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26 de abril de 2013

Homenaje


Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con un bastón, con un torpe bastón que en sus viejas manos no podía ser un arma sino un báculo. Me costó percibir lo que esperaba: el débil golpe contra la puerta. Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio concluir y el tratado de Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo ahí, ya que no sé griego. Otro día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la llave. Temí que el hombre se desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó el bastón, que no volví a ver, y cayó en mi cama, rendido. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero sólo entonces noté que se parecía, de un modo casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.
Me incliné sobre él para que me oyera.
‒Uno cree que los años pasan para uno ‒le dije‒, pero pasan también para los demás. Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido.
Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver.
Me dijo entonces con voz firme:
‒Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Le tengo ahora a mi merced y no soy misericordioso.
Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían salvarme. Atiné a decir:
‒En verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón.
‒Precisamente porque ya no soy aquel niño ‒me replicó‒ tengo que matarlo. No se trata de una venganza, sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Cerletti, son meras estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.
‒Puedo hacer una cosa ‒le contesté.
‒¿Cual? ‒me preguntó.
‒Despertarme.
Y así lo hice.

Ya no había enemigo, ni arma ni báculo. Apenas el vago recuerdo de soñar que era Borges y que otro plagiaba mi relato (queriendo acaso, con torpeza, copiar también mi espíritu).

13 de marzo de 2013

Lógica-mente


Al terminar una clase de Lógica en la facultad de Bellas Artes, una alumna se acercó a Vladimiro Marrón (confundiéndolo con un ayudante de cátedra) y le preguntó:
‒¿Podría decirme cuál es el razonamiento inductivo?
‒La inducción consiste en afirmar que si anteayer no me morí, ayer tampoco me morí y hoy no me he muerto, se puede inferir que mañana no me moriré ‒ejemplificó Marrón.
‒Pero… ¿y si se muere? Tarde o temprano tendrá que pasar, ¿no? ‒dijo la alumna, contrariada.
‒No. Uno es inmortal hasta que se demuestre lo contrario.

Viendo que Marrón estaba respondiendo dudas, otro alumno se acercó y preguntó:
‒¿Es verdad que la abducción es un tipo de razonamiento probabilístico?
‒Efectivamente: si tenemos en cuenta la cantidad de estrellas que hay en el Universo, de las cuales muchas podrían ser como el Sol y albergar sistemas planetarios como el nuestro, con un planeta parecido a la Tierra donde podría surgir la vida inteligente, existe una probabilidad de que usted sea abducido por un platillo volador.

Cuando Marrón se disponía a doblar la esquina de un pasillo, un tercer estudiante lo detuvo y le espetó:
‒¿Qué es la deducción?
‒La deducción es el razonamiento por el cual uno afirma que todos los hombres tienen el pelo verde, que Yul Brynner es un hombre y que, por lo tanto, Yul Brynner tiene el pelo verde ‒respondió Marrón.
‒¿Pero Yul Brynner no era calvo? ‒se extrañó el alumno.
‒Lógicamente ‒concluyó el filósofo‒, si yo tuviera el pelo verde también preferiría quedarme pelado.

Soco Urtizberea: El señor tiene caminos misteriosos y la señora, ni te cuento (1982)

11 de marzo de 2013

Meditación

Cierto día, estaba el filósofo Vladimiro Marrón sentado en el césped de un parque, al sol. Parecía meditar, con los ojos cerrados, la espalda rígida, el rostro sin expresión. Varios jóvenes admiradores lo reconocieron y se reunieron a su alrededor, expectantes. Cuando Marrón abrió un ojo y vio a la pequeña multitud congregada en torno suyo, no dijo palabra alguna y se mantuvo en su sitio. Al cabo de unos minutos de incómodo silencio, uno de sus seguidores le preguntó:

‒¿Sobre qué medita, maestro?

Lo que pasó a continuación es confuso.

Algunos dicen que Vladimiro Marrón simplemente respondió: “Sobre el pasto”. Otros, que después empezó a levitar y dijo: “Ahora sobre nada”. Unos pocos creen que el meditabundo resultó ser un falso Vladimiro Marrón que se puso de pie y, mientras se alejaba, dijo algo así como: “Creo que me confunden con otro”.

Finalmente, uno asegura que Marrón repreguntó: “¿Alguien vio a un elefante escondido detrás de una flor?”. Ante la negativa general de sus discípulos, Marrón se agarró la cabeza con ambas manos y vociferó: “¿¡Cómo carajo hará para esconderse ahí, ese elefante hijo de puta!?”

Soco Urtizberea: El señor tiene caminos misteriosos y la señora, ni te cuento (1982)

4 de marzo de 2013

La historia de un fracaso


Se sentó a escribir algo. Empezó con lo primero que se le vino a la cabeza: una situación cotidiana o banal, sus sentimientos presentes, la descripción simple de un acontecimiento insignificante. Pero en cuanto vio el párrafo inicial plasmado sobre el papel (tan igual a otros anteriores), decidió eliminarlo y probar de nuevo.

* * *

Algunos lo llaman ‘el síndrome de la hoja en blanco’. Es ese terror que invade al escritor (o al creador, en general) cuando se enfrenta a la necesidad de dar forma a algo nuevo y nada surge de su mente. También es el argumento que ha inspirado muchos relatos, tan frustrantes como la frustración de su protagonista (y de su autor).

* * *

Tenía en el suelo, en torno al cesto, una alfombra de papeles arrugados, algunos apenas doblados, otros hechos un bollo, compactados con ira o desesperación, o empujados a la caída con desgano o cansancio. Papeles con dos, tres o cuatro líneas de palabras destinadas a morir en un malgasto ecológicamente insostenible. Palabras que describían una situación estática, sin movimiento, aunque fuesen señal de un movimiento anterior. Una escena tan aburrida e inerte que congelaba cualquier posibilidad de acción que derivara en un relato.

* * *

Lo intentaba una y otra vez. Arrancaba con algo conciso y concreto. Y luego se animaba. Cuando parecía que por fin iba a encadenar cinco o seis frases con sentido, volvía sobre sus pasos y descubría que no le gustaban, que había algo ahí que no estaba funcionando. No sabía qué ni por qué, pero su instinto nunca lo traicionaba. Así que abandonaba a mitad de la última frase, resignado a que aquello no iba a proesperar, a que ese texto ya no tenía arreglo, como si

* * *

A veces creía haber encontrado el camino directo. Frases sin adornos ni circunloquios rodeos ni palabras de más. Al grano. Una base sólida, aunque no ideal perfecta, sobre la que ir construyendo edificando, no sin enmiendas y remiendos parches, un texto con posibilidades de progresar. Por fin creía que estaba por nacer el Pero entonces volvía el bloqueo.

* * *

Recogió los pedazos de papel como quien junta los fragmentos de un jarrón quebrado. Los puso sobre la mesa y los ordenó aleatoriamente, como quien espera que el rompecabezas se arme solo ante sus ojos. Pero no dejaban de ser trozos sin sentido, inacabados, parte de algo que no estaba ahí. Como si las piezas pertenecieran a conjuntos distintos, como si cada una fuera la clave de un arco diferente. Hasta que comprendió que ahí había una historia: la historia de un fracaso.

* * *

Abandonó la búsqueda y se dio por vencido. Pero no abandonó la búsqueda ni se dio por vencido.

22 de diciembre de 2012

La cena de empresa (desde el punto de vista del soso)


Todo el mundo, en una u otra medida, conoce lo que es una cena de empresa, de esas que se celebran a final de año. Borracheras generalizadas, bromas del Jefe a los empleados y de los empleados al Jefe (con revanchas personales incluidas), encuentros sensuales (o directamente sexuales) entre compañeros de trabajo, peleas a golpe de puño, desapariciones misteriosas y apariciones enfervorizadas, y un largo etcétera de anécdotas que se repiten año tras año, empresa tras empresa (véase, por ejemplo, el reportaje ilustrado de El Jueves).
Pero en toda cena de empresa hay un soso, un amargo, un tipo aburrido que con su cara de Amanita muscaria y su actitud avinagrada se aburre y aburre a los demás. Este personaje es uno que se pierde todo lo que ocurre, aunque esté en una posición privilegiada para presenciarlo: es como un Safety Steward en los partidos de fútbol (esos que están vestidos con chalecos o abrigos fluorescentes, mirando al público y de espaldas al campo de juego), que están en un sitio inmejorable para ver el partido pero miran para el lado contrario; al final, se enteran todo por rumores (un grito de gol, una ovación, un abucheo, una silbatina) y solo comprenden totalmente lo que ha ocurrido una vez que termina el encuentro y alguien se los relata.
El soso, realmente, no tiene claro para qué va a la cena de empresa. Quizás un poco para no enfadar (y/o entristecer) al Jefe; o tal vez para no aguantar a algún compañero pesado que le insiste y le insiste para que vaya. En cualquier caso, se lo toma como una suerte de obligación, un trámite que debe cumplir anualmente, como hacer la declaración de la renta, pasar la revisión del auto o controlarse las caries.
Para un tipo así, ¿qué es la cena de empresa? ¿Cómo se ve este evento a través de sus ojos? Es muy simple. Para el soso, la cena de empresa es un ritual absurdo con unas etapas claras y definidas, en las que no pasa nada sustancial para el destino del universo, a saber:

15 de diciembre de 2012

La paradoja del fumador

Era lunes por la mañana. En el bar había muy poca gente. En la mesa de siempre, Cacho y Mandrake hablaban pavadas sobre el tiempo (“parece que mañana deja de llover”), los resultados futbolísticos de ayer (“el Rojo siempre tan amargo”) o sobre alguna mina que pasaba por la vereda de enfrente (“esa está vetada, creo que es la nami del doctor Zurutuza”).
En un momento se hizo el silencio, un silencio cómodo, de esos que se producen cuando hay confianza y la gente que comparte un espacio no siente la obligación de decir algo para llenar el tiempo. Por el contrario, cada uno se sintió libre de distraerse solitariamente con la espuma del café u hojeando el diario.
Pasaron unos minutos así, y de repente habló Mandrake:
‒¿Sabés qué? No te podés fiar de la gente que fuma ‒concluyó un razonamiento que había estado rondando en su cabeza, con un tono erudito impropio de él.
‒¿Cómo es eso? ‒le dio cuerda Cacho, que estaba un poco aburrido.
‒Y sí, viste. E’así. Un chabón que fuma no puede ser de confianza. Tiene la traición metida en el cuerpo ‒respondió Mandrake, y después sorbió ruidosamente su café con leche.
‒No te entiendo. ¿Qué tiene que ver la traición con el cigarrillo? ‒cuestionó Cacho.

9 de diciembre de 2012

Diamante


La charla pasó a debate, de ahí a polémica y de ahí a lucha encarnizada. Los amigos hablaban con la pasión que solo se demuestra cuando se tratan cuestiones vitales para el ser humano, como la religión o la política.
‒¡Es así, es así! ‒gritaba el Rober, agarrado a la mesa con las dos manos, como si quisiera evitar que se le escapara corriendo sobre sus cuatro patas.
‒Tampoco la pavada, Rober, tampoco… ‒rebatía con fastidio el Negro, en el punto álgido de la discusión, atrayendo la vista de todo el café.
Cacho intentaba contemporizar:
‒Bueno, ni uno ni otro, es un poco de todo…
Mandrake, mientras se subía el cierre del pantalón a la salida del baño, y sin saber bien por dónde venía la conversación, intervino sin dirigirse a nadie en particular:
‒¡No jodás! No jodás que todos sabemos como es la cosa, viste.
‒Lo que pasa es que vos te quedaste en los setenta, ¿me entendés? ‒recriminaba Julito al Rober con la boca llena de manises.
‒¿Qué setenta ni qué ocho cuarto? ‒se defendía el Rober‒ Acá lo que pasa está muy claro: hay gente que no se banca el pensamiento popular, ¿sabés? Acá hay gente que no se banca, por ejemplo, que haya un líder, un tipo que dirija la cosa.

28 de septiembre de 2012

Muera por algo (el libro)

No se deje engañar. Echando un vistazo rápido al índice, este libro promete la verdad, la solución a todos los problemas (y a la boludez), algunos cuantos consejos al consumidor, unos pocos sueños, explicaciones a la conspiración que domina el mundo o al problema de la delincuencia organizada; este libro dice que encierra la llave y el mejor cuento jamás escrito, así como una sólida defensa de la libertad de expresión, entre otras cosas.
Pero nada de esto es real. Todo es una vil estafa, un gancho publicitario para atraer lectores incautos hacia una desfachatada colección de escritos estúpidos, amontonados de mala manera, que no aportan nada a la humanidad y mucho menos al que los lee.

Descargá el libro en este enlace.
También para Kindle (por una suma irrisoria).
Para posibles versiones en ePub, diríjase a este correo.

10 de septiembre de 2012

Vida social


A veces pongo en el Féisbuk cosas como: “Ahora voy a salir con la bici y voy a ir hasta tal pueblo, donde voy a hacer un poco de rafting; después me voy a pasar la tarde al pueblo de al lado, que están de fiesta, y voy a participar en el campeonato de [juego de mesa] que ya gané hace dos años”. Así parezco un tipo con una gran vida social, muy activo y poco apegado a las redes virtuales.
Pero después no hago nada. Simplemente me quedo agazapado delante del monitor, esperando ansioso las respuestas (pocas y en general estúpidas) de mis contactos y otros desconocidos.

9 de septiembre de 2012

Pregunta trampa


Un día estaba dibujando un círculo cuando alguien se me acercó y me preguntó: “¿Qué estás haciendo?”
Yo le estaba por decir que dibujando un círculo, pero apenas levanté la vista y dejé el lápiz sobre la mesa me di cuenta de que la respuesta correcta era: “Contesto a tu pregunta.”

17 de agosto de 2012

Muera por algo



¿Se acercan sus últimos días? ¿Se encuentra al final de un largo camino? ¿O quizás una terrible enfermedad está a punto de llevárselo en la flor de la edad?
¿Tiene esa horrible sensación de que no ha hecho nada importante en su vida? ¿Se mira al espejo y solo ve un cuerpo decrépito, egoísta y autocompasivo?

¡No lo piense más! Asegúrese una muerte digna del mejor epitafio. Visite Die4Something.com y encuentre las mejores maneras de morir por una causa justa.

  • Revoluciones tercermundistas
  • Guerras civiles
  • Movimientos de Liberación
  • Protestas ecologistas
  • Lucha antiterrorista
  • Lucha antimperialista
  • Partidos de fútbol

El mundo es un lugar lleno de guerras y violencia, donde siempre hay un sitio propicio para morir en nombre del Bien.

Cuando sepa que sus días están contados, no lo dude. Visite Die4Something.com y le ofreceremos múltiples opciones. Un experimentado plantel de asesores (formado por ex agentes de CIA, KGB, Mosad y secundarios de las películas de Van Damme) le recomendará el mejor destino en función de sus ideologías personales.

Usted solo tiene que decirnos dónde, y nuestros expertos se encargarán de ponerlo en primera línea de combate sin preparación militar alguna: deje que una bala arbitraria lo convierta en mártir, antes de que la vejez, el cáncer u otros males ponzoñosos se encarguen de Usted.

En Die4Something.com le garantizamos un final rápido y (casi) indoloro[1] en manos de los mejores profesionales de la muerte. Nuestro equipo de especialistas cuenta para ello con la inestimable colaboración de las guerrillas, los cuerpos paramilitares y los regímenes dictatoriales más sanguinarios del planeta.

Más de cinco mil lápidas satisfechas nos avalan. Deje que en su último reposo luzcan frases como:

  • “Murió luchando por la Libertad”
  • “Mártir de la Revolución changrusiana”
  • “Encontró la Muerte en el campo de batalla”
  • “Le afanamo’ la bandera, que la vengan a buscar”

Ponga poesía a los últimos instantes de su miserable vida. Muera por algo.

Die4Something.com. Porque la Muerte Digna es otra cosa.


NOTAS:
ü  Pago por adelantado.
ü  No se aceptan cambios ni devoluciones.
ü  Lápida no incluida.
ü  Die4Something.com no se responsabiliza por secuestros, torturas ni violaciones sufridas una vez entregado el envío.
ü  Die4Something.com no se identifica necesariamente con las opiniones manifestadas por sus usuarios.


[1] La muerte podrá ser también lenta y dolorosa. Condiciones sujetas al armamento, estado mental y/o sobornabilidad del ejecutor.

3 de agosto de 2012

Olvidos circulares


Había una vez (o todavía lo hay) un tipo que quería escribir historias. Normalmente, cuando se sentaba frente a un teclado (o una máquina de escribir) la mente se le ponía en blanco y no surgía palabra alguna. Pero cuando estaba en los lugares más dispares (en el baño, en un colectivo, semidormido en la cama, en el trajín del trabajo, gritando al árbitro en la cancha, y así siguiendo) se le ocurrían argumentos curiosos.
La primera vez que una idea brotó en circunstancias inverosímiles, el tipo pensó que le alcanzaría con rememorarla cuando se pusiera a escribir y que la pluma avanzaría con fluidez. Sin embargo, llegado el momento había olvidado todo.
Así que tomó la precaución de salir siempre con una pequeña libreta en el bolsillo, junto a un bolígrafo engarzado a la espiral. En cuando se le venía una idea, extraía la libreta y tomaba apuntes veloces de todo lo que se le pasaba por la mente. Daba igual lo que estuviera haciendo, no dejaba escapar la inspiración. Entonces sí, de vuelta en su escritorio, componía por fin las narraciones que siempre había querido.
Pero un día ocurrió que perdió la libreta (se escurrió del bolsillo, se la dejó en la mesa de un bar, se la robó un carterista…) justo cuando un argumento ingenioso se le presentaba nítidamente ante los ojos.
Loco de rabia, intentó repetirlo para no olvidarlo, y fue mascullando la idea de camino a su hogar. Pero la vida lo distrajo con sus menudencias y al cerrar la puerta principal ya se le había esfumado la historia sobre un tipo que olvidaba el argumento de la historia que iba a escribir, que iba sobre un tipo al que se le olvidaba la historia que iba a escribir, cuyo argumento era que un tipo olvidaba que la historia que quería escribir trataba sobre un tipo que olvidaba el argumento de una historia que iba a escribir, que iba de un tipo… 

25 de julio de 2012

Irrealpolitik (Ellos III)


Nosotros nunca vamos a emplear los cargos públicos para enriquecernos personalmente. Porque el Pueblo así nos lo pide. Porque es nuestro deber como responsables de la política. Y porque me lo dijo un Enano de Jardín.

¡No, mentira! ¡Ja, ja, ja! ¿No te lo habrás creído, no? Eso de que no nos vamos a enriquecer, digo. Mirá si no vamos a aprovechar la oportunidad, que es para lo que estamos acá, al fin y al cabo. Pero lo del Enano de Jardín es cierto. Sí, sí, muy cierto.
Iba yo hace unos años tan tranquilo por la calle, en un barrio común y corriente adonde me habían llevado no sé qué compromisos absurdos, cuando pasé delante de una casa con jardín al frente. Sentí que alguien me chistaba. Al principio, para qué negarlo, imaginé que un nuevo sobre se acercaba hacia mi hospitalario bolsillo interior del abrigo; porque, debo aclarar, cuando me llaman por la calle de manera tan discreta, solo puede significar una cosa. Si no es para asuntos de sobornos, la gente me llama de otras maneras. Veamos unos ejemplos:
‒¡Rodolfo querido! ‒me gritan los que quieren favores.
‒¡Señor Fulano! ‒se asombran falsamente los alcahuetes.
‒Diputado Fulano… ‒reverencian los timoratos.
‒¡Fulano y la concha de tu madre, hijo de remil puta! ‒describe un votante descontento.

De modo que el “chist” suave y reservado indica por lo habitual un negocio turbio, una trapisonda en la sombra, coimas, vueltos, esas cosas.
Pero no. Me giré a uno y otro lado, y no vi a nadie. Entonces chistó de nuevo: presté atención y ahí lo vi, con las dos manitos agarradas a la reja de entrada.
‒¡Eh, vos! ‒susurró el Enano.
‒¿Yo? ‒dije con cara de pelotudo.
‒Sí, vos. Venía acá.

21 de julio de 2012

Chauvinismo en el 1ºF


Un día cualquiera, salía yo de un supermercado chino cuando un amigo se topó conmigo y me preguntó: “¿Qué haces comprando en los chinos? ¿No ves que estos se llevan todo el dinero pa’ allí? Y hay que dar trabajo a los de aquí”.
Me pareció razonable contribuir a la economía europea, así que la siguiente compra la hice en un supermercado alemán que ofrecía muy buenos productos y precios. Todo queda en la Unión, pensé. Pero a la salida me encontré con otro amigo que me dijo: “¿Qué haces comprando a los alemanes? ¿No ves que estos fabrican todo allí? Y hay que dar trabajo a los de aquí”.
Buen punto, razoné. La siguiente vez, entonces, fui a un supermercado español donde encontré interesantes ofertas. Cuando cruzaba la puerta hacia el exterior, una vieja amiga que pasaba por ahí me increpó: “¿Qué haces comprando en este súper? ¿No ves que estos se llevan todo a su tierra; y que incluso puede que financien a ETA? Y hay que dar trabajo a los de aquí”.
OK, pensé, buscaremos uno de Castilla y León. Fue difícil, pero di con una cadena regional que tenía algunos productos a un costo aceptable. Sin embargo, al atravesar la puerta principal, un muchacho leonesista me indicó: “¿Qué haces comprando a esos? ¿No ves que tienen la sede en Valladolid y se llevan todo a Pucela, como siempre? Y hay que dar trabajo a los de aquí”.
Bueno, está bien, de acuerdo. Logré encontrar un supermercado leonés donde no me arrancaban los billetes del bolsillo por respirar el aire del interior y fui a comprar lo de la semana. Nomás salir, casi me llevo por delante a un vecino del barrio que, al verme con las bolsas del supermercado, me hizo notar: “¿Qué haces comprando en este lugar? ¿No ves que están matando al comercio del barrio? Y hay que dar trabajo a los de aquí”.
Ya ni lo pensé. Fui buscando por todo mi barrio las tiendas con dueños más amables y precios medianamente razonables. Cuando llegaba a casa, un vecino de mi calle reconoció las bolsas de la verdulería y me paró en seco: “¿Qué haces comprando en aquel lugar? ¿No ves que nuestra calle se está viniendo abajo? Y hay que dar trabajo a los de aquí”.
Qué se le va a hacer, me convencí: pago caro, pero me queda mucho más cómodo, ¿no? Así que no lo dudé más y salí en busca de provisiones. Estaba en eso cuando un vecino del edificio me saludó, me apartó sigilosamente de la gente y me susurró: “¿Qué haces comprando en estos negocios? ¿No ves que los del edificio, que somos muchos, nos hemos puesto de acuerdo para comprarnos entre nosotros? Y hay que dar trabajo a los de aquí”.
Llegado a este punto, me di por vencido. Ya prácticamente no salgo de casa. A veces robo unos tomates que brotan en la maceta del vecino de al lado; también cazo palomas distraídas que se posan en mi ventana, y de vez en cuando ceno algún gato que cae por error a mi patio. Estoy criando dos o tres hormigueros (los insectos son ricos en proteínas) y he descubierto el valor nutritivo de los yuyos que crecen entre las baldosas. Es el único modo de asegurarme de que todo sea perfectamente local. Especialmente desde que empecé a sospechar que el del 2ºB traía las cosas de China.

P.S. Después de leer este cuento, un amigo argentino me escribió: “¿Qué hacés ambientando la historia en León? ¿No ves que podrías haberla ambientado en Buenos Aires, más concretamente en Agronomía? Y hay que dar trabajo a los de acá”.

16 de julio de 2012

Convictos: La llave


Despertó en la cama de un hospital. Sabía que era un hospital, y que era una cama, y que la mujer que lo examinaba era médico y que la que le cambiaba los vendajes era enfermera. Pero no sabía quién era él.
Le hablaban y entendía. Pero no podía decir palabra. Nada se lo impedía, excepto la falta de respuestas.
¿Sabe cómo se llama?
Meneaba la cabeza.
¿Dónde vive?
Encogía los hombros.
¿Está casado, tiene familia?
No lo sé, dijo por fin.
La doctora se miró con la enfermera y se fueron. Al poco tiempo apareció otro doctor, y luego otro, y más tarde eran seis o siete hombres y mujeres con bata, estetoscopios, mirada seria y conversaciones en voz alta con él como testigo inerte. Los médicos hablaban de el paciente como si no estuviese delante.
Al cabo de algunos días, y pruebas, y test, y psicólogos y psiquiatras, determinaron que el accidente le había provocado una pérdida de memoria.

¿Qué accidente? ¿Qué pasó?
Una enfermera creyó poder reconstruir los acontecimientos. Él iba por la avenida transitada en hora pico. Entonces, de golpe, se asomó a la calle y se agachó para buscar algo que caía en la alcantarilla. Una llave, casi seguro. Al menos es lo único que encontraron encerrado en su puño cuando lo registraron en el hospital. Ni cartera, ni documentos ni nada. Solo una llave aferrada como si fuera la última cosa en el mundo.
Tal vez alguien le robó sus pertenencias aprovechando la ocasión. Seguro que lo dieron por muerto cuando el taxi maniobró de golpe para acercarse al cordón y le asestó un golpe terrible en el cráneo, agachado como estaba él, afanándose por que la llave no se fuera hacia alguna rejilla. Y si estaba muerto, ¿para qué iba a necesitar el dinero y el DNI y esas cosas?

5 de julio de 2012

Convictos: El poder del deseo


Para Antonio L. uno podía influir en los acontecimientos futuros con el pensamiento y la palabra. Pero no se trataba de una influencia voluntaria, sino más bien accidental, aunque guiada por reglas precisas: si uno deseaba algo intensamente y expresaba ese deseo a viva voz, las fuerzas oscuras del destino se ocupaban de que ocurriese exactamente lo contrario.
Un caso clásico de este fenómeno era, según Antonio L., el fútbol. Si miraba un partido con sus amigos, bastaba que dijese “¡qué bien vendría hacer un gol ahora!” para que su equipo no solo errara sus ocasiones, sino que también recibiera un tanto en contra.
Antonio estaba firmemente convencido de que este tipo de coincidencias no eran obra de la casualidad. Hombre de formación científica, comenzó a observar el fenómeno con detenimiento. Mediante la formulación de hipótesis, pruebas empíricas y la suma de casos, consiguió establecer algunas regularidades:
1)      en todos los casos observados, un deseo expresado verbalmente ante testigos no se cumplía y, en la mayoría de los casos (en torno al 90 por ciento), ocurría exactamente lo contrario a lo que el deseo representaba;
2)      si el deseo no se expresaba verbalmente (o se expresaba sin testigos alrededor), existían posibilidades cercanas al 45 por ciento de que se cumpliese;
3)      cuanto más se deseaba una cosa, mayor era la necesidad de expresar el deseo ante testigos, en una relación directamente proporcional; a tal punto que, en ocasiones (60 por ciento), la sensación de frustración producto de no expresar el deseo era equivalente a la frustración de que no se cumpliera.
Así las cosas, y ante los reiterados anhelos irrealizados, Antonio L. se propuso buscar caminos alternativos para burlar estas constantes. Dado que ante deseos particularmente intensos le era prácticamente imposible mantener la boca cerrada, decidió que hablaría para decir exactamente lo contrario a lo que quería. De esta manera, saciaba su incontinencia verbal con cierta ironía, pero no delataba sus ansias. Veamos algunos ejemplos:
a)      si quería que su equipo marcara un gol en determinada fase del partido, se obligaba a decir: “Ahora no quiero que hagan goles, que se los guarden para más tarde cuando los agarremos cansados”, o incluso “que empiecen ganando ellos, que así disfrutamos más cuando se lo demos vuelta”;
b)      si le gustaba una mujer y deseaba captar su atención, afirmaba ante los amigos: “Esa no me interesa, no es mi tipo; mejor que me ignore; si me viene a hablar, salgo corriendo”;
c)      si esperaba algún regalo en especial para su cumpleaños o la navidad, solía intentar con: “Cualquier cosa me da igual, como si no me regalan nada”.
Todas estar artimañas fracasaron. Como si supiesen el fin último que tales frases ocultaban, las oscuras fuerzas del destino continuaron operando en su contra, aunque ahora (a los ojos de sus amigos y otros testigos ocasionales) los deseos de Antonio L. parecían cumplirse.
El desdichado intentó reformular su teoría con una hipótesis ad hoc: dado que la existencia de testigos era fundamental para que las manos negras de la suerte tomaran conocimiento de sus intenciones, y dado que sus amigos no acababan de creerse sus falsos deseos, era imperioso mejorar las técnicas de engaño a fin de que sus afirmaciones fuesen tomadas como sinceras.
Así que Antonio L. fue a clases de actuación, dicción y locución; a talleres de relajación y de control mental; a terapias contra la ansiedad; y a cursos de marketing y ventas. Con toda esta formación pretendía dominar sus emociones y construir un personaje creíble de sí mismo, un otro-yo que tuviese sus intereses opuestos y que fuese capaz de hacer creer a los demás sus falsas intenciones.
Y lo consiguió. Irreconocible para sus amigos, se hizo hincha del equipo rival; cortejó a las mujeres que antes rechazaba e ignoró a sus grandes amores; se mudó de barrio y cambió de costumbres; abandonó sus gustos musicales y los reemplazó por las melodías que siempre había odiado; cambió de vestuario, de supermercado, de mascota, de gestos, de peinado, de pasta de dientes y hasta de nombre.
Por eso mismo, no podemos saber cómo terminó la historia. La transformación fue tan radical que nadie sabe qué fue de Antonio L. Apenas se pueden ensayar posibles finales:
1)      quizás, pese a todo, no consiguió burlar a las manos negras de la suerte, ya que se le concedieron todos los deseos de su nueva identidad, condenándolo a vivir para siempre en una felicidad fingida;
2)      o, tal vez, metido en su nueva piel, acabó creyendo que sus falsos nuevos deseos eran en realidad sus verdaderos deseos; en ese caso, es probable que las fuerzas oscuras del destino hayan continuado frustrándolo, materializando ahora sus viejos anhelos para desgracia del nuevo Antonio;
3)      o en una de esas, convertido ya totalmente en otro, abandonó su deseo de querer influir sobre el destino mediante la manipulación de unas constantes por él descubiertas, y vivió el resto de sus días con las nuevas preocupaciones de su otro-yo, con las alegrías y desdichas de cualquier mortal.

2 de julio de 2012

Convictos: Mi barba tiene tres (millones de) pelos



Christian R. creía positivamente en que su barba crecía a razón de uno o dos centímetros durante las ocho horas de sueño, y menos de de medio milímetro durante toda la vigilia. De este modo, cuando dormía demasiado su rostro se poblaba rápidamente y, en cambio, cuando pasaba mucho tiempo despierto tardaba días en que el vello facial alcanzara la categoría de barba.
Según el propio Christian R., solía acostarse con la piel suave, sedosa, hidratada, y se despertaba como un cardo, cubierto de puntiagudas agujas renegridas que ocultaban las líneas de sus facciones.
Sobra decir que Christian R. era un hombre muy coqueto y vanidoso. Pero aunque le gustaba verse lampiño, odiaba afeitarse. Así que dedicó sus esfuerzos a encontrar el modo de eliminar la barba de algún modo definitivo.
Acudió primero a sus amigos en busca de consejo, y ellos le dijeron algo que probablemente fuera cierto pero que Christian R. se negaba a reconocer: su barba crecía al mismo ritmo que la de todos, y si había alguna diferencia de longitud entre los períodos de actividad y los de reposo no podía ser tan enorme.
Como sus amigos, en lugar de solucionar el problema, lo negaban en redondo, decidió buscar respuestas entre los profesionales: para eliminar cualquier duda al respecto, en primer lugar contrató una consultoría que auditara y certificara el desfase de crecimiento entre día y noche; los consultores, como siempre, se encargaron de decir lo que su cliente quería escuchar.
A continuación, acudió a clínicas de estética y centros capilares: las primeras le ofrecieron tratamientos radicales, como la depilación láser, aunque el riesgo de que un error en el tratamiento o que algún efecto secundario deformara su rostro hizo desistir a Christian R.; los segundos, por su parte, no solo eran incapaces de ofrecer una solución, sino que además le propusieron que se dejara analizar por el staff científico para determinar si su raro caso podía aportar alguna ayuda en la lucha contra la alopecia.
Christian R., desconsolado, huyó de todo el mundo y se aisló en una cabaña perdida en el monte, a maquinar cómo conseguir que el universo pudiera disfrutar de su belleza sin que él tuviese que enfrentarse cada mañana a la tortura de la cuchilla de afeitar.
Y así, tras una noche de insomnio en la que no paró de escribir, tachar y arrancar hojas de un cuaderno con planes descabellados, creyó dar con una idea que, si bien no arreglaba el asunto de forma tajante, al menos sí establecía un razonable compromiso: debía dejar de dormir. Calculaba que, así, tendría que afeitarse una vez cada dos o tres meses.
Lo puso en práctica esa misma noche: se afeitó cuidadosamente una vez más y se preparó para días y días de piel impoluta. Sin embargo, algo fallaba en su plan y la barba continuaba creciendo a su ritmo habitual. Lejos de reconocer los hechos, Christian R. sospechó que se quedaba dormido sin darse cuenta; decidió entonces apuntar las horas de inicio y final de cualquier actividad, para detectar el momento y la duración total de sus fatídicos y pilosos desvanecimientos. Alimentado a base de cafeína y otras drogas que le impedían caer en el sueño, su mente trajo las fantasías oníricas ante sus ojos en forma de alucinaciones.
Una hermosa mujer entró flotando en su habitación, envuelta en vapores de tul y de seda; se acercó a él con caricias divinas, disfrutando con el tacto de su tez limpia; pero en cada caricia, Christian R. iba notando cómo su rostro se volvía áspero, hasta que se dio cuenta de que la hermosa mujer era una bruja o una sirena, y que sus diabólicas manos daban vida a una barba enorme que crecía sin parar y se trenzaba y se prolongaba más allá de lo imaginable, arrastrándose por el suelo y enredándose entre sus piernas sin dejarlo avanzar.

Lo encontraron unos exploradores. Algunos dicen que se ahorcó con su propia barba. Otros, que se ahogó con una bola de pelos. La mayoría cree que murió de cansancio.

11 de junio de 2012

Igual no es igual


Igual no es lo mismo. Igual es equivalente; lo mismo es idéntico.
Dos más dos es igual a cuatro; pero dos más dos no es lo mismo que cuatro. La suma de dos cifras (de la misma cifra) no es lo mismo que una cifra suelta, aunque tengan igual valor.
En cambio, 01 y 10 son los mismos dígitos, pero no son iguales. Los primeros son la unidad acompañada de un cero a la izquierda; los otros juntos son el símbolo convencional de la perfección.
No es lo mismo un gol de taco (después de veinte pases consecutivos, dos caños, tres paredes, un sombrero, diez toques de primera y cinco gambetas de antología) que un gol lastimero, empujado a la red con la rodilla después de cinco rebotes confusos y aparatosos. Pero los goles valen todos igual.
El sol es el mismo desde hace cientos de miles de años; y sin embargo, no es igual sentirlo filtrándose entre las nubes en una fría mañana de invierno, que abrasándote en una tórrida tarde en el desierto.
Las mujeres son todas iguales, pero no todas son lo mismo. Hay unas que nos morimos por conocer, y otras que preferiríamos no haber conocido.
Por eso creeme si te digo que me da todo igual, aunque no todo me da lo mismo.

11 de mayo de 2012

Engaño (Ellos II)


–Cuando sea grande, voy a ser rey –dijo el joven a su maestro–. Voy a armarme caballero y seré el más valiente de entre todos. Ganaré fama y dinero, y conseguiré que me nombren protector de una marca o de un ducado. Y luego conquistaré y ganaré tantas batallas que acabaran por nombrarme rey de reyes.
–Me parece bien –opinó el maestro.
–Voy a tener un castillo gigante, inexpugnable y luminoso, con mármoles en suelos y paredes, y estatuas y armaduras y estandartes. Tendrá enormes riquezas y lujos que compartiré con todos mis amigos y mis más fieles servidores. Y voy a gobernar sabia y justamente, y todos me van a adorar.
–Me gusta que pienses así –acotó el maestro.
–Y me voy a casar con una bella princesa y vamos a tener muchos hijos que serán hermosos y nobles e inteligentes. Y mi hogar será feliz, lleno de alegría y risas y sol y flores, incluso en invierno.
–Bonito futuro –evaluó el maestro.
Y el muchacho partió a enfrentarse con la vida.

El maestro, ya anciano, vio regresar años después a una figura harapienta, apoyada en un bastón para compensar la pierna ausente. Tras la melena enmugrecida, una mirada tuerta y llena de reproche enfrentó al viejo sabio:
–¿Me recuerdas? –preguntó.
–Claro. Eras mi aprendiz –reconoció el anciano–. ¿Qué fue de tu vida?
–Quise ser un noble, pero acabé al servicio de uno. Bajo su mando, tuve que saquear aldeas y quemar granjas. Los campesinos nos odiaban y, en cuanto tuvieron oportunidad, intentaron asesinarme. Debí huir, pero el noble consideró que fue un acto de cobardía y me preoscribió. Tuve que refugiarme en los suburbios de una ciudad apestosa y vivir entre ladrones y contrabandistas. En esos ambientes tan sórdidos, mi cuerpo fue llenándose de mutilaciones y cicatrices. Todas las mujeres me despreciaron. No hace falta aclarar que no he tenido hijos. Tampoco tengo amigos: mi aspecto y mis negocios espantan a cualquiera. Ahora, inútil, tullido y envejecido, apenas si puedo mendigar para gastar las pocas monedas que consigo en algún vino que me ayude a olvidar penas y dolores.
–Lamento oír eso. ¿Qué puedo hacer para ayudarte?
–Ya nada. El daño está hecho. La vida no fue como habíamos hablado. Ahora solo me queda matarte.
–¿Matarme? ¿Por qué?
–Me engañaste. 

Ellos I

–No nos dejan ser libres.
–¿Quiénes?
–Ellos.
–¿Ellos quienes?
–Los poderosos.
–¿Qué poderosos?
–Los que mueven los hilos.
–¿Qué hilos?
–Los del Universo. Los que deciden todo.
–¿Todo-todo?
–Todo.
–¿No es mucho?
–Para ellos, no.
–¿Ellos quiénes?