© Todos los derechos reservados.

16 de julio de 2012

Convictos: La llave


Despertó en la cama de un hospital. Sabía que era un hospital, y que era una cama, y que la mujer que lo examinaba era médico y que la que le cambiaba los vendajes era enfermera. Pero no sabía quién era él.
Le hablaban y entendía. Pero no podía decir palabra. Nada se lo impedía, excepto la falta de respuestas.
¿Sabe cómo se llama?
Meneaba la cabeza.
¿Dónde vive?
Encogía los hombros.
¿Está casado, tiene familia?
No lo sé, dijo por fin.
La doctora se miró con la enfermera y se fueron. Al poco tiempo apareció otro doctor, y luego otro, y más tarde eran seis o siete hombres y mujeres con bata, estetoscopios, mirada seria y conversaciones en voz alta con él como testigo inerte. Los médicos hablaban de el paciente como si no estuviese delante.
Al cabo de algunos días, y pruebas, y test, y psicólogos y psiquiatras, determinaron que el accidente le había provocado una pérdida de memoria.

¿Qué accidente? ¿Qué pasó?
Una enfermera creyó poder reconstruir los acontecimientos. Él iba por la avenida transitada en hora pico. Entonces, de golpe, se asomó a la calle y se agachó para buscar algo que caía en la alcantarilla. Una llave, casi seguro. Al menos es lo único que encontraron encerrado en su puño cuando lo registraron en el hospital. Ni cartera, ni documentos ni nada. Solo una llave aferrada como si fuera la última cosa en el mundo.
Tal vez alguien le robó sus pertenencias aprovechando la ocasión. Seguro que lo dieron por muerto cuando el taxi maniobró de golpe para acercarse al cordón y le asestó un golpe terrible en el cráneo, agachado como estaba él, afanándose por que la llave no se fuera hacia alguna rejilla. Y si estaba muerto, ¿para qué iba a necesitar el dinero y el DNI y esas cosas?

Pusieron su foto en los diarios y en la televisión, pero nadie se acercó a preguntar por él. Nadie lo conocía. Él era nadie.
Cuando sus heridas se recuperaron le dieron el alta. Tutelado por otros médicos, haciendo ejercicios para recobrar la memoria, le recomendaron que intentara rehacer su vida; no podían asegurarle que alguna vez consiguiera recordar, así que le dijeron que lo mejor era generar nuevos recuerdos. Pero a él le obsesionaba la idea de recuperar su historia, su infancia, sus años felices y sus desgracias pasadas, sus amores y desamores, y todas esas experiencias que nos marcan y nos hacen ser quienes somos.

Lo único que lo unía a su pasado era la llave. Cuando lograra encontrar lo que esa llave abría, pensó, los recuerdos volverían a su cabeza como si hubiesen estado aguardándolo detrás de una puerta, o dentro de una arcón.


Transcurrieron meses y la terapia no funcionaba. Perdió la paciencia. Abandonó a los doctores y los hospitales y los manicomios, y se embarcó en la búsqueda de la cerradura que ocultaba sus respuestas.
Deambuló durante años sin rumbo preciso por toda la ciudad. De vez en cuando se detenía en algún lugar que le parecía familiar; entonces buscaba cualquier abertura donde probar suerte con la llave: un candado en un alambrado; un medidor de luz o gas; la puerta o el baúl de un auto viejo; una taquilla en un gimnasio; una consigna en una estación; un apartado de correos; una caja de seguridad de un banco. Fracasaba en cada intento, pero estaba convencido de que era la única manera de encontrar lo que buscaba.

Una tarde de otoño, sus pasos lo llevaron de nuevo a la misma avenida, a la misma esquina, a la misma boca de tormenta en donde, dicen, lo vieron inclinarse desesperadamente para atrapar la llave en caída libre. Vio manchas oscuras en el asfalto y se le ocurrió pensar que, a pesar del tiempo, eran su sangre sobre el suelo. Después miró a su alrededor, y vio la puerta de un edificio. La llave no abría el portón principal, pero consiguió que un vecino indolente lo dejara entrar. Lo intentó en cada departamento, en los garajes, en las bauleras, en el depósito de agua, en la caldera, en el almacén del portero, en una armario que había bajo una escalera, en la salida a la terraza… Pero en la última puerta del último piso, la llave se trabó. Intentó girarla para un lado, luego para el otro, tirar, empujar y tirar de nuevo, pero la llave no cedía. Hasta que, en uno de esos forcejeos, el metal no resistió y se quebró.
Con media llave en la mano y un anciano gritando desde el otro lado que se fuera o llamaba a la policía, abandonó el edificio y se perdió entre la muchedumbre.

Algunos dicen que volvió al psiquiatra, que se internó de por vida y que todas las noches, hasta el final de sus días, soñó pesadillas en las que por fin encontraba la cerradura que encajaba con su llave, con finales distintos en cada ocasión: a veces, tras la puerta había una vida horrible, llena de penurias y desgracias; otras veces, un baúl lo conducía hacia un mundo feliz que añoraba con tristeza al despertar; y a veces solo había un enorme vacío negro, la nada más absoluta.
Otros creen que decidió sumar un olvido más a su desmemoria y que se deshizo de los restos de la llave en aquella misma alcantarilla, como gesto simbólico para empezar de cero. Aceptó su nuevo nombre, su nueva realidad y se abandonó a la inercia de los nuevos días.
Hay quien piensa, en cambio, que esa misma tarde se fue hasta el río y que se arrojó desde un puente, perdida toda esperanza de recuperar los recuerdos extraviados.

En cualquier caso, murió sin saber que la llave que había estado en su mano no era suya. La atrapó al vuelo cuando vio cómo se le escapaba a una señora desconocida que caminaba delante de él y que, distraída, no vio como caía al suelo cuando sacudía su abrigo para acomodarlo debajo del otro brazo. Tampoco supo que esa llave abría un altillo lleno de porquerías que ya nadie sabía que existían ni por qué seguían almacenándose ahí, juntando polvo y telarañas.

No hay comentarios.: