Se sentó a escribir algo. Empezó con lo primero que se le
vino a la cabeza: una situación cotidiana o banal, sus sentimientos presentes,
la descripción simple de un acontecimiento insignificante. Pero en cuanto vio
el párrafo inicial plasmado sobre el papel (tan igual a otros anteriores), decidió
eliminarlo y probar de nuevo.
* * *
Algunos lo llaman ‘el síndrome de la hoja en blanco’. Es ese
terror que invade al escritor (o al creador, en general) cuando se enfrenta a la
necesidad de dar forma a algo nuevo y nada surge de su mente. También es el
argumento que ha inspirado muchos relatos, tan frustrantes como la frustración
de su protagonista (y de su autor).
* * *
Tenía en el suelo, en torno al cesto, una alfombra de
papeles arrugados, algunos apenas doblados, otros hechos un bollo, compactados
con ira o desesperación, o empujados a la caída con desgano o cansancio.
Papeles con dos, tres o cuatro líneas de palabras destinadas a morir en un
malgasto ecológicamente insostenible. Palabras que describían una situación
estática, sin movimiento, aunque fuesen señal de un movimiento anterior. Una
escena tan aburrida e inerte que congelaba cualquier posibilidad de acción que derivara en un relato.
* * *
Lo intentaba una y otra vez. Arrancaba con algo conciso y
concreto. Y luego se animaba. Cuando parecía que por fin iba a encadenar cinco
o seis frases con sentido, volvía sobre sus pasos y descubría que no le
gustaban, que había algo ahí que no estaba funcionando. No sabía qué ni por
qué, pero su instinto nunca lo traicionaba. Así que abandonaba a mitad de la última
frase, resignado a que aquello no iba a proesperar, a que ese texto ya no tenía arreglo,
como si
* * *
A veces creía haber encontrado el camino directo. Frases
sin adornos ni circunloquios rodeos ni palabras de más. Al grano.
Una base sólida, aunque no ideal perfecta, sobre la que ir construyendo
edificando, no sin enmiendas y remiendos parches, un texto con
posibilidades de progresar. Por fin creía que estaba por nacer el Pero
entonces volvía el bloqueo.
* * *
Recogió los pedazos de papel como quien junta los fragmentos
de un jarrón quebrado. Los puso sobre la mesa y los ordenó aleatoriamente, como
quien espera que el rompecabezas se arme solo ante sus ojos. Pero no dejaban de
ser trozos sin sentido, inacabados, parte de algo que no estaba ahí. Como si las
piezas pertenecieran a conjuntos distintos, como si cada una fuera la clave de
un arco diferente. Hasta que comprendió que ahí había una historia: la historia
de un fracaso.
* * *
Abandonó la búsqueda y se dio por vencido. Pero no abandonó
la búsqueda ni se dio por vencido.
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