Nosotros nunca vamos a emplear
los cargos públicos para enriquecernos personalmente. Porque el Pueblo así nos
lo pide. Porque es nuestro deber como responsables de la política. Y porque me
lo dijo un Enano de Jardín.
¡No, mentira! ¡Ja, ja, ja! ¿No
te lo habrás creído, no? Eso de que no nos vamos a enriquecer, digo. Mirá si no
vamos a aprovechar la oportunidad, que es para lo que estamos acá, al fin y al
cabo. Pero lo del Enano de Jardín es cierto. Sí, sí, muy cierto.
Iba yo hace unos años tan
tranquilo por la calle, en un barrio común y corriente adonde me habían llevado
no sé qué compromisos absurdos, cuando pasé delante de una casa con jardín al
frente. Sentí que alguien me chistaba. Al principio, para qué negarlo, imaginé
que un nuevo sobre se acercaba hacia mi hospitalario bolsillo interior del
abrigo; porque, debo aclarar, cuando me llaman por la calle de manera tan
discreta, solo puede significar una cosa. Si no es para asuntos de sobornos, la
gente me llama de otras maneras. Veamos unos ejemplos:
‒¡Rodolfo querido! ‒me gritan
los que quieren favores.
‒¡Señor Fulano! ‒se asombran
falsamente los alcahuetes.
‒Diputado Fulano… ‒reverencian
los timoratos.
‒¡Fulano y la concha de tu
madre, hijo de remil puta! ‒describe un votante descontento.
De modo que el “chist” suave y
reservado indica por lo habitual un negocio turbio, una trapisonda en la
sombra, coimas, vueltos, esas cosas.
Pero no. Me giré a uno y otro
lado, y no vi a nadie. Entonces chistó de nuevo: presté atención y ahí lo vi, con
las dos manitos agarradas a la reja de entrada.
‒¡Eh, vos! ‒susurró el Enano.
‒¿Yo? ‒dije con cara de
pelotudo.
‒Sí, vos. Venía acá.
La curiosidad fue más fuerte que
la prudencia, y me acerqué.
‒¿Qué… qué quiere? ‒le dije con
una sonrisa y la familiaridad que se emplea para hablar con niños, mascotas,
ancianos seniles o electores en campaña.
‒Te estamos vigilando ‒amenazó.
No sé cómo lo hacía, el Enano
vigilante, pero así de duro como era, sin mover los labios, no solo hablaba
sino que además tenía una expresión severa que daba miedo, igual que una muñeca
de porcelana o un payaso de juguete.
‒¿Quiénes? ¿Los servicios de
inteligencia? ¿La oposición? ‒quise saber, convencido de que no andaba muy
descaminado.
‒No, salame. Nosotros ‒me
contestó, con un tonito petulante de esos que se usan para decir algo obvio.
‒¿Nosotros quiénes? ‒interpelé
con justicia.
‒¡Nosotros, los buenos! ‒se
ofendió.
Debo reconocer que estaba medianamente
sorprendido. Empecé a buscar, con disimulo, una cámara oculta, un altavoz, un
micrófono… Pero no, no vi nada (y aseguro que en mi profesión uno adquiere un
sexto sentido para detectar estas cosas).
‒Ah… sí… los buenos. Esos buenos… ‒le seguí la corriente,
mientras intentaba ganar tiempo para pescar quién podía estar detrás del truco.
‒No te hagás el gil. Te tenemos
fichado y estamos por todas partes. Estatuas, gárgolas, bajorrelieves, adornos
de repisa…
‒¿Y qué es lo que quieren? ‒le
dije, sabiendo que toda amenaza es el inicio de una extorsión.
‒Que te dejés de robar ‒afirmó
contundente, como si hubiera estado esperando ese momento.
‒Bueeeno… Robar, robar, lo que se
dice robar… Yo no robé nunca ‒maticé.
‒Y que no te hagás más el
pelotudo, también ‒añadió irritado.
‒Escúcheme, señor… señor Enano.
Con el debido respeto que usted y su pétrea persona me merecen, y sin ánimo de ofenderlo
a usted ni al colectivo que representa, pero… ¿qué mierda les importa lo que yo
hago o dejo de hacer? ‒Ahora el irritado era yo.
‒Todo ‒exageró el Enano‒. Es
nuestro objetivo en la vida.
‒Explíquese.
‒¿Vos te creés que los adornos
estamos de adorno?
‒Y, sí, básicamente…
‒No, nada de eso. ¿Vos te creés
que alguien invertiría tiempo y dinero solo para que los perros puedan mearnos
al pasar, o para que una empleada doméstica sea despedida por romper una estatuilla china de valor
incalculable? No. Esas cosas son nuestra coartada.
‒Conozco la sensación de hacer como
que hago una cosa para poder hacer otra… ‒me sinceré sin querer.
‒Bueno, a nosotros nos crearon desde
el principio de los tiempos con el fin de vigilar y castigar ‒expuso con un
dejo foucaultiano.
‒¿Castigar? No se lo tome a mal,
pero ¿qué puede hacer un montón de monigotes inmóviles?
‒Si supieras, salame… Te voy a
contar una historia ‒y la voz sonaba como si estuviera introduciendo una
epopeya heroica.
‒No, mejor no, pare ahí. Tengo
así como compromisos, ¿vio?
‒No. Te quedás acá hasta que termine,
así sabés a lo que te estás enfrentando.
‒Está bien, si no queda más
remedio… Pero abrevie, eh.
‒¿Se acuerda de Napoleón?
‒¿El francés? Bueno, era corso,
para ser más exactos. Y aunque no lo conocí personalmente, me llegaron algunas
referencias suyas, sí.
‒Bueno, a ese lo hicimos cagar
nosotros. Y él lo supo ‒sentenció, como regodeándose de un triunfo muy logrado.
‒No me joda, señor Enano. Todos
sabemos que a Napoleón lo derrotaron en Waterloo y que no intervino ningún
ejército de… bueno, de lo que sean ustedes.
‒Sí, sí, pero… ¿Quién hizo
tareas de contrainteligencia, eh? ¿Quién le avisó a los rusos de los planes de
Bonaparte, eh? ¿Y quién le dijo a los prusianos dónde estaba Wellington para
que le fueran a dar una mano, eh?
‒Supongo que un enano de jardín.
‒Vos reíte, boludo, reíte. Pero
Napoleón palmó por culpa nuestra. No nos quiso escuchar y así le fue.
‒Ah, o sea que le avisaron
primero.
‒Claro, nosotros siempre
avisamos. Como te avisamos a vos ahora. A él se lo dijo primero un busto de
Julio César que había por ahí en París. Después, un par de gárgolas de Notre
Dame. Y más tarde unas miniaturas de plomo que tenía en su despacho. Pero nada.
Y cuando se dio cuenta de que íbamos en serio, ¿qué hizo el pelotudo?
‒No sé, ¿qué hizo? ‒El bolazo de
historieta que me estaba contando ya empezaba aburrir, pero el monigote parecía
entusiasmado.
‒¿Sabés que hizo, el tarado?
Mandó a que buscaran la estatua más grande que hubiera y ordenó que la hicieran
pedazos. De ahí que intentaran cañonear a la Esfinge de Giza en Egipto.
‒Eh… Perdóneme que se lo diga,
pero creo que eso es un mito. Yo no sé mucho de esto, pero tengo entendido que
un religioso musulmán fue quien, siglos antes, ordenó desfigurar a la Esfinge
para que no la idolatraran los fieles locales. Pero si usted insiste…
‒Nada, nada. Fue el retrasado de
Napoleón. Y ya ves, le salió todo para la mierda.
Tomé aire, lo miré fijo, volví a
buscar (sin éxito) la cámara oculta a un lado y a otro, y finalmente comprendí
que no había truco, que no había ningún ser humano detrás de esa voz
amenazante, que quien hablaba era efectivamente el Enano de Jardín. Entonces le
respondí con resignada franqueza:
‒No te creo nada.
‒¿Qué? ¿Estabas ahí, vos?
‒No, pero…
‒¡Pero nada!
‒Mire, señor Enano, de todos
modos yo no soy Napoleón. No sé si me entiende.
‒Ni yo soy la Esfinge, pero el
tema es el mismo: o cambiás o palmás.
En ese momento sentí la
obligación moral de adoptar medidas contundentes contra la coerción de esa
inutilidad invasora de los céspedes, embustera y falaz: así como estaba, me
aseguré de que nadie me viese y le metí una patada en el medio de la nariz que hizo
estallar al Enano en quince o veinte pedazos. Ya no habló más.
Sobra decir que ignoré sus
advertencias y que continué (con éxito) mi carrera exactamente en el punto
donde la había dejado. Si algo he aprendido en esta vida es que las fuerzas
fantásticas y sobrenaturales tienen nula influencia sobre el mundo real. Y que
no saben mucho de Historia.
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