excusé.
–Mucho mejor –respondió, agarrándome de las solapas–. Soy un verdadero profesional de la irritación. Interrupciones, bromas pesadas, exabruptos, desplantes, provocaciones gratuitas. Puedo ser ese vecino molesto, ese compañero de trabajo entrometido, o ese desconocido que no deja de pedirle unas monedas para comprar alcohol.
–No, gracias, ya tengo.
–Piénselo bien. Soy un auténtico incordio. Licenciado en Tomas de Facultades. Fui el peor de mi clase. Conseguí mi doctorado con la tesis titulada A ver quién es el macho que se lee esto, de veinte mil quinientas cuarenta y tres páginas. Se la plagié a otro, por fastidiar. También tengo un Master en Hostigamiento y Asalto al Peatón. Yo ayudé a crear el spam y el marketing telefónico. Puedo importunarlo en nueve idiomas, incluyendo el inglés, el árabe y el chino mandarín. ¿Sabe de alguien que requiera mis servicios?
–No puedo ni imaginarlo.
–¿No necesita un sabelotodo? ¿Un presumido? ¿Un fanfarrón? ¿Un vendedor de seguros? ¿Un artista callejero, un mimo, un perroflauta? ¿No necesita alguien que meta la pata, que lo deje en mala posición, que le provoque situaciones embarazosas? –el hombre insistía, desesperado.
–Ya estoy cubierto, gracias.
Entonces, desesperado, el tipo se desplomó. Me dio un poco de lástima.
–Hay que ver cómo nos afectó el intrusismo –se lamentó–. Antes, cuando uno quería un hinchabolas, recurría a profesionales. Se valoraba el trabajo bien hecho. Pero ahora… Si mi abuela viera cómo se hunde el negocio familiar. Ella era una legítima vieja de mierda, siempre espiando a los vecinos, envenenando a los gatos, llamando a la policía por cualquier cosa… Mi padre fundó la escuela del graffiti urbano, perfeccionó la técnica del ring-raje y elevó el sonido del ronquido a la categoría de ruido molesto. Mi madre cocinaba guisos y gelatinas de aromas nauseabundos, se colaba en todas las filas y las demoraba con quejas, despistes y trámites enrevesados. Pero ahora… Todo el mundo se cree con derecho a perturbar el orden. Cualquiera monta un escándalo en la calle, se tira un pedo en el ascensor o planta un chicle en el asiento. Así, sin arte ni estilo. Algunos trabajan por una cerveza, o incluso gratis. ¿No se dan cuenta de que juegan con el pan de mis hijos?
El hombre se derrumbó. La verdad, me sentía un poco incómodo. Le palmeé el hombro e intenté consolarlo:
–Y… lo hacen por jorobar.

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