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27 de enero de 2012

El ahorcado (I)


De ventanas y otros huecos, originalmente cargada por My Buffo.


“… como aquel que haciendo alarde
de coraje en el sufrir
no se mata de cobarde
por temor de no morir”.
Me da pena confesarlo
Alfredo Le Pera y Mario Battistella

Imaginate que estás solo en una habitación chiquita, de noche, con la lluvia chapoteando en el techo, una gotera que moja la almohada donde deberías estar durmiendo y una lamparita de 25 watts apurando sus últimos instantes de vida útil. No sabés qué hora es: estuvo oscuro todo el día y vos anduviste saltando de sueños febriles a pesadillas a vigilia ansiosa. Cuando te despertaste por última vez, las gotas del techo te taladraban la frente como una tortura china. Apenas retenías las imágenes de un mal sueño: una fuga surrealista por una ciudad en ruinas, perseguido por personas que parecían zombies, sin lugar donde detenerse, acorralado, acosado, sin otra escapatoria que seguir huyendo indefinidamente en un mundo completamente hostil. No recordás sino la sensación horrible de que todo otro ser era maligno, que absolutamente todos eran tus enemigos, que te querían muerto, que no te iban a dejar escapar.

Vas hasta la mesita donde reposa un termo y un mate lavado, y te cebás un amargo, frío. Mirás por la ventana, a través de las persianas caídas, y ves la avenida Corrientes mojada, las luces de neón defectuosas, los techos amarillos de los taxis. Sentís el ruido del tráfico, de los colectivos, de la gente que se tropieza en las baldosas flojas, se moja y putea. Volvés a la cama, a ese catre quejumbroso, y te sentás cansado. Oís entonces al vecino, que sigue poniendo discos de tango, uno tras otro: Pugliese, Gardel, Julio Sosa y Goyeneche, sobre todo Goyeneche. Suena por enésima vez en el día una versión de Sur y alguna frase te da vueltas por la cabeza:
“Ya nunca me verás como me vieras / recostado en la vidriera / esperándote...”
Ni eso ni nada. Sabés que el final se acerca, que ya no hay salida, que te van a encontrar tarde o temprano, ahí, en esa pocilga que viene a ser tu penúltima morada.

¿Qué hacés entonces? Le empezás a dar vueltas a las cosas, a tu vida, a los últimos días, a las causas de que ahora estés ahí, hundido en la miseria. Pensás en el suicidio, en terminar con todo antes de que otros lo hagan por vos; librarte de las pesadillas, de la ansiedad, del pánico y la depresión.
No tenés revólver, pistola ni otras armas de fuego, pero podés intentar colgarte con las sábanas, o con ese cable de donde pende la triste lamparita. Sí, por qué no; al fin, después de muchas y largas horas, tenés una última misión por delante, un objetivo y una tarea.

Los nervios se te aflojan, recuperás la calma y te ponés a pensar serenamente en la mejor manera de comprimir tu cuello. Mirás el foquito incandescente y te fijás en los cables que trepan al cielorraso, lo suficientemente largos para enroscártelos en el cogote y suspenderte para siempre. Trepás a una silla destartalada y, haciendo equilibrio, desenroscás la bombita con los dedos, sin que te importe el dolor que te quema las yemas. Ahora sólo hay luz de la calle, intermitente, rayada, roja y verde según dicte el semáforo. No te importa, podés ver igual.

Desatás los cobres y te dan una patada que te tira de la silla. La luz se corta en toda la planta. Ya no se oyen los tangos.

Volvés a la carga. Tirás con fuerza para asegurarte de que tu improvisada horca va a aguantar. No cede. Te enroscás los cables una y dos veces. Sentís cómo aprietan, pero no querés ahogarte todavía, no hasta que tus pies se balanceen en el vacío. Atás sin ver, lo mejor que podés, un retorcido nudo en tu nuca. Y por fin, con una decisión que jamás creíste tener, pateás la silla y te quedás colgado.

Pero algo no va bien.
Sí, el aire se agota, se escapa, no entra. El cuello te duele, los ojos parecen dispuestos a estallar y tu cuerpo entero tiembla en un espasmo. Pero seguís viendo, seguís escuchando a Corrientes y su decadente apogeo. ¿Así es la muerte?

Lo comprobás una, dos y hasta tres veces: estás colgado, no hacés pie y los cables comprimen la tráquea gracias a tu propio peso. Pero no parecés estar muerto. Al menos no es la liberación que habías esperado.

La luz vuelve al edificio. Goyeneche reanuda su recitado etílico, melancólico y triste, su himno al perdedor. Escuchás un tema entero, de principio a fin. Y también el que le sigue, y el otro. Ahí, colgado. Cinco, diez, veinte minutos. Algo no va bien.

La falta de aire es desesperante y tu mente entra en un extraño limbo lúcido donde las sensaciones confusas permiten, no obstante, continuar percibiendo con claridad la realidad que te rodea.

Tardás en darte cuenta de que podés mover las manos y llevarlas a tu cabeza, desatar el nudo y desplomarte sobre el suelo con un estrepitoso, aparatoso y doloroso golpe que te retuerce el tobillo derecho. Ahí tirado, lentamente, vas recuperando la cordura. Respirás agitadamente, te das un atracón de aire como si jamás hubieses experimentado una sensación tan maravillosa. El tobillo lesionado late clamando atención, pero vos estás intentando poner orden a tus pensamientos, buscarle una explicación racional a lo sucedido. Quizás, te decís, no aguantaste el tiempo suficiente suspendido en la asfixia. ¿Un disco entero de Goyeneche no es demasiado tiempo? Tal vez, entonces, fue que no lo hiciste bien, que por algún lado entraba el aire... Tampoco, sabés que es infalible, que con más de treinta kilogramos de fuerza ya sos hombre muerto.

Entonces es hora de enfrentar la verdad, de asumir que no hay escapatoria, que el mundo que te espera seguirá siendo una inmunda salita con goteras, el disco rayado de un vecino triste, una persecución eterna en la calle y en los sueños.

Acabás de descubrir que sos inmortal. Y que no tiene gracia. 

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