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5 de julio de 2012

Convictos: El poder del deseo


Para Antonio L. uno podía influir en los acontecimientos futuros con el pensamiento y la palabra. Pero no se trataba de una influencia voluntaria, sino más bien accidental, aunque guiada por reglas precisas: si uno deseaba algo intensamente y expresaba ese deseo a viva voz, las fuerzas oscuras del destino se ocupaban de que ocurriese exactamente lo contrario.
Un caso clásico de este fenómeno era, según Antonio L., el fútbol. Si miraba un partido con sus amigos, bastaba que dijese “¡qué bien vendría hacer un gol ahora!” para que su equipo no solo errara sus ocasiones, sino que también recibiera un tanto en contra.
Antonio estaba firmemente convencido de que este tipo de coincidencias no eran obra de la casualidad. Hombre de formación científica, comenzó a observar el fenómeno con detenimiento. Mediante la formulación de hipótesis, pruebas empíricas y la suma de casos, consiguió establecer algunas regularidades:
1)      en todos los casos observados, un deseo expresado verbalmente ante testigos no se cumplía y, en la mayoría de los casos (en torno al 90 por ciento), ocurría exactamente lo contrario a lo que el deseo representaba;
2)      si el deseo no se expresaba verbalmente (o se expresaba sin testigos alrededor), existían posibilidades cercanas al 45 por ciento de que se cumpliese;
3)      cuanto más se deseaba una cosa, mayor era la necesidad de expresar el deseo ante testigos, en una relación directamente proporcional; a tal punto que, en ocasiones (60 por ciento), la sensación de frustración producto de no expresar el deseo era equivalente a la frustración de que no se cumpliera.
Así las cosas, y ante los reiterados anhelos irrealizados, Antonio L. se propuso buscar caminos alternativos para burlar estas constantes. Dado que ante deseos particularmente intensos le era prácticamente imposible mantener la boca cerrada, decidió que hablaría para decir exactamente lo contrario a lo que quería. De esta manera, saciaba su incontinencia verbal con cierta ironía, pero no delataba sus ansias. Veamos algunos ejemplos:
a)      si quería que su equipo marcara un gol en determinada fase del partido, se obligaba a decir: “Ahora no quiero que hagan goles, que se los guarden para más tarde cuando los agarremos cansados”, o incluso “que empiecen ganando ellos, que así disfrutamos más cuando se lo demos vuelta”;
b)      si le gustaba una mujer y deseaba captar su atención, afirmaba ante los amigos: “Esa no me interesa, no es mi tipo; mejor que me ignore; si me viene a hablar, salgo corriendo”;
c)      si esperaba algún regalo en especial para su cumpleaños o la navidad, solía intentar con: “Cualquier cosa me da igual, como si no me regalan nada”.
Todas estar artimañas fracasaron. Como si supiesen el fin último que tales frases ocultaban, las oscuras fuerzas del destino continuaron operando en su contra, aunque ahora (a los ojos de sus amigos y otros testigos ocasionales) los deseos de Antonio L. parecían cumplirse.
El desdichado intentó reformular su teoría con una hipótesis ad hoc: dado que la existencia de testigos era fundamental para que las manos negras de la suerte tomaran conocimiento de sus intenciones, y dado que sus amigos no acababan de creerse sus falsos deseos, era imperioso mejorar las técnicas de engaño a fin de que sus afirmaciones fuesen tomadas como sinceras.
Así que Antonio L. fue a clases de actuación, dicción y locución; a talleres de relajación y de control mental; a terapias contra la ansiedad; y a cursos de marketing y ventas. Con toda esta formación pretendía dominar sus emociones y construir un personaje creíble de sí mismo, un otro-yo que tuviese sus intereses opuestos y que fuese capaz de hacer creer a los demás sus falsas intenciones.
Y lo consiguió. Irreconocible para sus amigos, se hizo hincha del equipo rival; cortejó a las mujeres que antes rechazaba e ignoró a sus grandes amores; se mudó de barrio y cambió de costumbres; abandonó sus gustos musicales y los reemplazó por las melodías que siempre había odiado; cambió de vestuario, de supermercado, de mascota, de gestos, de peinado, de pasta de dientes y hasta de nombre.
Por eso mismo, no podemos saber cómo terminó la historia. La transformación fue tan radical que nadie sabe qué fue de Antonio L. Apenas se pueden ensayar posibles finales:
1)      quizás, pese a todo, no consiguió burlar a las manos negras de la suerte, ya que se le concedieron todos los deseos de su nueva identidad, condenándolo a vivir para siempre en una felicidad fingida;
2)      o, tal vez, metido en su nueva piel, acabó creyendo que sus falsos nuevos deseos eran en realidad sus verdaderos deseos; en ese caso, es probable que las fuerzas oscuras del destino hayan continuado frustrándolo, materializando ahora sus viejos anhelos para desgracia del nuevo Antonio;
3)      o en una de esas, convertido ya totalmente en otro, abandonó su deseo de querer influir sobre el destino mediante la manipulación de unas constantes por él descubiertas, y vivió el resto de sus días con las nuevas preocupaciones de su otro-yo, con las alegrías y desdichas de cualquier mortal.

1 comentario:

Graciela dijo...

¡¡Buenísimo!!!!!!