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25 de julio de 2012

Irrealpolitik (Ellos III)


Nosotros nunca vamos a emplear los cargos públicos para enriquecernos personalmente. Porque el Pueblo así nos lo pide. Porque es nuestro deber como responsables de la política. Y porque me lo dijo un Enano de Jardín.

¡No, mentira! ¡Ja, ja, ja! ¿No te lo habrás creído, no? Eso de que no nos vamos a enriquecer, digo. Mirá si no vamos a aprovechar la oportunidad, que es para lo que estamos acá, al fin y al cabo. Pero lo del Enano de Jardín es cierto. Sí, sí, muy cierto.
Iba yo hace unos años tan tranquilo por la calle, en un barrio común y corriente adonde me habían llevado no sé qué compromisos absurdos, cuando pasé delante de una casa con jardín al frente. Sentí que alguien me chistaba. Al principio, para qué negarlo, imaginé que un nuevo sobre se acercaba hacia mi hospitalario bolsillo interior del abrigo; porque, debo aclarar, cuando me llaman por la calle de manera tan discreta, solo puede significar una cosa. Si no es para asuntos de sobornos, la gente me llama de otras maneras. Veamos unos ejemplos:
‒¡Rodolfo querido! ‒me gritan los que quieren favores.
‒¡Señor Fulano! ‒se asombran falsamente los alcahuetes.
‒Diputado Fulano… ‒reverencian los timoratos.
‒¡Fulano y la concha de tu madre, hijo de remil puta! ‒describe un votante descontento.

De modo que el “chist” suave y reservado indica por lo habitual un negocio turbio, una trapisonda en la sombra, coimas, vueltos, esas cosas.
Pero no. Me giré a uno y otro lado, y no vi a nadie. Entonces chistó de nuevo: presté atención y ahí lo vi, con las dos manitos agarradas a la reja de entrada.
‒¡Eh, vos! ‒susurró el Enano.
‒¿Yo? ‒dije con cara de pelotudo.
‒Sí, vos. Venía acá.

La curiosidad fue más fuerte que la prudencia, y me acerqué.
‒¿Qué… qué quiere? ‒le dije con una sonrisa y la familiaridad que se emplea para hablar con niños, mascotas, ancianos seniles o electores en campaña.
‒Te estamos vigilando ‒amenazó.

No sé cómo lo hacía, el Enano vigilante, pero así de duro como era, sin mover los labios, no solo hablaba sino que además tenía una expresión severa que daba miedo, igual que una muñeca de porcelana o un payaso de juguete.
‒¿Quiénes? ¿Los servicios de inteligencia? ¿La oposición? ‒quise saber, convencido de que no andaba muy descaminado.
‒No, salame. Nosotros ‒me contestó, con un tonito petulante de esos que se usan para decir algo obvio.
‒¿Nosotros quiénes? ‒interpelé con justicia.
‒¡Nosotros, los buenos! ‒se ofendió.

Debo reconocer que estaba medianamente sorprendido. Empecé a buscar, con disimulo, una cámara oculta, un altavoz, un micrófono… Pero no, no vi nada (y aseguro que en mi profesión uno adquiere un sexto sentido para detectar estas cosas).
‒Ah… sí… los buenos. Esos buenos… ‒le seguí la corriente, mientras intentaba ganar tiempo para pescar quién podía estar detrás del truco.
‒No te hagás el gil. Te tenemos fichado y estamos por todas partes. Estatuas, gárgolas, bajorrelieves, adornos de repisa…
‒¿Y qué es lo que quieren? ‒le dije, sabiendo que toda amenaza es el inicio de una extorsión.
‒Que te dejés de robar ‒afirmó contundente, como si hubiera estado esperando ese momento.
‒Bueeeno… Robar, robar, lo que se dice robar… Yo no robé nunca ‒maticé.
‒Y que no te hagás más el pelotudo, también ‒añadió irritado.
‒Escúcheme, señor… señor Enano. Con el debido respeto que usted y su pétrea persona me merecen, y sin ánimo de ofenderlo a usted ni al colectivo que representa, pero… ¿qué mierda les importa lo que yo hago o dejo de hacer? ‒Ahora el irritado era yo.
‒Todo ‒exageró el Enano‒. Es nuestro objetivo en la vida.
‒Explíquese.
‒¿Vos te creés que los adornos estamos de adorno?
‒Y, sí, básicamente…
‒No, nada de eso. ¿Vos te creés que alguien invertiría tiempo y dinero solo para que los perros puedan mearnos al pasar, o para que una empleada doméstica sea despedida  por romper una estatuilla china de valor incalculable? No. Esas cosas son nuestra coartada.
‒Conozco la sensación de hacer como que hago una cosa para poder hacer otra… ‒me sinceré sin querer.
‒Bueno, a nosotros nos crearon desde el principio de los tiempos con el fin de vigilar y castigar ‒expuso con un dejo foucaultiano.
‒¿Castigar? No se lo tome a mal, pero ¿qué puede hacer un montón de monigotes inmóviles?
‒Si supieras, salame… Te voy a contar una historia ‒y la voz sonaba como si estuviera introduciendo una epopeya heroica.
‒No, mejor no, pare ahí. Tengo así como compromisos, ¿vio?
‒No. Te quedás acá hasta que termine, así sabés a lo que te estás enfrentando.
‒Está bien, si no queda más remedio… Pero abrevie, eh.
‒¿Se acuerda de Napoleón?
‒¿El francés? Bueno, era corso, para ser más exactos. Y aunque no lo conocí personalmente, me llegaron algunas referencias suyas, sí.
‒Bueno, a ese lo hicimos cagar nosotros. Y él lo supo ‒sentenció, como regodeándose de un triunfo muy logrado.
‒No me joda, señor Enano. Todos sabemos que a Napoleón lo derrotaron en Waterloo y que no intervino ningún ejército de… bueno, de lo que sean ustedes.
‒Sí, sí, pero… ¿Quién hizo tareas de contrainteligencia, eh? ¿Quién le avisó a los rusos de los planes de Bonaparte, eh? ¿Y quién le dijo a los prusianos dónde estaba Wellington para que le fueran a dar una mano, eh?
‒Supongo que un enano de jardín.
‒Vos reíte, boludo, reíte. Pero Napoleón palmó por culpa nuestra. No nos quiso escuchar y así le fue.
‒Ah, o sea que le avisaron primero.
‒Claro, nosotros siempre avisamos. Como te avisamos a vos ahora. A él se lo dijo primero un busto de Julio César que había por ahí en París. Después, un par de gárgolas de Notre Dame. Y más tarde unas miniaturas de plomo que tenía en su despacho. Pero nada. Y cuando se dio cuenta de que íbamos en serio, ¿qué hizo el pelotudo?
‒No sé, ¿qué hizo? ‒El bolazo de historieta que me estaba contando ya empezaba aburrir, pero el monigote parecía entusiasmado.
‒¿Sabés que hizo, el tarado? Mandó a que buscaran la estatua más grande que hubiera y ordenó que la hicieran pedazos. De ahí que intentaran cañonear a la Esfinge de Giza en Egipto.
‒Eh… Perdóneme que se lo diga, pero creo que eso es un mito. Yo no sé mucho de esto, pero tengo entendido que un religioso musulmán fue quien, siglos antes, ordenó desfigurar a la Esfinge para que no la idolatraran los fieles locales. Pero si usted insiste…
‒Nada, nada. Fue el retrasado de Napoleón. Y ya ves, le salió todo para la mierda.

Tomé aire, lo miré fijo, volví a buscar (sin éxito) la cámara oculta a un lado y a otro, y finalmente comprendí que no había truco, que no había ningún ser humano detrás de esa voz amenazante, que quien hablaba era efectivamente el Enano de Jardín. Entonces le respondí con resignada franqueza:
‒No te creo nada.
‒¿Qué? ¿Estabas ahí, vos?
‒No, pero…
‒¡Pero nada!
‒Mire, señor Enano, de todos modos yo no soy Napoleón. No sé si me entiende.
‒Ni yo soy la Esfinge, pero el tema es el mismo: o cambiás o palmás.

En ese momento sentí la obligación moral de adoptar medidas contundentes contra la coerción de esa inutilidad invasora de los céspedes, embustera y falaz: así como estaba, me aseguré de que nadie me viese y le metí una patada en el medio de la nariz que hizo estallar al Enano en quince o veinte pedazos. Ya no habló más.

Sobra decir que ignoré sus advertencias y que continué (con éxito) mi carrera exactamente en el punto donde la había dejado. Si algo he aprendido en esta vida es que las fuerzas fantásticas y sobrenaturales tienen nula influencia sobre el mundo real. Y que no saben mucho de Historia.

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