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14 de abril de 2011

Los siete pecados (de viajar en el transporte público de las grandes) capitales - 6/7

Envidia I
“Asiento reservado para personas con movilidad reducida.”

Envidia II
    En el bar, pegado a la estación de ferrocarril, Angelito le alcanza su café al tachero que suele parar por ahí.
    –Poneme unas medialunas cuando puedas, Angelito –le dice el tachero.
    –Cómo no –responde el mozo, y se va a la otra mesa donde lo estaban esperando.
    –Qué hacés, Angelito. Un cafecito.
    –En jarrita, ¿no?
    –Así es, señor, como siempre –felicita el cliente.
    Angelito ya los conoce a todos. Casi veinte años viendo las mismas caras, a las mismas horas, en los mismos trayectos. Siempre de paso.
    –¡Angelito! –le grita una cincuentona desde la ventana– ¿Me servís uno con leche?
    En eso cae un tipo trajeado con portafolio y pinta de apurado. Se va hasta la barra y le pide al dueño un café y una tostada con manteca. Angelito se acerca al mostrador y repite los pedidos. Mientras esperan, el trajeado lo saluda:
    –¿Cómo andás, Angelito? ¿Todo bien?
    –Y, tirando…
    –Hoy se me hizo tardísimo. Mi señora está con fiebre y tuve que llevar el pibe a la escuela. Ahora tengo que agarrar el auto y rajar para la oficina. No sé si llego a horario. Para colmo hoy tengo reunión de balance… No sabés, un embole. ¿Oíste si hay previsto algún corte?
    –Por ahora, no.
    –Igual no llego, seguro que no llego. Me va a agarrar un embotellamiento en algún lado, ya vas a ver. No falla. Cuando estás apurado, siempre pasa algo. Y si te agarra arriba del auto te la tenés que comer, viste. No es como estos –y señala a los pasajeros que salen de la estación y esperan en la parada de colectivo–. Si te cortan las vías o la avenida, te bajás y te tomás otra cosa. ¡O vas caminando, si hace falta! Pero yo no puedo dejar el auto tirado ahí, ¿te das cuenta? Y te agarra una bronca… Porque ya venías apurado, estresado, con esos colectivos que se te tiran encima, los camiones que te levantan el asfalto entero contra el parabrisas, los tacheros que… bueno, vos viste cómo son los tacheros; ¡ah!, y los peatones que se te cruzan por cualquier lado, que los tenés que andar esquivando como a sorete de perro…  Un caos, un caos. Pero si encima de eso te cortan la calle, entonces te querés matar…
    –Paciencia, qué se la va’cer. Esperar a que amaine…
    –¿Sabés qué? No veo la hora de que me hagan una línea de subte para mí solo, ¿viste? Que dé al ascensor de casa y que me lleve bajo tierra hasta la oficina. Ahí viviría feliz, ¿sabés? Me iría todos los días con un librito, o escuchando música, lo más pancho, sin preocuparme del tráfico, de que me rayen el auto, de las manifestaciones, de nada. Un túnel bajo tierra entre mi casa y la oficina. Y chau, asunto arreglado.
    –Y bué, quién le dice. Capaz que alguna vez…
    –Qué fenómeno, Angelito. Vos sí que me alegrás el día. Tomá, combarme que me piro o no llego más.
    Angelito cobra, guarda la propina, carga la bandeja y reparte los pedidos. El tachero le dice:
    –Que se tome un taxi.
    –¿Quién? ¿El trajeado? –disimula Angelito.
    –Y sí. Tanto se queja, tanto se queja: que el estrés, que los rayones… Que se tome un taxi y ya está, el maricón. ¿O no te parece?
    –Y, puede ser…
    –Cuchame, Angelito: ¿vos te das cuenta que son los boludos como este los que encarajinan el tráfico? Si este pelotudo se tomara un taxi, no estaríamos él en su auto y yo en el mío yirando sin pasajeros y ocupando dos carriles, ¿me entendés? Pero no, el señorito quiere sacar a pasear su… ¿qué tiene este coso? ¿Una cuatro por cuatro? ¿Un Mercedes? Porque estos tipos son los que tienen esos autos para aparentar, pero después se la pasan sufriendo si los cagó una paloma en el techo, ¿sabés?
    –Me parece que tiene un Fiat o un Renault…
    –Es igual, no debe tener más de dos años. ¿Sabés lo que pasa…?
    Entonces interrumpe un cliente, desde otra mesa:
    –Angelito, ¿me traés un té y algo para comer?
    –Hoy tengo churros, si quiere.
    –¡Espectacular! Traeme los churros.
    Angelito alcanza el pedido y aprovecha para demorarse un momento lejos del taxista.
    –¿Todo en orden, Angelito?
    –Y, ahí andamos… ¿Y usté?
    –Yo estoy aprovechando los últimos minutos de sol antes de meterme en el inframundo. Porque yo agarro el subte acá y no salgo más a la superficie hasta que vuelvo a casa. Del subte voy a la salida interna del shopping y de ahí al subsuelo, de guardia durante ocho horas, sin siquiera una ventanita, una baderola, algo. Después subte de nuevo y a casa. Y claro, ahí ya es de noche y está todo oscuro. Un bajón.
    –“Te querés matar…”
    –Por eso siempre me vengo a esta mesita, viste. Para ver el paisaje aunque sea un ratito por día: el cielo, los árboles, los edificios… No sabés cómo me gustaría que el subte anduviera por afuera. Como los metros de esos países, viste, que van como altos, arriba de las calles, tipo futurista, ¿sabés como te digo? Sería espectacular. O si no, por lo menos me conformaría con viajar en el tren, como esos –dice señalando a los pasajeros que descienden de una formación–. Te vas entreteniendo por el camino con el amanecer o la puesta de sol, con la gente que pasa, con las gotas de lluvia pegando en la ventana, con el cambio de estaciones… Y no me refiero a las estaciones del tren, sino a la primavera y el otoño… En el subte no sabés si es de día o de noche, si hace frío o calor, si hay sol o está nublado… En cambio, desde el tren se ven amarillear las hojas, o nacer las flores… En fin, la corto acá antes de que te aburra con esta poesía barata.
    Angelito le sonríe y camina hasta la cincuentona, que le hace señas.
    –¿Qué te debo, Angelito?
    –Lo de siempre, Rosa.
    –Tomá, quedate el cambio.
    –Muchas gracias.
    –Gracias a vos, Angelito. Todavía no encontré alguien que me sirva la leche en su punto como vos.
    –No será pa’ tanto… –se ruboriza Angelito.
    –Ay, si yo te contara, Angelito, si yo te contara. Para mí es muy importante tomarme un desayuno rico-rico. Es el único momento de descanso y relax que tengo en el día. Después me lo paso corriendo de acá para allá. Mirá: sin ir más lejos, ahora me tengo que tomar este tren infame, para el que me tuve que caminar siete cuadras, y que me deja a diez cuadras del despacho. Siempre lejos. Pero claro, es eso o tres colectivos y el doble de tiempo. No sabés cómo me gustaría poder tomarme un colectivo que me deje ahí, en la puerta. Acá en Capital es así: estés donde estés, tenés un colectivo a mano que te deja adonde vos vayás. Pero te metés en la provincia y… Así que no hay más remedio. El tren este de miér…coles y a caminar como una salame. Ya le dije al doctor Garchiotti que se mude a Capital, pero viste cómo es él… Bueno, claro, vos no lo conocés a Garchiotti. Es un señor mayor, muy particular, muy tranquilo, no le gusta el ruido… Yo lo entiendo, pero llevo quince años… ¡más de quince años! viajando con este tren infame que ya no soporto. Y le digo: “Múdese a la Capital, no hace falta que sea cerca de casa, a mí me alcanza con viajar veinte minutos en un colectivo”.
    –“Sería espectacular…”
    – Pero él es porfiado. Y claro, después me tiene de acá para allá, que pagame esto, que tramitame lo otro, que cóbrame aquello… Y yo tengo que hacer todo a pata o venirme en este tren de porquería hasta el centro y de vuelta a caminar… Me tiene loca, ¡loca!
    –¡Angelito! –vocifera el tachero.
    Y Angelito se despide de Rosa y se va hasta el taxista.
    –¿Qué te decía la vieja? –pregunta el tachero, cómplice.
    –Nada. Que camina mucho.
    –Vieja conchuda. Otra que se queja de llena. ¿No querés caminar? ¿Querés que te dejen en la puerta? ¿Y para qué estamos nosotros, me querés decir? Mejor servicio no tenés. Te pasamos a buscar por tu casa y te dejamos en la mismísima entrada.
    –Y, pero por ahí no puede…
    –¿Qué no puede? ¿Qué pasa? ¿Tiene el culo tan gordo que tiene miedo de romperme las suspensiones? Esta vieja argolluda debe estar cagada en guita, hacéme caso. Si hasta tiene pinta de solterona, sin pibes, sin marido, sin nada. Toda la vida laburando para el viejo choto ese del abogado… Capaz que, cuando era piba, el atorrante se la cojía, –sonríe el tachero, mientras da golpecitos con el codo en el brazo de Angelito–. Ahora le debe dar lástima echarla. O no puede encontrar otra minita que se lo quiera montar; capaz que está hecho una momia, el dotor.
    Angelito improvisa una media sonrisa de compromiso y tuerce la mirada hacia cualquier parte, buscando auxilio.
    –Por eso te digo, Angelito: a esta forra le sobra la guita y no es capaz de tomarse un taxi. Es una amarreta. ¿O vos te creés que viene acá porque le gusta como le ponés la lechita? ¡Esta lechita! –y el tachero se toma los genitales– La vieja viene porque el café le sale más barato acá que en el barrio de cogotudos donde vive.
    –Y bué, mientras venga…
    El del café en jarrita llama al mozo con una mueca.
    –Qué pesado, el tachero, eh… –dice el cliente por lo bajo.
    –Él es así… –se resigna Angelito.
    –Están enfermos, estos tipos. Para mí que les hace mal estar todo el día dando vueltas como un pelotudo y escuchando esas radios terroristas que escuchan ellos.
    –Cada uno sabrá, digo yo…
    –Mirá, Angelito: si yo pudiera ir en mi autito, cómodamente sentado, con aire acondicionado y la radio a mi disposición, iría todo el día sedado. ¿Me entendés? Pero estos tacheros locos se la pasan a los autazos, con la mano pegada a la bocina, puteándose con todo el mundo… Están enfermos.
    –¿Tenés auto, vos?
    –No, para nada. Ojalá. Yo decía que si tuviera mi autito haría eso. Pero no, por desgracia no lo tengo. No me queda más remedio que tomarme todos los días al hijo de mil putas del 66, con su flota de vehículos antediluvianos tripulada por colectiveros psicópatas, sin suspensiones, sin aire acondicionado, sin relleno en los asientos, sin nada. Eso sí: hacés ejercicio, eh… ¡Uf, no sabés! Vas a los saltos y a los sacudones. Te tenés que agarrar de los fierros, afirmar bien las patas en el suelo y aguantar con todos los músculos los zarandeos que te pegan estos colifas con permiso de manejo. Encima, como la mitad de los colectivos está siempre fuera de servicio por mantenimiento (claro, están hechos mierda, se rompen de nada), tardan un quinoto en venir y siempre van llenos. La alegría de vivir.
    –Al menos ves el paisaje, digo yo…
    –La verdad, a esta altura me chupa un huevo el paisaje. De onda te lo digo, eh, pero me importa un rabanito. Yo quisiera tener un autito, uno chiquito, maniobrable. Eso sí: con aire acondicionado y radio. Bien equipado. Cosa que si me agarra un embotellamiento o un corte de calle, me cierro la ventanilla, pongo los parlantes a todo volumen, regulo la temperatura de ambiente, reclino el asiento y me quedo lo más choto esperando a que amaine.
    –“Y chau, asunto arreglado”.
    –Eso es, Angelito, asunto arreglado. Uy, tomá, te dejo la guita que me parece que ya viene el bondi. ¡Nos vemos mañana, campeón!
    –Ta mañana…
    El día prosigue en el bar junto a la estación. Los pasajeros llegan y se van y combinan tren y subte y colectivo, o se toman un taxi, o alquilan un remís. Angelito sirve cafés y medialunas, alguna gaseosa, agua, facturas, sánguches. Recibe, despide, oye y responde, siempre amable y eficaz. Así llega la noche y el hormigueo de personas comienza a cesar. De pronto, casi sin transiciones, el bullicio de gente se convierte en un silencio de soledad. El bar se vacía y es hora de cerrar.
    El tachero saluda al mozo y se va despacito; sube al taxi, apaga la banderita y arranca con parsimonia por la avenida desierta. Angelito termina de dar vuelta las sillas sobre las mesas, pasa el escobillón, deja el repasador bien doblado sobre el mostrador, suma las propinas, le dice un “taluego” al dueño y sale a la vereda. Camina diez o doce pasos y se mete en el primer portal que hay a la derecha. Sube una larga escalera sin descansos y llega al primer y último piso. Abre la puerta con su llave y entra a la piecita que él llama “mi casa”. Deja las pilchas en una silla que solo sirve para eso, junto a una mesita de luz donde aún pervive la foto de la mujer que se volvió a Santiago del Estero con los dos pibes (que ya no se deben de parecer en nada a esos infantes gorditos de la imagen). Pone el despertador a las seis de la mañana y se tira sobre el colchón hundido a descansar un poco, antes de que tenga que volver a bajar por la interminable escalera para ir a trabajar en el bar de al lado, donde lo esperan los mismos viajeros, los mismos pedidos y los mismos lamentos. Suspira un anhelo y se queda dormido.

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