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24 de diciembre de 2014
Erotismo onírico-profesional
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30 de agosto de 2014
De mal en pior
Cuando Cacho llegó al bar, Mandrake miraba con desconfianza (recelo,
incluso) a Julito, que estaba contento; mientras, el Rober mostraba un gesto
que iba de la fascinación a la incredulidad. Pero Cacho no saludó, ni preguntó
qué tal, ni se interesó por sus amigos: se dejó caer en la silla, como quien
realiza una declaración solemne con el trasero, o como el que busca llamar la
atención con estridente disimulo.
‒A este no hay quién lo entienda ‒bufó Mandrake para el
Rober, o para todos, o para nadie, mientras sacudía la mano en dirección a
Julito.
‒¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Vas a agarrar un martillo y
empezar a romper celulares? ‒desafió el Rober.
‒No, che, tampoco es para tanto. El celu se me rompió solo.
Y yo no voy a obligar a los demás a pasar por la que yo pasé ‒se atajó Julito,
con una sonrisa imperecedera.
Cacho resopló en su sitio, mirando para otro lado.
‒A ver, no entiendo un carajo ‒vociferó Mandrake‒, ¿vos no
sos… o eras… un fanático de los telefonitos de mierda esos, eh?
‒Sí, de hecho lo soy ‒confundió Julito.
‒¿Y entonces porqué tenés esa cara de feliz cumpleaños?
‒preguntó Mandrake, casi como una queja‒ Vos tenés que estar triste, hecho
bolsa, bajoneado… Como sigas sonriendo, te borro los dientes de una trompada.
23 de agosto de 2014
El secreto del secreto
‒Nunca, pero nunca de los nuncas, tenés que fiarte de (o hacerle caso a) una persona que esconde secretos.
‒¿Por qué?
‒No te lo puedo decir. Es un secreto.
‒¿Por qué?
‒No te lo puedo decir. Es un secreto.
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1 de junio de 2014
Mundialito
A mí, la
verdad, las ONG me chupan un huevo. No sé si me explico, viste. Pero el fútbol
es el fútbol, y cuando Matías me llamó para jugar al fútbol, yo fui enseguida,
loco.
Una ONG de
esas que ayudan a los inmigrantes (a los negros, vamos a decirlo: porque a
nosotros no nos dan ni pelota; ni hace falta, nosotros nos las rebuscamos
solos, viste; pero los negros de patera, sabés, esos sí necesitan una mano,
porque a veces ni hablan el idioma, entendés, y entonces están las ONG como
estas para decirle tres boludeces y darle un paquete de cuscús), una de esas,
te decía, organizó un mundialito de fútbol. La joda era que se juntaran
españoles e inmigrantes, que se armaran equipos por países y jugar un torneo.
Una boludez con la excusa del Mundial de verdad y de la integración y no sé qué
forradas más, pero fútbol al fin.
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31 de mayo de 2014
Plagiando a Cortázar
“Usted está plagiando a Cortázar”, me dijo mientras dejaba el manuscrito sobre la mesa entre asqueado y ofuscado. Muy serio lo dijo, hablando como si me acusara de un crimen horrendo: un parricidio, robar un caramelo a un niño. “¿Y qué pasa si Cortázar me plagió a mí?”, retruqué más serio aún, con el tono chillón e indignado que pongo ante imputaciones injustas y otras ofensas. “Pero escúcheme, insensato: Julio Cortázar se murió mucho antes de que usted aprendiera a escribir, ¿cómo se le ocurre que él podría haberlo copiado a usted?”, censuró con acento grave, aplastado por el peso de la ciencia, de la historia y de la verdad. “No sé, quizás viajó en el tiempo, nunca se sabe. O tuvo visiones en sueños donde yo escribía y él veía lo que yo había escrito y luego, al despertar, transcribió aquello que había visto. O quizás Cortázar nunca existió y es solo una creación mía, tan perfecta, tan autónoma, que hasta parece real”, lo confundí sin más argumentos que la duda.
“¿Habla usted en serio?”, preguntó tras una pausa de meditación e incredulidad. “No, no realmente”, suspiré resignado. “Yo, en realidad, siempre quise plagiar a Borges”.
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24 de mayo de 2014
El bus más aburrido del mundo
Cuando voy en el autobús veo siempre lo mismo. Es
inevitable. Para intentar ser útil, el autobús está obligado a recorrer
cíclicamente los mismos lugares en el mismo horario. Y yo (quizás por idénticas
razones) estoy condenado a viajar todos los días en el mismo autobús a la misma
hora.
Y como yo, otros tantos. Ya nos conocemos de vernos siempre
en el mismo coche, con similares destinos. No sabemos quiénes somos, ni cómo
nos llamamos, ni adónde vamos una vez descendemos del vehículo. Pero nos
conocemos. Cuando uno va justo de tiempo, por ejemplo, es un alivio llegar a la
parada y encontrarse esperando a la gente con la que uno viaja día a día; no
por el placer de su compañía, sino porque actúan como una señal reconfortante
de que, pese a nuestro retraso, el autobús todavía no pasó por ahí.
Como somos casi siempre más o menos los mismos, tendemos a
sentarnos o pararnos en los mismos lugares, nuestros
lugares; aunque a veces perdemos la propiedad tácita ante la acción invasora
del pasajero ocasional quien, distraído y ajeno al reparto territorial de los
habituales, se posa con osada inocencia en tal o cual asiento, tal o cual
ventanilla. Afortunadamente la expropiación no es eterna; de hecho, no suele
durar más de un día, una vez por mes[1].
De modo que en cada viaje siempre veo lo mismo desde el
mismo lugar: la misma gente y los mismos paisajes se repiten día tras día. Las
pequeñas variaciones son las que hacen de la reiteración algo llevadero.
Primero están los cambios estacionales: menos luz en invierno, más luz en
verano; flores en primavera, hojas amarillas en otoño; abrigos y paraguas,
escotes y minifaldas, colores apagados y vivos. Luego, los cambios puntuales:
alguien que engorda o adelgaza; un negocio que cierra, otro que abre; un corte
de pelo extraño; un árbol talado; macetas nuevas en un balcón; un bebé; un
anciano que ya no nos acompaña.
Hace unos meses ocurrió uno de estos cambios, imperceptibles
para el ocasional, pero notables para el asiduo. No es que fuera una
transformación catastrófica, ni siquiera importante, pero entiéndase en su
contexto: cuando uno realiza la misma rutina cada veinticuatro horas, un cambio
así resulta, cuanto menos, llamativo.
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Literatura infantil
Tengo un amigo invisible.
Mi amigo invisible juega conmigo.
Cuando juego con otros niños, mi amigo invisible ayuda a
esconderme.
Mi amigo invisible hace las tareas conmigo. Mi amigo
invisible vive en la calculadora que hace las cuentas y es la voz que lee mis
libros de texto.
Cuando me siento sola, mi amigo invisible me hace compañía.
Y cuando estoy con mucha gente pero no me hacen caso, mi
amigo invisible charla conmigo.
Mi amigo invisible es muy divertido.
Mi amigo invisible es mi mejor amigo.
Mi amigo invisible me visita también de noche.
Cuando las luces se apagan y todos duermen, mi amigo
invisible me susurra al oído: “Mátalos a todos”.
¡Qué gracioso, mi amigo invisible! Sabe que no puedo
levantarme porque duermo atada con correas.
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17 de mayo de 2014
Veinte
Cuando se acerca el Mundial, una final de Libertadores o de Champions League, la última jornada del campeonato local o cualquier otro gran evento futbolístico, no faltan los detractores que salen a menospreciar el interés general que se palpa en el aire por el Deporte Rey, y lo vituperan reduciéndolo a la nadería más bobalicona que se les ocurre.
Pero quien dice que el fútbol son “veintidós boludos corriendo atrás de una pelota” no entiende nada, no sabe nada. La mera enunciación de la frase refleja un desconocimiento profundo sobre el balompié, su dinámica, sus actores, su lógica. Ninguno de estos superados contraculturales repara, por ejemplo, en la figura del arquero.
Los arqueros, uno por equipo, son tipos que no quieren saber nada con el balón, que respiran tranquilos cuando lo ven lejos y que sufren cuando se les viene encima. Al contrario que la mayoría de sus compañeros detestan su presencia, no sienten la necesidad de controlarlo, amasarlo, doblegarlo, obligarlo a hacer piruetas en el aire y conminarlo a una trayectoria curva, perfecta, hacia el ángulo recto de palo y travesaño. Todo lo opuesto: apenas toman la pelota, los arqueros la revolean lejos, con un pelotazo casi despectivo a la mitad de la cancha, como una amenaza (“no vuelvas por acá, no sos bienvenida”); y si sus coequipers se empeñan en pasársela para jugar corto, los arqueros sufren con los pies como un equilibrista sin red en la cuerda floja.
Los guardametas odian a la pelota. Le dan puñetazos, la tiran afuera del terreno de juego, la aplastan con su cuerpo contra el suelo, la alejan de sí todo el tiempo. Incluso la escupen, indirectamente, cada vez que empapan sus guantes de saliva antes de sujetarla. Y la insultan en susurros cada vez que tienen que ir a buscarla al fondo del arco, mientras ella parece sonreírles cómoda y burlona entreverada en la red.
Por eso, cuando alguien dice que el fútbol son veintidós boludos corriendo atrás de una pelota, no entiende nada. Son veinte, nada más.
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17 de enero de 2014
Secuestro Muy Sofisticado
Foto por AMERICANVIRUS.
Sr. Fulano: tenemos secuestrado a su hijo. Si desea verlo otra vez con vida, envíe la palabra RESCATE al 666*.
*Coste del mensaje:
1.000.000 € +IVA. Promoción por tiempo limitado. Solo válida en Península y Baleares.
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10 de diciembre de 2013
Comentarios al viento
El tipo me había estado rompiendo las bolas. No era nada puntual, sino genérico. Esa molestia constante del que no te dice las cosas a la cara, sino que suelta quejas al viento, indirectas, como para que vos no le puedas responder sin quedar como un loco. Viste, como esos jugadores de fútbol que te dan pataditas disimuladas, te tocan el culo, te susurran cosas de tu vieja al oído, hasta que al final te hinchan tanto las pelotas que terminás por pegarles una piña y te expulsan a vos, ¿me seguís?
Este es así, un tocapelotas profesional. A la hora de comer, por ejemplo, abrí el tupper que traía y salió la baranda a pescado. Está bien, lo reconozco, quizás estaba un poco fuerte, pero el tipo no vino a decirme: “Che, eso huele un poco fuerte”, sino que esperó unos segundos a que yo empezara a comer y entonces soltó, a nadie en particular: “Me parece que mañana me voy a traer un barbijo y una pajita para comer”, como diciendo que el olor de mi comida no lo dejaba morfar en paz, pero sin decirlo. ¿Me entendés a lo que voy? Y así todo el rato, con todas las cosas. Una máquina de quejarse sin mirarte a los ojos.
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30 de noviembre de 2013
La lección de Bonciotti
En la pantalla se veía la repetición: el defensor rival iba
con la pierna levantada, con el pie a la altura de la rodilla, e impactaba de
refilón (muy de refilón) con la rótula del delantero; este caía y se revolvía
de fingido dolor, mientras el árbitro aparecía en el encuadre corriendo con la
tarjeta roja en la mano. El defensor, indiferente a su expulsión, se agachaba
con gesto recio y susurraba unas palabras en el oído del agonizante caído; por
cómo se incorporó el delantero ‒de un salto, lleno de energía y sin el menor
rastro de su dolencia‒ se habría dicho que el defensor pronunció algún conjuro mágico,
una oración sanadora, algo digno del show evangelista de los domingos. Las
escenas continuaban: una vez de pie, el delantero empujaba al defensor en tres
ángulos de cámara diferentes, seguido por un jab de izquierda que no llegó a destino; no obstante, el defensor
caía como peso muerto, tomándose la cara con ambas manos, en un gesto mezcla de
sufrimiento y necesidad de ocultar la risa. El árbitro, testigo en primerísimo
plano, volvía a alzar la tarjeta roja, esta vez castigando al delantero.
‒¡Qué boludo! ¡Mirá cómo se hizo echar! ‒rezongó Cacho.
‒A estos jugadores les falta cabeza ‒asintió el Rober.
‒¡Ya estaba! Había conseguido que expulsaran al otro animal…
pero no va y se prende en el quilombo. ¡Qué boludo! ‒continuó despotricando
Cacho.
‒Esto no le hubiera pasado al Toto Bonciotti ‒recordó el
Rober.
‒¿Bonchoti? ¿Y ese
quién es? ‒preguntó Cacho en su cándida juventud.
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22 de noviembre de 2013
Tercera entrada
‒¿Esto es de relleno?
‒Nada es de relleno.
‒¿Y el relleno de una empanada, por ejemplo?
‒Sin relleno, no habría empanada. Así que no está de
relleno.
‒¿Y los extras de una película? ¿Y los figurantes?
‒¿Y el telón, y el escenario, y los vestuarios? ¿Sería igual
una película si solo hubiera actores desnudos sobre un fondo negro, o tal vez
solo voces en la nada?
‒Entonces me asegurás que esto no es de relleno.
‒Esto es lo que es y está para lo que está.
‒Pero convengamos que, por sí solo, el texto no vale gran
cosa.
‒Quizás, si estuviera aislado.
‒¿Y no lo está, con una entrada para él solo?
‒Nada está nunca aislado. Así que el entorno completa el
sentido y le otorga valor.
‒¿Y por qué en forma de diálogo?
‒Para establecer un contrapunto, para abrir el paraguas,
para darle voz a la posible objeción del lector y poder responder de inmediato.
‒¿Qué objeción?
‒Sabía que ibas a preguntar eso.
‒Ya veo. Y ahora es cuando lo dejamos pensado.
‒Pero solo por unos segundos.
‒Pero solo por unos segundos.
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El síndrome de Storto
Esto no es una pelusa, sino que es una pieza de arte abstracto.
Cuando empecé con este blog, me propuse escribir al menos
una entrada por mes. Casi lo consigo: entre 2007 y 2009 metí una… por año.
Supongo que entonces no me lo tomaba tan en serio como
ahora, aunque tampoco es seguro que en este momento me lo tome muy en serio. (Si
uno lee el simpático poema publicado hace unos instantes ‒ayer‒ podrá creer con
razón que hay posts que son una
tomadura de pelo).
Sin embargo, debo decir en mi descargo que no hay pieza en Señales de Humo que no tenga una razón
de ser, que no esconda algo que el autor, en ese momento, deseara publicar. (A
este respecto también he de manifestar que yo no puedo dar la cara por los que
escribieron antes de mí: en ocasiones era un tipo obsesionado con lograr el
mayor impacto con el mínimo material; en otras, un loco que transcribía absurdos
diálogos mentales que se le ocurrían en la ducha o antes de irse a dormir; a
veces era un enamoradizo y/o desilusionado pelafustán que deseaba expresar
algún sentimiento inconfesable enfrascándolo en rebuscadas metáforas; y de a
ratos aparecía el escritor más centrado en su tarea, esto es, en contar un
relato que dejara pensando al lector, con una pizca de humor, otra de reflexión
y un poco de cuidado en la elección de las palabras y las expresiones; pero yo
no soy ninguno de esos).
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21 de noviembre de 2013
Mi primer poema
Mi primer poema
no es un poema
sino que es un texto
escrito con saltos de línea
para que engañe a la vista
del lector desatento
(o atento pero indiferente)
haciéndole creer que tiene delante
la obra de un poeta
y no la de un vago poco creativo
que está a estas horas de la madrugada
pulsando incoherencias en un teclado
y que ni siquiera es capaz
de poner un signo de puntuación
que no sean los anteriores paréntesis
o el punto final que viene a continuación.

sino que es un texto
escrito con saltos de línea
para que engañe a la vista
del lector desatento
(o atento pero indiferente)
haciéndole creer que tiene delante
la obra de un poeta
y no la de un vago poco creativo
que está a estas horas de la madrugada
pulsando incoherencias en un teclado
y que ni siquiera es capaz
de poner un signo de puntuación
que no sean los anteriores paréntesis
o el punto final que viene a continuación.
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26 de octubre de 2013
Teología absurda
–Oiga, estimado,
¿por qué cree usted que Dios tiene tres patas?
–¿Perdone? ¿Tres
patas?
–Sí, tres patas.
–¿Se refiere
usted a la Santísima Trinidad?
–No, a tres
patas, pies, piernas… Ya sabe.
–No, no sé.
–Pues debería
saberlo, ya que es usted quien cree que Dios tiene tres patas.
–¡Yo no he dicho
nunca que crea semejante cosa!
–Sí lo dijo. No
directamente, pero sí lo dijo.
–¿Cuándo, cómo?
–Cuando dice que
Dios es todo.
–¿Y eso qué…? ¿Cómo…?
Explíquese.
–Si Dios es todo,
también es un ser con tres patas, supongo.
–No sé si lo
sigo…
–Vamos a ver:
¿cree usted que Dios es lo pasado, lo presente y lo futuro?
–Sí, por
supuesto: es el alfa y el omega.
–¿Cree que Dios
encierra en sí todas las posibilidades de la Creación?
–Claro, es el
creador, es quien hace posible todo lo posible.
–¿Cree que Dios
puede adoptar cualquier forma, como un arbusto en llamas o un hombre barbudo de
Nazareth?
–Dios se
manifiesta de muchas formas, sí.
–¿Y no podría
ser, entonces, un individuo con tres patas?
–Como poder,
podría, pero… Escúcheme, ¿a qué viene tanta obsesión con que Dios tenga tres
patas?
–No sé, a mí no
me pregunte. Es usted el que cree en esas cosas.
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22 de septiembre de 2013
360º
(De modo que no descubrí
nada.)
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En la cuerda floja
En un tendal, dos sogas hablan entre sí:
‒Perdoname que te lo diga, pero estás re-colgada ‒dice una.
‒Habló la cuerda ‒le responde la otra.
(Risas, aplausos y bajada del telón).
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11 de agosto de 2013
El zurdo
Desde chico le habían inculcado algunas supersticiones que
jamás lo abandonaron: cruzar los dedos, no pasar por debajo de las escaleras,
evitar a los gatos negros y, en especial, empezar todo con el pie derecho.
Sin embargo, y aunque intentaba deliberadamente huir de la
mala suerte, su vida era una desgracia. Podría decirse que personificaba la Ley
de Murphy y sus más tristes corolarios, principios y anexos: todo le salía mal en
la peor combinación posible.
Pero él era porfiado. Estaba convencido de que todo ocurría
por su culpa, porque seguramente hacía algo mal, algo que atraía la mala suerte.
Así que cada día repasaba a conciencia los pasos que, según las creencias populares,
debían asegurarle un buen comienzo.
Su obsesión era el pie derecho. “Si hay algo en lo que me
puedo descuidar, en donde más fácilmente puedo cometer un error, es en lo del
pie derecho”, se decía. Así que había colocado la cama contra una pared, de
manera que solo podía bajarse por el lado en el que, instintivamente, incluso dormido,
no tenía más remedio que apoyar primero la derecha. También dejaba junto a
la cama solo el calcetín y el zapato que debía calzarse primero, y a los otros
los arrojaba lejos para evitar confusiones. Antes de acostarse, también marcaba
el hueco del pantalón por donde debía pasar la primera pierna, y ataba un
pañuelo en el otro para que, si por error comenzaba con el pie indebido, el nudo
le impidiera avanzar. Y así con todo.
No obstante, las desdichas continuaban: la suerte no llegaba
y todo le salía al revés. Entre sus muchos desaciertos se encontraba el de
confundir habitualmente la izquierda y la derecha.
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21 de julio de 2013
Desperfectos
Los muchachos estaban aburridos en la mesa. Un calor inusual
los tenía más apagados que de costumbre a esas horas de la tarde. El aire
acondicionado no andaba y el resto del bar, semivacío, parecía acompañar el
humor del grupo. Incluso el Gallego, el dueño, un tipo siempre activo,
dormitaba de pie tras la barra.
El Negro estaba con la típica expresión de desconsuelo y
parquedad que lo acompañaba de tanto en tanto. Acababa de cortar con la
Colorada, la mujer con la que mantenía una relación inconstante, de acercamiento
y alejamiento permanentes, cíclica. Esta vez parecía que era la definitiva;
pero las veces anteriores también parecieron definitivas.
El Rober estaba de bajón, con abstinencia de fútbol. Aún
faltaban unas semanas para que empezaran los torneos de verano y se contentaba
con pescar en el cable partidos de antaño o de ligas inverosímiles. Pero
ninguno lo llenaba ni le daba tema de conversación con los amigos, quienes no
seguían esos encuentros ignotos. Su mano repiqueteaba con parsimonia en la
mesa, como si contara los segundos que faltaban para el próximo partido.
Julito jugueteaba con su nuevo teléfono inteligente,
haciendo como si esperara una llamada, o como si hubiese algo fascinante en
saltar con el dedo de un menú al otro.
Mandrake se hurgaba la nariz con desgano, casi como por
costumbre, con el meñique derecho apenas rozando los bordes de las fosas
nasales. Tomaba de vez en cuando unos sonoros sorbitos de cerveza y jugueteaba
con la mano izquierda en el plato de papafritas, revolviendo despacio el
contenido sin propósito alguno.
Cacho estaba despatarrado en su silla y parecía realmente
aplastado, como si el calor lo empujara hacia el suelo, comprimiéndolo,
ensanchándolo, exprimiéndole el sudor por todos los poros.
Entonces, como quien pregunta la hora, Cacho soltó un
interrogante inesperado, surgido de pensamientos latentes que daban vueltas por
su cabeza en esos ratos muertos que uno tiene cuando viaja en colectivo o
espera en la cola del supermercado:
‒Che, loco, ¿qué es la perfección?
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