Para Antonio L.
uno podía influir en los acontecimientos futuros con el pensamiento y la
palabra. Pero no se trataba de una influencia voluntaria, sino más bien
accidental, aunque guiada por reglas precisas: si uno deseaba algo intensamente
y expresaba ese deseo a viva voz, las fuerzas oscuras del destino se ocupaban
de que ocurriese exactamente lo contrario.
Un caso clásico
de este fenómeno era, según Antonio L., el fútbol. Si miraba un partido con sus
amigos, bastaba que dijese “¡qué bien vendría hacer un gol ahora!” para que su
equipo no solo errara sus ocasiones, sino que también recibiera un tanto en
contra.
Antonio estaba
firmemente convencido de que este tipo de coincidencias no eran obra de la
casualidad. Hombre de formación científica, comenzó a observar el fenómeno con
detenimiento. Mediante la formulación de hipótesis, pruebas empíricas y la suma
de casos, consiguió establecer algunas regularidades:
1)
en todos los casos observados, un deseo
expresado verbalmente ante testigos no se cumplía y, en la mayoría de los casos
(en torno al 90 por ciento), ocurría exactamente lo contrario a lo que el deseo
representaba;
2)
si el
deseo no se expresaba verbalmente (o se expresaba sin testigos alrededor),
existían posibilidades cercanas al 45 por ciento de que se cumpliese;
3)
cuanto
más se deseaba una cosa, mayor era la necesidad de expresar el deseo ante
testigos, en una relación directamente proporcional; a tal punto que, en
ocasiones (60 por ciento), la sensación de frustración producto de no expresar
el deseo era equivalente a la frustración de que no se cumpliera.
Así las cosas, y
ante los reiterados anhelos irrealizados, Antonio L. se propuso buscar caminos
alternativos para burlar estas constantes. Dado que ante deseos particularmente
intensos le era prácticamente imposible mantener la boca cerrada, decidió que
hablaría para decir exactamente lo contrario a lo que quería. De esta manera,
saciaba su incontinencia verbal con cierta ironía, pero no delataba sus ansias.
Veamos algunos ejemplos:
a)
si
quería que su equipo marcara un gol en determinada fase del partido, se
obligaba a decir: “Ahora no quiero que hagan goles, que se los guarden para más
tarde cuando los agarremos cansados”, o incluso “que empiecen ganando ellos,
que así disfrutamos más cuando se lo demos vuelta”;
b)
si le
gustaba una mujer y deseaba captar su atención, afirmaba ante los amigos: “Esa
no me interesa, no es mi tipo; mejor que me ignore; si me viene a hablar, salgo
corriendo”;
c)
si
esperaba algún regalo en especial para su cumpleaños o la navidad, solía
intentar con: “Cualquier cosa me da igual, como si no me regalan nada”.
Todas estar
artimañas fracasaron. Como si supiesen el fin último que tales frases
ocultaban, las oscuras fuerzas del destino continuaron operando en su contra,
aunque ahora (a los ojos de sus amigos y otros testigos ocasionales) los deseos
de Antonio L. parecían cumplirse.
El desdichado
intentó reformular su teoría con una hipótesis ad hoc: dado que la existencia de testigos era fundamental para que
las manos negras de la suerte tomaran conocimiento de sus intenciones, y dado que
sus amigos no acababan de creerse sus falsos deseos, era imperioso mejorar las
técnicas de engaño a fin de que sus afirmaciones fuesen tomadas como sinceras.
Así que Antonio
L. fue a clases de actuación, dicción y locución; a talleres de relajación y de
control mental; a terapias contra la ansiedad; y a cursos de marketing y
ventas. Con toda esta formación pretendía dominar sus emociones y construir un
personaje creíble de sí mismo, un otro-yo
que tuviese sus intereses opuestos y que fuese capaz de hacer creer a los
demás sus falsas intenciones.
Y lo consiguió.
Irreconocible para sus amigos, se hizo hincha del equipo rival; cortejó a las
mujeres que antes rechazaba e ignoró a sus grandes amores; se mudó de barrio y
cambió de costumbres; abandonó sus gustos musicales y los reemplazó por las
melodías que siempre había odiado; cambió de vestuario, de supermercado, de
mascota, de gestos, de peinado, de pasta de dientes y hasta de nombre.
Por eso mismo, no
podemos saber cómo terminó la historia. La transformación fue tan radical que nadie
sabe qué fue de Antonio L. Apenas se pueden ensayar posibles finales:
1)
quizás,
pese a todo, no consiguió burlar a las manos negras de la suerte, ya que se le
concedieron todos los deseos de su nueva identidad, condenándolo a vivir para
siempre en una felicidad fingida;
2)
o,
tal vez, metido en su nueva piel, acabó creyendo que sus falsos nuevos deseos
eran en realidad sus verdaderos deseos; en ese caso, es probable que las
fuerzas oscuras del destino hayan continuado frustrándolo, materializando ahora
sus viejos anhelos para desgracia del nuevo Antonio;
3)
o en
una de esas, convertido ya totalmente en otro, abandonó su deseo de querer
influir sobre el destino mediante la manipulación de unas constantes por él
descubiertas, y vivió el resto de sus días con las nuevas preocupaciones de su
otro-yo, con las alegrías y desdichas de cualquier mortal.
1 comentario:
¡¡Buenísimo!!!!!!
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