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7 de abril de 2011

Los siete pecados (de viajar en el transporte público de las grandes) capitales - 5/7

Soberbia I
“Lo mejor que hizo la vieja, es el pibe que maneja.”

Soberbia II
    No piden porque lo necesiten. Tampoco piden porque los obligue algún vividor. Ni siquiera piden para no trabajar. Piden porque se han autoinstituido como subjetividades mendicantes, una forma de ser-en-el-mundo de naturaleza simbólico/simbiótica que los provoca a vivir en los márgenes de la generosidad, apropiándose del espacio público para escenificar (mediante la reasignación del capital destinado para el ocio material a una causa también material, pero menos superflua) la vigencia de las estructuras y los valores humanos, reflejo de las significaciones imaginarias sociales que conforman nuestra sociedad. Cumplen así una función de sentido, toda vez que descompartimentalizan la división de clases y, al mismo tiempo, restituyen la percepción de la dádiva, la limosna, el favor y la condescendencia, pero también del altruismo, la entrega, la donación y la virtud.
    Cuando una de estas figuras avanza por los vagones de un tren, en nombre propio, de su madre enferma, de su hijo convaleciente, del hogar para niños huérfanos, del centro de rehabilitación de drogodependientes, del equipo de jóvenes discapacitados, de San Cayetano o de la Virgen María, se pone en escena la desigualdad social, como una disrupción e irrupción del otro (alteridad y origen perpetuo de alteridad) en un ámbito que, sin embargo, ya se asume como un espacio para ese encuentro. Porque el pasajero sabe que la confrontación puede producirse y elabora estrategias para enfrentarla: se hace el dormido, ignora el contacto visual, se cambia de vagón; o bien colabora activamente, comprando productos simbólicos (carentes de valor útil, con valor objetivo despreciable y escaso valor subjetivo), donando moneditas, o entregando un paquete de galletitas empezado a un anciano famélico.
    Es decir, la mendicidad en el transporte público no es señal de una realidad inmediata, de un padecimiento concreto y específico del sujeto-mendicante, sino que es apenas un símbolo, un signo constituido por un significante con doble remisión: en primer lugar, visibiliza la desigualdad social estructural e intemporal, no como ícono de la injusticia, sino como pluralidad de subjetividades, de culturas, de maneras de ser-en-el-mundo; pero, en segundo lugar, también repone y rehabilita el espacio de la generosidad, en la medida en que la interacción con el pasajero activa los resortes de la tradición humanista del desapego a lo material, de la ayuda desinteresada, así como reactualiza la tradición judeo-cristiana de hacer el bien sin mirar a quién.
    Por todo ello, suelo sentarme cómodamente en un vagón (da igual si es del subterráneo o del ferrocarril), y me dedico a observar (a meta-observar hermenéuticamente, desde un punto arquimédico) el interminable trajín de subjetividades disociadas (el mendicante, el pasajero) que construyen la realidad simbólica del espacio urbano, en una interacción que restituye en nuevas formas el sentido preexistente. No es más que eso: signos ambulantes que escenifican las significaciones sociales imaginarias.
    Y por eso, cuando un mugriento pibito de cinco años me pide una monedita para darle de comer a su hermanito de tres, que viene atrás de él, arrastrándose descalzo por el suelo, con cortes y lastimaduras, los mocos bajándole por la cara, los piojos como tarántulas y las primeras señales de desnutrición aflorándole en la panza hinchada, yo niego con la mano y los observo alejarse hacia su interminable jornada de indigencia, preguntándome si algún día tendrán conciencia de cuál fue su verdadera participación en la auténtica naturaleza del mundo.

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