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30 de noviembre de 2013

La lección de Bonciotti

En la pantalla se veía la repetición: el defensor rival iba con la pierna levantada, con el pie a la altura de la rodilla, e impactaba de refilón (muy de refilón) con la rótula del delantero; este caía y se revolvía de fingido dolor, mientras el árbitro aparecía en el encuadre corriendo con la tarjeta roja en la mano. El defensor, indiferente a su expulsión, se agachaba con gesto recio y susurraba unas palabras en el oído del agonizante caído; por cómo se incorporó el delantero ‒de un salto, lleno de energía y sin el menor rastro de su dolencia‒ se habría dicho que el defensor pronunció algún conjuro mágico, una oración sanadora, algo digno del show evangelista de los domingos. Las escenas continuaban: una vez de pie, el delantero empujaba al defensor en tres ángulos de cámara diferentes, seguido por un jab de izquierda que no llegó a destino; no obstante, el defensor caía como peso muerto, tomándose la cara con ambas manos, en un gesto mezcla de sufrimiento y necesidad de ocultar la risa. El árbitro, testigo en primerísimo plano, volvía a alzar la tarjeta roja, esta vez castigando al delantero.
‒¡Qué boludo! ¡Mirá cómo se hizo echar! ‒rezongó Cacho.
‒A estos jugadores les falta cabeza ‒asintió el Rober.
‒¡Ya estaba! Había conseguido que expulsaran al otro animal… pero no va y se prende en el quilombo. ¡Qué boludo! ‒continuó despotricando Cacho.
‒Esto no le hubiera pasado al Toto Bonciotti ‒recordó el Rober.
‒¿Bonchoti? ¿Y ese quién es? ‒preguntó Cacho en su cándida juventud.

22 de noviembre de 2013

Tercera entrada

‒¿Esto es de relleno?
‒Nada es de relleno.
‒¿Y el relleno de una empanada, por ejemplo?
‒Sin relleno, no habría empanada. Así que no está de relleno.
‒¿Y los extras de una película? ¿Y los figurantes?
‒¿Y el telón, y el escenario, y los vestuarios? ¿Sería igual una película si solo hubiera actores desnudos sobre un fondo negro, o tal vez solo voces en la nada?
‒Entonces me asegurás que esto no es de relleno.
‒Esto es lo que es y está para lo que está.
‒Pero convengamos que, por sí solo, el texto no vale gran cosa.
‒Quizás, si estuviera aislado.
‒¿Y no lo está, con una entrada para él solo?
‒Nada está nunca aislado. Así que el entorno completa el sentido y le otorga valor.
‒¿Y por qué en forma de diálogo?
‒Para establecer un contrapunto, para abrir el paraguas, para darle voz a la posible objeción del lector y poder responder de inmediato.
‒¿Qué objeción?
‒Sabía que ibas a preguntar eso.
‒Ya veo. Y ahora es cuando lo dejamos pensado.
‒Pero solo por unos segundos.

El síndrome de Storto

Esto no es una pelusa, sino que es una pieza de arte abstracto.

Cuando empecé con este blog, me propuse escribir al menos una entrada por mes. Casi lo consigo: entre 2007 y 2009 metí una… por año.
Supongo que entonces no me lo tomaba tan en serio como ahora, aunque tampoco es seguro que en este momento me lo tome muy en serio. (Si uno lee el simpático poema publicado hace unos instantes ‒ayer‒ podrá creer con razón que hay posts que son una tomadura de pelo).
Sin embargo, debo decir en mi descargo que no hay pieza en Señales de Humo que no tenga una razón de ser, que no esconda algo que el autor, en ese momento, deseara publicar. (A este respecto también he de manifestar que yo no puedo dar la cara por los que escribieron antes de mí: en ocasiones era un tipo obsesionado con lograr el mayor impacto con el mínimo material; en otras, un loco que transcribía absurdos diálogos mentales que se le ocurrían en la ducha o antes de irse a dormir; a veces era un enamoradizo y/o desilusionado pelafustán que deseaba expresar algún sentimiento inconfesable enfrascándolo en rebuscadas metáforas; y de a ratos aparecía el escritor más centrado en su tarea, esto es, en contar un relato que dejara pensando al lector, con una pizca de humor, otra de reflexión y un poco de cuidado en la elección de las palabras y las expresiones; pero yo no soy ninguno de esos).

21 de noviembre de 2013

Mi primer poema

Mi primer poema
no es un poema
sino que es un texto
escrito con saltos de línea
para que engañe a la vista
del lector desatento
(o atento pero indiferente)
haciéndole creer que tiene delante
la obra de un poeta
y no la de un vago poco creativo
que está a estas horas de la madrugada
pulsando incoherencias en un teclado
y que ni siquiera es capaz
de poner un signo de puntuación
que no sean los anteriores paréntesis
o el punto final que viene a continuación.

26 de octubre de 2013

Teología absurda

–Oiga, estimado, ¿por qué cree usted que Dios tiene tres patas?
–¿Perdone? ¿Tres patas?
–Sí, tres patas.
–¿Se refiere usted a la Santísima Trinidad?
–No, a tres patas, pies, piernas… Ya sabe.
–No, no sé.
–Pues debería saberlo, ya que es usted quien cree que Dios tiene tres patas.
–¡Yo no he dicho nunca que crea semejante cosa!
–Sí lo dijo. No directamente, pero sí lo dijo.
–¿Cuándo, cómo?
–Cuando dice que Dios es todo.
–¿Y eso qué…? ¿Cómo…? Explíquese.
–Si Dios es todo, también es un ser con tres patas, supongo.
–No sé si lo sigo…
–Vamos a ver: ¿cree usted que Dios es lo pasado, lo presente y lo futuro?
–Sí, por supuesto: es el alfa y el omega.
–¿Cree que Dios encierra en sí todas las posibilidades de la Creación?
–Claro, es el creador, es quien hace posible todo lo posible.
–¿Cree que Dios puede adoptar cualquier forma, como un arbusto en llamas o un hombre barbudo de Nazareth?
–Dios se manifiesta de muchas formas, sí.
–¿Y no podría ser, entonces, un individuo con tres patas?
–Como poder, podría, pero… Escúcheme, ¿a qué viene tanta obsesión con que Dios tenga tres patas?
–No sé, a mí no me pregunte. Es usted el que cree en esas cosas.

22 de septiembre de 2013

360º

Acabo de descubrir una gran verdad del Universo: no hay grandes verdades del Universo.

(De modo que no descubrí nada.)

Delay


–Cuando termines de leer ahora, ya será entonces.
–¿Y entonces?
‒Es ahora.

En la cuerda floja

En un tendal, dos sogas hablan entre sí:
‒Perdoname que te lo diga, pero estás re-colgada ‒dice una.
‒Habló la cuerda ‒le responde la otra.

(Risas, aplausos y bajada del telón).

11 de agosto de 2013

El zurdo

Desde chico le habían inculcado algunas supersticiones que jamás lo abandonaron: cruzar los dedos, no pasar por debajo de las escaleras, evitar a los gatos negros y, en especial, empezar todo con el pie derecho.
Sin embargo, y aunque intentaba deliberadamente huir de la mala suerte, su vida era una desgracia. Podría decirse que personificaba la Ley de Murphy y sus más tristes corolarios, principios y anexos: todo le salía mal en la peor combinación posible.
Pero él era porfiado. Estaba convencido de que todo ocurría por su culpa, porque seguramente hacía algo mal, algo que atraía la mala suerte. Así que cada día repasaba a conciencia los pasos que, según las creencias populares, debían asegurarle un buen comienzo.
Su obsesión era el pie derecho. “Si hay algo en lo que me puedo descuidar, en donde más fácilmente puedo cometer un error, es en lo del pie derecho”, se decía. Así que había colocado la cama contra una pared, de manera que solo podía bajarse por el lado en el que, instintivamente, incluso dormido, no tenía más remedio que apoyar primero la derecha. También dejaba junto a la cama solo el calcetín y el zapato que debía calzarse primero, y a los otros los arrojaba lejos para evitar confusiones. Antes de acostarse, también marcaba el hueco del pantalón por donde debía pasar la primera pierna, y ataba un pañuelo en el otro para que, si por error comenzaba con el pie indebido, el nudo le impidiera avanzar. Y así con todo.

No obstante, las desdichas continuaban: la suerte no llegaba y todo le salía al revés. Entre sus muchos desaciertos se encontraba el de confundir habitualmente la izquierda y la derecha.

21 de julio de 2013

Desperfectos

Los muchachos estaban aburridos en la mesa. Un calor inusual los tenía más apagados que de costumbre a esas horas de la tarde. El aire acondicionado no andaba y el resto del bar, semivacío, parecía acompañar el humor del grupo. Incluso el Gallego, el dueño, un tipo siempre activo, dormitaba de pie tras la barra.
El Negro estaba con la típica expresión de desconsuelo y parquedad que lo acompañaba de tanto en tanto. Acababa de cortar con la Colorada, la mujer con la que mantenía una relación inconstante, de acercamiento y alejamiento permanentes, cíclica. Esta vez parecía que era la definitiva; pero las veces anteriores también parecieron definitivas.
El Rober estaba de bajón, con abstinencia de fútbol. Aún faltaban unas semanas para que empezaran los torneos de verano y se contentaba con pescar en el cable partidos de antaño o de ligas inverosímiles. Pero ninguno lo llenaba ni le daba tema de conversación con los amigos, quienes no seguían esos encuentros ignotos. Su mano repiqueteaba con parsimonia en la mesa, como si contara los segundos que faltaban para el próximo partido.
Julito jugueteaba con su nuevo teléfono inteligente, haciendo como si esperara una llamada, o como si hubiese algo fascinante en saltar con el dedo de un menú al otro.
Mandrake se hurgaba la nariz con desgano, casi como por costumbre, con el meñique derecho apenas rozando los bordes de las fosas nasales. Tomaba de vez en cuando unos sonoros sorbitos de cerveza y jugueteaba con la mano izquierda en el plato de papafritas, revolviendo despacio el contenido sin propósito alguno.
Cacho estaba despatarrado en su silla y parecía realmente aplastado, como si el calor lo empujara hacia el suelo, comprimiéndolo, ensanchándolo, exprimiéndole el sudor por todos los poros.

Entonces, como quien pregunta la hora, Cacho soltó un interrogante inesperado, surgido de pensamientos latentes que daban vueltas por su cabeza en esos ratos muertos que uno tiene cuando viaja en colectivo o espera en la cola del supermercado:
‒Che, loco, ¿qué es la perfección?

2 de julio de 2013

Parafasia literaria


Los muchachos, de vez en cuando, se acordaban de Alfonso. Duró poco entre la barra, así que no llegaron a darle un apodo. Razón de más para que se les olvidara su existencia, o se confundiera en la distancia con otros Alfonsos más o menos cercanos.
Alguno sugirió (mucho después) llamarlo Alfonso el breve, por el escaso tiempo que compartió mesa en el bar. Pero Cacho recordó que ya habían apodado así a uno de sus ex compañeros de trabajo (Alfredo el breve, en ese caso) que entró a trabajar un lunes por la mañana y renunció ese mismo lunes por la tarde.
Así las cosas, Alfonso fue, es y será solamente Alfonso. Y esta no es la primera anomalía del personaje. La más importante (y causa de su alejamiento) era la forma de hablar. Se expresaba de una manera realmente extraordinaria:
‒¿Qué acelga, Alfonsito? ‒lo saludó un día Mandrake.
‒Detenido en el presente, sublimando las asperezas del tedio cotidiano ‒respondió el otro casi sin pensar, así como le vino.
Después de una respuesta así, gente como Mandrake dudaba sobre cómo proseguir la conversación, y acababa formándose un silencio incómodo.

18 de junio de 2013

Dislexia

“Plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro”, se repitió en voz baja, repasando.

Acababa de salir de la librería con el primer volumen que compraba en su vida. Alguna antología de Poe o Borges, tal vez. Hasta entonces, siempre había leído de prestado, en la biblioteca, en casa de sus padres o amigos. Por sus evidentes dificultades, nadie se había animado nunca a regalarle un ejemplar. Este era, por lo tanto y al fin, su libro.

“Al pibe le habría gustado”, pensó. El pibe era su hijo. Hacía doce años que no lo veía. Se había separado de la madre por incompatibilidad manifiesta, y los había dejado. Cambió de ciudad, lejos, y no volvió verlos. Marchó sin despedirse, con un plato de cena caliente esperándolo.

Pese a todo, seguía queriendo a su (ex) mujer. Por algo se habían casado y habían tenido al pibe. Porque algo hubo. Y el recuerdo de ese algo volvía de vez en cuando.

Pasó por el parque, con el libro nuevo en la mano, pensando en el pibe y en su madre. Se detuvo frente a un árbol donde los enamorados ponían sus nombres. Con algo de vergüenza, sacó su cortaplumas suizo y talló un corazón, dentro del que garabateó “Ella y Yo”.

Ruborizado como un adolescente, se alejó con la extraña sensación de que su vida ya era, por fin, completa.

A su manera.

18 de mayo de 2013

Historia de un dibujo

La Narigona, originalmente cargada por Julikeishon -dibujos-.

Todo empezó cuando un día, cansado y distraído, miraba el suelo con la mente en blanco. Al principio solo vi esto:


Pero, mirando con más atención las marcas en el piso, empezaron a aparecer algunas líneas:



Se me apareció, de golpe, un rostro de mujer. Pero como de esas mujeres que aparecían en los anuncios publicitarios de los años '20. Así que desde ahí, desde esa imagen mental sobre unas líneas inocentes, nació un boceto:


Y del boceto, el dibujo:


El resultado final, Fotochot mediante, es lo que abre esta historia. No es gran cosa, pero está bueno esto de compartir las imágenes que brotan de las formas azarosas.

26 de abril de 2013

Homenaje


Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con un bastón, con un torpe bastón que en sus viejas manos no podía ser un arma sino un báculo. Me costó percibir lo que esperaba: el débil golpe contra la puerta. Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio concluir y el tratado de Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo ahí, ya que no sé griego. Otro día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la llave. Temí que el hombre se desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó el bastón, que no volví a ver, y cayó en mi cama, rendido. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero sólo entonces noté que se parecía, de un modo casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.
Me incliné sobre él para que me oyera.
‒Uno cree que los años pasan para uno ‒le dije‒, pero pasan también para los demás. Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido.
Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver.
Me dijo entonces con voz firme:
‒Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Le tengo ahora a mi merced y no soy misericordioso.
Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían salvarme. Atiné a decir:
‒En verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón.
‒Precisamente porque ya no soy aquel niño ‒me replicó‒ tengo que matarlo. No se trata de una venganza, sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Cerletti, son meras estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.
‒Puedo hacer una cosa ‒le contesté.
‒¿Cual? ‒me preguntó.
‒Despertarme.
Y así lo hice.

Ya no había enemigo, ni arma ni báculo. Apenas el vago recuerdo de soñar que era Borges y que otro plagiaba mi relato (queriendo acaso, con torpeza, copiar también mi espíritu).

13 de marzo de 2013

Lógica-mente


Al terminar una clase de Lógica en la facultad de Bellas Artes, una alumna se acercó a Vladimiro Marrón (confundiéndolo con un ayudante de cátedra) y le preguntó:
‒¿Podría decirme cuál es el razonamiento inductivo?
‒La inducción consiste en afirmar que si anteayer no me morí, ayer tampoco me morí y hoy no me he muerto, se puede inferir que mañana no me moriré ‒ejemplificó Marrón.
‒Pero… ¿y si se muere? Tarde o temprano tendrá que pasar, ¿no? ‒dijo la alumna, contrariada.
‒No. Uno es inmortal hasta que se demuestre lo contrario.

Viendo que Marrón estaba respondiendo dudas, otro alumno se acercó y preguntó:
‒¿Es verdad que la abducción es un tipo de razonamiento probabilístico?
‒Efectivamente: si tenemos en cuenta la cantidad de estrellas que hay en el Universo, de las cuales muchas podrían ser como el Sol y albergar sistemas planetarios como el nuestro, con un planeta parecido a la Tierra donde podría surgir la vida inteligente, existe una probabilidad de que usted sea abducido por un platillo volador.

Cuando Marrón se disponía a doblar la esquina de un pasillo, un tercer estudiante lo detuvo y le espetó:
‒¿Qué es la deducción?
‒La deducción es el razonamiento por el cual uno afirma que todos los hombres tienen el pelo verde, que Yul Brynner es un hombre y que, por lo tanto, Yul Brynner tiene el pelo verde ‒respondió Marrón.
‒¿Pero Yul Brynner no era calvo? ‒se extrañó el alumno.
‒Lógicamente ‒concluyó el filósofo‒, si yo tuviera el pelo verde también preferiría quedarme pelado.

Soco Urtizberea: El señor tiene caminos misteriosos y la señora, ni te cuento (1982)

11 de marzo de 2013

Meditación

Cierto día, estaba el filósofo Vladimiro Marrón sentado en el césped de un parque, al sol. Parecía meditar, con los ojos cerrados, la espalda rígida, el rostro sin expresión. Varios jóvenes admiradores lo reconocieron y se reunieron a su alrededor, expectantes. Cuando Marrón abrió un ojo y vio a la pequeña multitud congregada en torno suyo, no dijo palabra alguna y se mantuvo en su sitio. Al cabo de unos minutos de incómodo silencio, uno de sus seguidores le preguntó:

‒¿Sobre qué medita, maestro?

Lo que pasó a continuación es confuso.

Algunos dicen que Vladimiro Marrón simplemente respondió: “Sobre el pasto”. Otros, que después empezó a levitar y dijo: “Ahora sobre nada”. Unos pocos creen que el meditabundo resultó ser un falso Vladimiro Marrón que se puso de pie y, mientras se alejaba, dijo algo así como: “Creo que me confunden con otro”.

Finalmente, uno asegura que Marrón repreguntó: “¿Alguien vio a un elefante escondido detrás de una flor?”. Ante la negativa general de sus discípulos, Marrón se agarró la cabeza con ambas manos y vociferó: “¿¡Cómo carajo hará para esconderse ahí, ese elefante hijo de puta!?”

Soco Urtizberea: El señor tiene caminos misteriosos y la señora, ni te cuento (1982)

4 de marzo de 2013

La historia de un fracaso


Se sentó a escribir algo. Empezó con lo primero que se le vino a la cabeza: una situación cotidiana o banal, sus sentimientos presentes, la descripción simple de un acontecimiento insignificante. Pero en cuanto vio el párrafo inicial plasmado sobre el papel (tan igual a otros anteriores), decidió eliminarlo y probar de nuevo.

* * *

Algunos lo llaman ‘el síndrome de la hoja en blanco’. Es ese terror que invade al escritor (o al creador, en general) cuando se enfrenta a la necesidad de dar forma a algo nuevo y nada surge de su mente. También es el argumento que ha inspirado muchos relatos, tan frustrantes como la frustración de su protagonista (y de su autor).

* * *

Tenía en el suelo, en torno al cesto, una alfombra de papeles arrugados, algunos apenas doblados, otros hechos un bollo, compactados con ira o desesperación, o empujados a la caída con desgano o cansancio. Papeles con dos, tres o cuatro líneas de palabras destinadas a morir en un malgasto ecológicamente insostenible. Palabras que describían una situación estática, sin movimiento, aunque fuesen señal de un movimiento anterior. Una escena tan aburrida e inerte que congelaba cualquier posibilidad de acción que derivara en un relato.

* * *

Lo intentaba una y otra vez. Arrancaba con algo conciso y concreto. Y luego se animaba. Cuando parecía que por fin iba a encadenar cinco o seis frases con sentido, volvía sobre sus pasos y descubría que no le gustaban, que había algo ahí que no estaba funcionando. No sabía qué ni por qué, pero su instinto nunca lo traicionaba. Así que abandonaba a mitad de la última frase, resignado a que aquello no iba a proesperar, a que ese texto ya no tenía arreglo, como si

* * *

A veces creía haber encontrado el camino directo. Frases sin adornos ni circunloquios rodeos ni palabras de más. Al grano. Una base sólida, aunque no ideal perfecta, sobre la que ir construyendo edificando, no sin enmiendas y remiendos parches, un texto con posibilidades de progresar. Por fin creía que estaba por nacer el Pero entonces volvía el bloqueo.

* * *

Recogió los pedazos de papel como quien junta los fragmentos de un jarrón quebrado. Los puso sobre la mesa y los ordenó aleatoriamente, como quien espera que el rompecabezas se arme solo ante sus ojos. Pero no dejaban de ser trozos sin sentido, inacabados, parte de algo que no estaba ahí. Como si las piezas pertenecieran a conjuntos distintos, como si cada una fuera la clave de un arco diferente. Hasta que comprendió que ahí había una historia: la historia de un fracaso.

* * *

Abandonó la búsqueda y se dio por vencido. Pero no abandonó la búsqueda ni se dio por vencido.

22 de diciembre de 2012

La cena de empresa (desde el punto de vista del soso)


Todo el mundo, en una u otra medida, conoce lo que es una cena de empresa, de esas que se celebran a final de año. Borracheras generalizadas, bromas del Jefe a los empleados y de los empleados al Jefe (con revanchas personales incluidas), encuentros sensuales (o directamente sexuales) entre compañeros de trabajo, peleas a golpe de puño, desapariciones misteriosas y apariciones enfervorizadas, y un largo etcétera de anécdotas que se repiten año tras año, empresa tras empresa (véase, por ejemplo, el reportaje ilustrado de El Jueves).
Pero en toda cena de empresa hay un soso, un amargo, un tipo aburrido que con su cara de Amanita muscaria y su actitud avinagrada se aburre y aburre a los demás. Este personaje es uno que se pierde todo lo que ocurre, aunque esté en una posición privilegiada para presenciarlo: es como un Safety Steward en los partidos de fútbol (esos que están vestidos con chalecos o abrigos fluorescentes, mirando al público y de espaldas al campo de juego), que están en un sitio inmejorable para ver el partido pero miran para el lado contrario; al final, se enteran todo por rumores (un grito de gol, una ovación, un abucheo, una silbatina) y solo comprenden totalmente lo que ha ocurrido una vez que termina el encuentro y alguien se los relata.
El soso, realmente, no tiene claro para qué va a la cena de empresa. Quizás un poco para no enfadar (y/o entristecer) al Jefe; o tal vez para no aguantar a algún compañero pesado que le insiste y le insiste para que vaya. En cualquier caso, se lo toma como una suerte de obligación, un trámite que debe cumplir anualmente, como hacer la declaración de la renta, pasar la revisión del auto o controlarse las caries.
Para un tipo así, ¿qué es la cena de empresa? ¿Cómo se ve este evento a través de sus ojos? Es muy simple. Para el soso, la cena de empresa es un ritual absurdo con unas etapas claras y definidas, en las que no pasa nada sustancial para el destino del universo, a saber:

15 de diciembre de 2012

La paradoja del fumador

Era lunes por la mañana. En el bar había muy poca gente. En la mesa de siempre, Cacho y Mandrake hablaban pavadas sobre el tiempo (“parece que mañana deja de llover”), los resultados futbolísticos de ayer (“el Rojo siempre tan amargo”) o sobre alguna mina que pasaba por la vereda de enfrente (“esa está vetada, creo que es la nami del doctor Zurutuza”).
En un momento se hizo el silencio, un silencio cómodo, de esos que se producen cuando hay confianza y la gente que comparte un espacio no siente la obligación de decir algo para llenar el tiempo. Por el contrario, cada uno se sintió libre de distraerse solitariamente con la espuma del café u hojeando el diario.
Pasaron unos minutos así, y de repente habló Mandrake:
‒¿Sabés qué? No te podés fiar de la gente que fuma ‒concluyó un razonamiento que había estado rondando en su cabeza, con un tono erudito impropio de él.
‒¿Cómo es eso? ‒le dio cuerda Cacho, que estaba un poco aburrido.
‒Y sí, viste. E’así. Un chabón que fuma no puede ser de confianza. Tiene la traición metida en el cuerpo ‒respondió Mandrake, y después sorbió ruidosamente su café con leche.
‒No te entiendo. ¿Qué tiene que ver la traición con el cigarrillo? ‒cuestionó Cacho.

9 de diciembre de 2012

Diamante


La charla pasó a debate, de ahí a polémica y de ahí a lucha encarnizada. Los amigos hablaban con la pasión que solo se demuestra cuando se tratan cuestiones vitales para el ser humano, como la religión o la política.
‒¡Es así, es así! ‒gritaba el Rober, agarrado a la mesa con las dos manos, como si quisiera evitar que se le escapara corriendo sobre sus cuatro patas.
‒Tampoco la pavada, Rober, tampoco… ‒rebatía con fastidio el Negro, en el punto álgido de la discusión, atrayendo la vista de todo el café.
Cacho intentaba contemporizar:
‒Bueno, ni uno ni otro, es un poco de todo…
Mandrake, mientras se subía el cierre del pantalón a la salida del baño, y sin saber bien por dónde venía la conversación, intervino sin dirigirse a nadie en particular:
‒¡No jodás! No jodás que todos sabemos como es la cosa, viste.
‒Lo que pasa es que vos te quedaste en los setenta, ¿me entendés? ‒recriminaba Julito al Rober con la boca llena de manises.
‒¿Qué setenta ni qué ocho cuarto? ‒se defendía el Rober‒ Acá lo que pasa está muy claro: hay gente que no se banca el pensamiento popular, ¿sabés? Acá hay gente que no se banca, por ejemplo, que haya un líder, un tipo que dirija la cosa.