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10 de noviembre de 2010

A dos bandas


Sincronizados, originalmente cargada por Lewenhaupt.

Carlos buscaba el golpe definitivo. Llevaba jugando (y perdiendo) al billar demasiado tiempo, y ya era hora de empezar a ganar. “Tranquilo, todo llega”, le decían los otros. Pero a Carlos se le acababa la paciencia.
    Fue el viejo del bar de Boedo quien le dijo que había un lugar, en Avenida de Mayo, donde se juntaban los que sabían de verdad. Ahí se hacían cosas realmente importantes; o al menos eso se decía. Le recomendó que fuera, que mirara y que intentara descubrir el secreto. Si tenía suerte, alguno se lo iba a explicar.
    Carlos fue y pasó ahí noches enteras. Pero no percibía nada fuera de lo común, nada que él no hiciera ya. Los jugadores acertaban poco y se equivocaban tanto como él, o incluso más. Todos parecían sumidos en la misma mediocridad de los ambientes que Carlos frecuentaba. ¿Dónde estaban esos que sabían la verdad, el gran secreto del billar?
    A punto de perder las esperanzas, una noche los vio. Al fondo, dos tipos, cada uno en su mesa. Parecían estar en sus propios asuntos cuando, de pronto, empezaron a moverse en sincronía, como si uno imitara los movimientos del otro en tiempo real. Calcados como reflejos en un espejo, ambos tomaron sus tacos, se inclinaron sobre la superficie de paño, midieron y golpearon la bola con idéntica ceremonia. Las esferas describieron iguales trayectorias en los rectángulos, golpearon dos bandas y remataron la jugada; cuando dejaron de rodar, quedó dibujada la misma constelación de bolas sobre ambos tapetes verdes. Y los dos jugadores contemplaban el diseño con uniforme postura: el taco vertical, aferrado por la mano izquierda un poco más arriba que la derecha, los hombros relajados y la cabeza ligeramente inclinada hacia delante.
    “Ése es el golpe”, pensó Carlos, “tiene que ser el golpe”. Se encaminó hacia los jugadores. “Tengo que pedirles que lo repitan”, se dijo, “tengo que convencerlos de que lo vuelvan a hacer”. Pero antes de que llegara a ellos, el hechizo se esfumó. Cada jugador cambió de posición y habló con sus otros contrincantes de manera disímil, en una aberrante asimetría que parecía destruir la armonía del Cosmos.
    Carlos, no obstante, avanzó hacia las mesas del final. Se plantó entre ambas, aun maravillado por la perfecta consonancia de las esferas, y dijo a los jugadores:
    –Tienen que enseñarme ese golpe.
    Los dos extraños se miraron y luego a Carlos.
    –Ni idea, pibe. Yo es la primera vez que juego –le dijo uno.
    –Yo llevo años –dijo el otro–, pero este golpe no tiene nada de especial. De hecho, es bastante malo.
    –No puede ser –insistió Carlos–. Acaban de hacer los dos exactamente el mismo golpe. No puede ser casualidad.
    Los jugadores volvieron a mirarse entre sí con expresión entre incrédula e indiferente, y decidieron ignorar a Carlos, que permaneció unos segundos inmóvil, esperando una respuesta que no llegaría. 
    El juego siguió, las bolas continuaron rodando y sobre los paños se perfilaron esquemas cada vez más desiguales. Se sucedieron las pifias, los errores y las victorias del menos malo. Carlos se resignó, suspiró amargamente y se fue para no volver.
    Apenas cruzó la puerta hacia la calle, en todas las mesas de billar se lanzó la misma jugada: las esferas giraron, golpearon las bandas y chocaron con idéntico ímpetu, a idéntica velocidad, con idéntico ritmo; y los jugadores sonrieron con la misma sonrisa e idéntica satisfacción. 
    Y entonces, en algún lugar del Universo, nació una estrella.

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