Christian R.
creía positivamente en que su barba crecía a razón de uno o dos centímetros
durante las ocho horas de sueño, y menos de de medio milímetro durante toda la
vigilia. De este modo, cuando dormía demasiado su rostro se poblaba rápidamente
y, en cambio, cuando pasaba mucho tiempo despierto tardaba días en que el vello
facial alcanzara la categoría de barba.
Según el propio
Christian R., solía acostarse con la piel suave, sedosa, hidratada, y se
despertaba como un cardo, cubierto de puntiagudas agujas renegridas que
ocultaban las líneas de sus facciones.
Sobra decir que
Christian R. era un hombre muy coqueto y vanidoso. Pero aunque le gustaba verse
lampiño, odiaba afeitarse. Así que dedicó sus esfuerzos a encontrar el modo de
eliminar la barba de algún modo definitivo.
Acudió primero a
sus amigos en busca de consejo, y ellos le dijeron algo que probablemente fuera
cierto pero que Christian R. se negaba a reconocer: su barba crecía al mismo
ritmo que la de todos, y si había alguna diferencia de longitud entre los
períodos de actividad y los de reposo no podía ser tan enorme.
Como sus amigos,
en lugar de solucionar el problema, lo negaban en redondo, decidió buscar
respuestas entre los profesionales: para eliminar cualquier duda al respecto,
en primer lugar contrató una consultoría que auditara y certificara el desfase
de crecimiento entre día y noche; los consultores, como siempre, se encargaron
de decir lo que su cliente quería escuchar.
A continuación,
acudió a clínicas de estética y centros capilares: las primeras le ofrecieron
tratamientos radicales, como la depilación láser, aunque el riesgo de que un
error en el tratamiento o que algún efecto secundario deformara su rostro hizo
desistir a Christian R.; los segundos, por su parte, no solo eran incapaces de
ofrecer una solución, sino que además le propusieron que se dejara analizar por
el staff científico para determinar si su raro caso podía aportar alguna ayuda
en la lucha contra la alopecia.
Christian R.,
desconsolado, huyó de todo el mundo y se aisló en una cabaña perdida en el
monte, a maquinar cómo conseguir que el universo pudiera disfrutar de su
belleza sin que él tuviese que enfrentarse cada mañana a la tortura de la
cuchilla de afeitar.
Y así, tras una
noche de insomnio en la que no paró de escribir, tachar y arrancar hojas de un
cuaderno con planes descabellados, creyó dar con una idea que, si bien no
arreglaba el asunto de forma tajante, al menos sí establecía un razonable
compromiso: debía dejar de dormir. Calculaba que, así, tendría que afeitarse
una vez cada dos o tres meses.
Lo puso en
práctica esa misma noche: se afeitó cuidadosamente una vez más y se preparó
para días y días de piel impoluta. Sin embargo, algo fallaba en su plan y la
barba continuaba creciendo a su ritmo habitual. Lejos de reconocer los hechos,
Christian R. sospechó que se quedaba dormido sin darse cuenta; decidió entonces
apuntar las horas de inicio y final de cualquier actividad, para detectar el
momento y la duración total de sus fatídicos y pilosos desvanecimientos.
Alimentado a base de cafeína y otras drogas que le impedían caer en el sueño,
su mente trajo las fantasías oníricas ante sus ojos en forma de alucinaciones.
Una hermosa mujer
entró flotando en su habitación, envuelta en vapores de tul y de seda; se
acercó a él con caricias divinas, disfrutando con el tacto de su tez limpia;
pero en cada caricia, Christian R. iba notando cómo su rostro se volvía áspero,
hasta que se dio cuenta de que la hermosa mujer era una bruja o una sirena, y
que sus diabólicas manos daban vida a una barba enorme que crecía sin parar y
se trenzaba y se prolongaba más allá de lo imaginable, arrastrándose por el
suelo y enredándose entre sus piernas sin dejarlo avanzar.
Lo encontraron
unos exploradores. Algunos dicen que se ahorcó con su propia barba. Otros, que
se ahogó con una bola de pelos. La mayoría cree que murió de cansancio.
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