“… como aquel que
haciendo alarde
de coraje en el
sufrir
no se mata de
cobarde
por temor de no
morir”.
Me
da pena confesarlo
Alfredo Le Pera y Mario Battistella
Imaginate que
estás solo en una habitación chiquita, de noche, con la lluvia chapoteando en
el techo, una gotera que moja la almohada donde deberías estar durmiendo y una
lamparita de 25 watts apurando sus últimos instantes de vida útil. No sabés qué
hora es: estuvo oscuro todo el día y vos anduviste saltando de sueños febriles
a pesadillas a vigilia ansiosa. Cuando te despertaste por última vez, las gotas
del techo te taladraban la frente como una tortura china. Apenas retenías las
imágenes de un mal sueño: una fuga surrealista por una ciudad en ruinas,
perseguido por personas que parecían zombies,
sin lugar donde detenerse, acorralado, acosado, sin otra escapatoria que seguir
huyendo indefinidamente en un mundo completamente hostil. No recordás sino la
sensación horrible de que todo otro ser era maligno, que absolutamente todos eran
tus enemigos, que te querían muerto, que no te iban a dejar escapar.
Vas hasta la
mesita donde reposa un termo y un mate lavado, y te cebás un amargo, frío.
Mirás por la ventana, a través de las persianas caídas, y ves la avenida
Corrientes mojada, las luces de neón defectuosas, los techos amarillos de los
taxis. Sentís el ruido del tráfico, de los colectivos, de la gente que se
tropieza en las baldosas flojas, se moja y putea. Volvés a la cama, a ese catre
quejumbroso, y te sentás cansado. Oís entonces al vecino, que sigue poniendo
discos de tango, uno tras otro: Pugliese, Gardel, Julio Sosa y Goyeneche, sobre
todo Goyeneche. Suena por enésima vez en el día una versión de Sur y alguna frase te da vueltas por la
cabeza:
“Ya nunca me
verás como me vieras / recostado en la vidriera / esperándote...”
Ni eso ni nada.
Sabés que el final se acerca, que ya no hay salida, que te van a encontrar
tarde o temprano, ahí, en esa pocilga que viene a ser tu penúltima morada.
¿Qué hacés
entonces? Le empezás a dar vueltas a las cosas, a tu vida, a los últimos días,
a las causas de que ahora estés ahí, hundido en la miseria. Pensás en el
suicidio, en terminar con todo antes de que otros lo hagan por vos; librarte de
las pesadillas, de la ansiedad, del pánico y la depresión.
No tenés
revólver, pistola ni otras armas de fuego, pero podés intentar colgarte con las
sábanas, o con ese cable de donde pende la triste lamparita. Sí, por qué no; al
fin, después de muchas y largas horas, tenés una última misión por delante, un
objetivo y una tarea.
Los nervios se te
aflojan, recuperás la calma y te ponés a pensar serenamente en la mejor manera
de comprimir tu cuello. Mirás el foquito incandescente y te fijás en los cables
que trepan al cielorraso, lo suficientemente largos para enroscártelos en el
cogote y suspenderte para siempre. Trepás a una silla destartalada y, haciendo
equilibrio, desenroscás la bombita con los dedos, sin que te importe el dolor
que te quema las yemas. Ahora sólo hay luz de la calle, intermitente, rayada,
roja y verde según dicte el semáforo. No te importa, podés ver igual.
Desatás los
cobres y te dan una patada que te tira de la silla. La luz se corta en toda la
planta. Ya no se oyen los tangos.
Volvés a la
carga. Tirás con fuerza para asegurarte de que tu improvisada horca va a
aguantar. No cede. Te enroscás los cables una y dos veces. Sentís cómo aprietan,
pero no querés ahogarte todavía, no hasta que tus pies se balanceen en el
vacío. Atás sin ver, lo mejor que podés, un retorcido nudo en tu nuca. Y por
fin, con una decisión que jamás creíste tener, pateás la silla y te quedás
colgado.
Pero algo no va
bien.
Sí, el aire se
agota, se escapa, no entra. El cuello te duele, los ojos parecen dispuestos a
estallar y tu cuerpo entero tiembla en un espasmo. Pero seguís viendo, seguís
escuchando a Corrientes y su decadente apogeo. ¿Así es la muerte?
Lo comprobás una,
dos y hasta tres veces: estás colgado, no hacés pie y los cables comprimen la
tráquea gracias a tu propio peso. Pero no parecés estar muerto. Al menos no es
la liberación que habías esperado.
La luz vuelve al
edificio. Goyeneche reanuda su recitado etílico, melancólico y triste, su himno
al perdedor. Escuchás un tema entero, de principio a fin. Y también el que le
sigue, y el otro. Ahí, colgado. Cinco, diez, veinte minutos. Algo no va bien.
La falta de aire
es desesperante y tu mente entra en un extraño limbo lúcido donde las
sensaciones confusas permiten, no obstante, continuar percibiendo con claridad
la realidad que te rodea.
Tardás en darte
cuenta de que podés mover las manos y llevarlas a tu cabeza, desatar el nudo y
desplomarte sobre el suelo con un estrepitoso, aparatoso y doloroso golpe que
te retuerce el tobillo derecho. Ahí tirado, lentamente, vas recuperando la
cordura. Respirás agitadamente, te das un atracón de aire como si jamás
hubieses experimentado una sensación tan maravillosa. El tobillo lesionado late
clamando atención, pero vos estás intentando poner orden a tus pensamientos,
buscarle una explicación racional a lo sucedido. Quizás, te decís, no
aguantaste el tiempo suficiente suspendido en la asfixia. ¿Un disco entero de
Goyeneche no es demasiado tiempo? Tal vez, entonces, fue que no lo hiciste
bien, que por algún lado entraba el aire... Tampoco, sabés que es infalible,
que con más de treinta kilogramos de fuerza ya sos hombre muerto.
Entonces es hora
de enfrentar la verdad, de asumir que no hay escapatoria, que el mundo que te
espera seguirá siendo una inmunda salita con goteras, el disco rayado de un
vecino triste, una persecución eterna en la calle y en los sueños.
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