Despertó en la
cama de un hospital. Sabía que era un hospital, y que era una cama, y que la
mujer que lo examinaba era médico y que la que le cambiaba los vendajes era
enfermera. Pero no sabía quién era él.
Le hablaban y
entendía. Pero no podía decir palabra. Nada se lo impedía, excepto la falta de
respuestas.
¿Sabe cómo se
llama?
Meneaba la
cabeza.
¿Dónde vive?
Encogía los
hombros.
¿Está casado,
tiene familia?
No lo sé, dijo
por fin.
La doctora se
miró con la enfermera y se fueron. Al poco tiempo apareció otro doctor, y luego
otro, y más tarde eran seis o siete hombres y mujeres con bata, estetoscopios,
mirada seria y conversaciones en voz alta con él como testigo inerte. Los
médicos hablaban de el paciente como
si no estuviese delante.
Al cabo de
algunos días, y pruebas, y test, y psicólogos y psiquiatras, determinaron que
el accidente le había provocado una pérdida de memoria.
¿Qué accidente?
¿Qué pasó?
Una enfermera
creyó poder reconstruir los acontecimientos. Él iba por la avenida transitada en
hora pico. Entonces, de golpe, se asomó a la calle y se agachó para buscar algo
que caía en la alcantarilla. Una llave, casi seguro. Al menos es lo único que
encontraron encerrado en su puño cuando lo registraron en el hospital. Ni
cartera, ni documentos ni nada. Solo una llave aferrada como si fuera la última
cosa en el mundo.
Tal vez alguien le
robó sus pertenencias aprovechando la ocasión. Seguro que lo dieron por muerto
cuando el taxi maniobró de golpe para acercarse al cordón y le asestó un golpe
terrible en el cráneo, agachado como estaba él, afanándose por que la llave no
se fuera hacia alguna rejilla. Y si estaba muerto, ¿para qué iba a necesitar el
dinero y el DNI y esas cosas?
Pusieron su foto
en los diarios y en la televisión, pero nadie se acercó a preguntar por él.
Nadie lo conocía. Él era nadie.
Cuando sus
heridas se recuperaron le dieron el alta. Tutelado por otros médicos, haciendo
ejercicios para recobrar la memoria, le recomendaron que intentara rehacer su
vida; no podían asegurarle que alguna vez consiguiera recordar, así que le
dijeron que lo mejor era generar nuevos recuerdos. Pero a él le obsesionaba la
idea de recuperar su historia, su infancia, sus años felices y sus desgracias
pasadas, sus amores y desamores, y todas esas experiencias que nos marcan y nos
hacen ser quienes somos.
Lo único que lo
unía a su pasado era la llave. Cuando lograra encontrar lo que esa llave abría,
pensó, los recuerdos volverían a su cabeza como si hubiesen estado aguardándolo
detrás de una puerta, o dentro de una arcón.
Transcurrieron
meses y la terapia no funcionaba. Perdió la paciencia. Abandonó a los doctores
y los hospitales y los manicomios, y se embarcó en la búsqueda de la cerradura
que ocultaba sus respuestas.
Deambuló durante
años sin rumbo preciso por toda la ciudad. De vez en cuando se detenía en algún
lugar que le parecía familiar; entonces buscaba cualquier abertura donde probar
suerte con la llave: un candado en un alambrado; un medidor de luz o gas; la
puerta o el baúl de un auto viejo; una taquilla en un gimnasio; una consigna en
una estación; un apartado de correos; una caja de seguridad de un banco.
Fracasaba en cada intento, pero estaba convencido de que era la única manera de
encontrar lo que buscaba.
Una tarde de
otoño, sus pasos lo llevaron de nuevo a la misma avenida, a la misma esquina, a
la misma boca de tormenta en donde, dicen, lo vieron inclinarse
desesperadamente para atrapar la llave en caída libre. Vio manchas oscuras en
el asfalto y se le ocurrió pensar que, a pesar del tiempo, eran su sangre sobre
el suelo. Después miró a su alrededor, y vio la puerta de un edificio. La llave
no abría el portón principal, pero consiguió que un vecino indolente lo dejara
entrar. Lo intentó en cada departamento, en los garajes, en las bauleras, en el
depósito de agua, en la caldera, en el almacén del portero, en una armario que
había bajo una escalera, en la salida a la terraza… Pero en la última puerta
del último piso, la llave se trabó. Intentó girarla para un lado, luego para el
otro, tirar, empujar y tirar de nuevo, pero la llave no cedía. Hasta que, en
uno de esos forcejeos, el metal no resistió y se quebró.
Con media llave
en la mano y un anciano gritando desde el otro lado que se fuera o llamaba a la
policía, abandonó el edificio y se perdió entre la muchedumbre.
Algunos dicen que
volvió al psiquiatra, que se internó de por vida y que todas las noches, hasta
el final de sus días, soñó pesadillas en las que por fin encontraba la
cerradura que encajaba con su llave, con finales distintos en cada ocasión: a
veces, tras la puerta había una vida horrible, llena de penurias y desgracias;
otras veces, un baúl lo conducía hacia un mundo feliz que añoraba con tristeza
al despertar; y a veces solo había un enorme vacío negro, la nada más absoluta.
Otros creen que decidió sumar un olvido más
a su desmemoria y que se deshizo de los restos de la llave en aquella misma
alcantarilla, como gesto simbólico para empezar de cero. Aceptó su nuevo
nombre, su nueva realidad y se abandonó a la inercia de los nuevos días.
Hay quien piensa,
en cambio, que esa misma tarde se fue hasta el río y que se arrojó desde un
puente, perdida toda esperanza de recuperar los recuerdos extraviados.
En cualquier
caso, murió sin saber que la llave que había estado en su mano no era suya. La
atrapó al vuelo cuando vio cómo se le escapaba a una señora desconocida que
caminaba delante de él y que, distraída, no vio como caía al suelo cuando
sacudía su abrigo para acomodarlo debajo del otro brazo. Tampoco supo que esa
llave abría un altillo lleno de porquerías que ya nadie sabía que existían ni
por qué seguían almacenándose ahí, juntando polvo y telarañas.
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