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5 de abril de 2011

Los siete pecados (de viajar en el transporte público de las grandes) capitales - 3/7

Pereza I
“¡Taxi!”

Pereza II
    Otra vez se me hizo tarde. Siempre igual. Te quedás pachorriento, boludeando, de sobremesa… Cinco minutitos más, diez, quince, media hora y, cuando te querés acordar, se te hizo de madrugada. Y ya me cerró el subte. Ahora hay que ir hasta la parada, la tétrica parada del colectivo, un poste despintado con tres cartelitos desparejos, sin recorridos ni nada, apenas números. Uno de los cartelitos es tan trucho que, de hecho, está pintado a mano y atado con alambre sobre un cartel anterior (oxidado, imposible saber qué decía).
    “Forme fila atrás”, pone al final de una de esas hojas metálicas azules y blancas. O que alguna vez fueron azules y blancas. De noche, igual, no se notan los colores. La luz amarillenta de la esquina, allá lejos, en el cruce de calles, convierte todo en tonos que van del cremita al negro, pasando por un amplio espectro de marrones más o menos anaranjados.
    ¿Te das cuenta? Estas son las boludeces que me pongo a pensar cuando me agarra el sueño y tengo que seguir despierto. Se me va la cabeza en cosas insignificantes en vez de estar atento. Porque hay que estar con todas las antenas puestas en atajar a tu colectivo. Los bondis, a esta hora, se saltan todas las paradas que pueden. Para que te paren, por poco tenés que hacerles señales luminosas con una antelación de cuatro cuadras. Si no, siguen de largo como los bomberos.
    Y una vez que te subís, tenés que seguir atento a tu parada. Tengo cuarenta minutos (mínimo) de viaje. Es mucho tiempo, me aburro y no puedo evitar divagar. Pero así, divagando, distraído, entretenido, me puedo pasar de largo. Y después de mi parada, este colectivo sigue viajando otros cuarenta minutos más; hasta se mete en la provincia. Un garrón.
    El problema es que, en este estado de cansancio y vagancia, me distraigo con cualquier cosa. O me apoliyo. O las dos cosas. Porque te ponés a pensar en una bobada, se te va la mente a pasear por ahí, empezás con las ensoñaciones y, cuando (no) te das cuenta, estás dormido. Es lo malo que tiene viajar de noche. Además, los sacudones del colectivo terminan pareciéndote los vaivenes de una mecedora, y el efecto del sueño se amplía y se multiplica.
    No ves lo que te digo. Mientras iba caminando, me puse a pensar en lo que me pongo a pensar cuando se me hace tarde y, casi sin querer, ya estoy en la parada. Ahí está el cartelito atado con alambre, la luz de la esquina… Y los gatos. Tres gatos, siempre los mismos. Uno negro, dos barcinos. En la ochava, lavándose las patas, o tirados en la vereda lo más panchos. Me pregunto qué pensaran esos gatos, si es que piensan en algo. Digo yo que sí, que piensan: no pueden pasar tanto tiempo haciendo nada sin ponerse a pensar en algo. Seguramente meditan, no sé sobre qué, pero meditan. Como las vacas en el campo mientras van rumiando. Horas enteras en el medio de la pampa, al calor del sol o la sombra de un arbolito, masticando sin parar… Forzosamente tienen que estar teniendo pensamientos trascendentales. Capaz que es cierta la teoría de la reencarnación, y los grandes filósofos recibieron como premio reencarnarse en vacas o en gatos. Porque, si no, digo yo…
    ¡Pará, pará!
    Gracias, jefe. Hasta el Congreso, uno veinticinco.
    Casi se me pasa. Menos mal que el colectivero parece piola. Clavó los frenos y me dejó subir. Otros siguen como si nada.
    Tengo que decir, a mi favor, que vino más rápido que de costumbre. Suelo esperar tranquilamente veinte minutos, media hora. Mínimo. Hoy tuve suerte. Bueno, ahora a buscar asiento. Fila de uno, ventanilla. Atrás de esa gorda puede estar bien. Pobre gorda, no cabe en el asiento. Le cuelgan los… Si no se agarra del respaldo de adelante, se cae para el costado… ¿Por qué sos tan guacho? Pobre mina. No, no… No te rías, no la mires. No te rías… No la mires, no la mires, no… No te rías… No te rías…
    ¿Por qué cada vez que pensás en que no te tenés que reír, es como si invocaras la risa?
    Ahora no me puedo sentar atrás de la gorda. Va a pensar que me río a su espalda. Quizá no se dio cuenta, apenas se me escapó la risita; pero mejor no arriesgar. Pobre gorda, de verdad que no quería reírme, pero… Pero nada. Al final, me causa gracia ver a la señora con medio culo afuera del asiento y la grasa colgándole de todos los huesos posibles. Qué mal tipo que sos.
    Me parece que, salvo uno o dos, la gente del colectivo me mira mal. Para mí, piensan que me zarpé con la gorda. Pero ¿qué quieren que haga? No se puede controlar la risa. Ni elegir las cosas que te hacen gracia. Es un reflejo involuntario. De hecho, yo lo quería evitar y no pude. Así que no es culpa mía. Es como… ¿Má qué estoy haciendo? Ya está, ya fue el tema “gorda”. No da para más. Es una anécdota sin importancia. ¿Por qué me obsesiono con esta pelotudez?
    Porque es de noche, se me hizo tarde, me quedé sin subte, me fui a la parada, me tomé el bondi que casi se me escapa y ahora estoy intentando distraerme (y a la vez mantenerme despierto) por los próximos cuarenta o cincuenta minutos.
    ¿No tengo otra cosa con qué entretenerme? Ah… ya sé… Yo estaba pensando en la reencarnación. En que los gatos y las vacas eran filósofos reencarnados. Eso. Ya está, en realidad no hay mucho más que decir. Esa era más bien la conclusión del tema, ¿no?
    ¿Y los perros qué serían? ¿Soldados, tal vez? ¿Buenos soldados, fieles y obedientes? Perros contra gatos: soldados contra filósofos. O soldados-perro arriando filósofos-vaca. No está mal como metáfora, ¿no? Metáfora de no sé qué, la verdad.
    Los soldados obedecen a alguien, como los perros. Y las personas que ordenan a los perros, ¿de qué son metáfora? Del poder. De los aparatos de poder que penetran toda la sociedad. Las instituciones y esas cosas. Los que quieren mantener todo como está, y que por tanto se oponen a la meditación de los filósofos. O sea, el poder ordena a los perros que persigan a los filósofos, a los que convierten en su peor enemigo. Un ejército de perros abalanzándose sobre… sobre la nada, porque los filósofos, como buenos gatos, andan escondidos por ahí, agazapados, solitarios, indetectables. Bueno, los filósofos-gato, al menos, porque las vacas…
    ¡Blum!
    ¿Qué fue eso? Un bache… Ah, no, las vías del tren… Sí, pero ¿qué tren? ¿Este era el…? No jorobes, ¿ya estamos acá? Qué bárbaro, me parece que cabeceé un poquito. Bueno, nada, ahora a bancársela bien despierto que en quince minutitos ya estamos ahí.
    ¿Por qué hablo en plural si viajo yo solo? Ya estoy ahí, tendría que decir.
    Uy, no sé si eso lo dije o lo pensé. Nadie me mira como si estuviese loco, así que seguramente lo pensé. O eso espero. Capaz que la gente piensa que estoy mamado y no se quiere meter conmigo. Primero me río de la gorda, después hablo solo… Sí, un mamerto con todas las de la ley. Hablando de gorda… no está más, la gorda. Se bajó. ¡Pucha! No vi cuando se bajaba. Me hubiera gustado ver cómo se paraba y se las ingeniaba para caminar, y cómo salía por la escalinata estrecha del fondo.
    Che, pará, no podés ser tan… No sé, tan así. Pobre gorda, ¿a vos qué te importa si se sentaba con la mitad del culo afuera? Pobre tipa, ya bastante tiene con que el mundo no está hecho para ella y que tiene que ir ingeniándoselas todo el tiempo, como para que vos te rías y le tomes el pelo, y te deleites viéndola bambolearse en los angostos pasillos del colectivo. Ya está, cortamos acá. Fin al tema “gorda”.
    Ahí está, de nuevo el plural. “Cortamos”. Corto acá. Yo solito. Aunque bueno, ahora que me doy cuenta, estoy hablándome solo como si fuera otra persona. Así, en segunda persona. Eso me pasa cuando me enojo conmigo mismo, como ahora con la gorda, y me empiezo a putear en segunda persona. Menos mal que no voy al psicólogo, porque seguro que me diagnostica alguna esquizofrenia o algo por el estilo. Onda doble personalidad.
    Estaría re-loco tener doble personalidad de verdad. O sea, de esas en que no te enterás de lo que hace la otra personalidad. Un día estás en tu casa durmiendo y, de golpe, te despertás, qué sé yo, en un banquito de la Reserva Ecológica. Cosas así. O peor: aparecés en un tugurio mafioso del Conurbano, con pinta de malandra, con un montón de morochos mirándote raro y vos sin saber qué hacer, cagado hasta las patas, ignorando por completo qué hizo tu alter-ego, quién dijo ser y qué andaba tramando por ahí.
    Y en eso se te arrima un gato (no el filósofo, sino una mina que labura en el tugurio) y te habla como si te conociera, y te llama por un nombre que no es el tuyo. “El Negro te espera”, te suelta. Y vos no sabés qué hacer: quién es el Negro, para qué te espera. El cerebro te maquina a mil por hora. Tenés que pensar rápido. Capaz que te van a amasijar. O te van a enchufar un paquete de drogas. O tenés que pagar un toco de guita. Tanteás los bolsillos, por si acaso, pero no hay guita.
    Lo que sí hay es un arma. Un revolver chiquitito, en uno de los bolsillos del saco blanco que tenés puesto. Te asustás más. Vos nunca usaste un saco blanco, pero mucho menos un revolver. No usaste ni una pistolita de juguete. Ni siquiera el bombero loco en carnaval. ¿Qué hacés con el chumbo? Lo soltás y dejás que resbale hasta el fondo del bolsillo. Que se quede ahí, en el saco, donde estaba. Sacás las manos rápido, como si el arma te pudiera transmitir una enfermedad infecciosa. Y te querés rajar.
    Entonces mirás al gato, y le decís con voz recia: “Ahora vengo. Decile al Negro que enseguida estoy”, y te das media vuelta sin esperar la respuesta de la mina.
    Y así, como quien no quiere la cosa, te vas afuera. Es de noche. Ves las veredas con los yuyos crecidos, los charcos de agua en la calle, los perros callejeros, flacos y sarnosos, merodeando cerca de una parrilla que se llama “La vaca feliz” o algo así. No sabés dónde estás, pero tenés que irte de ahí. Te alejás con paso decidido, fumando un cigarrillo (¿fumás?), sin darte vuelta. Como si mirar atrás significara tu muerte segura. Sentís que mil ojos se te clavan en la espalda, como luces rojas de una mira láser. Tenés que salir rápido de ahí, pero sin huir. Porque correr es como gritar “¡Péguenme un tiro!”
    Así que encarás hasta la esquina, transpirando, esperando en cualquier momento oír el chasquido de un disparo, y doblás, escapando de los tipos del tugurio. Te escondés de su campo visual y te metés en una callecita oscura, iluminada apenas con un alumbrado pobre y amarillento. Te vas calmando de a poco. No te ven, no te siguen. Ahora hay que encontrar el modo de volver a casa.
    Seguís caminando. Pasás una esquina, o dos. Doblás un par de veces más, siempre en zig-zag. Esquivás caca de perro, bolsas de basura y unos gatos que duermen en la vereda como si no existiera nada ni nadie más. Hasta que llegás a una parada de colectivo. Es un poste venido a menos, con tres cartelitos destartalados, uno pintado a mano y atado con alambre. Y entonces…
    Eh, flaco, despertate. Fin del recorrido.

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