Porque sé que es imposible.
Porque a mí nunca me va a pasar.
Porque soñar despierto con vos no significa nada.
Porque yo soy un tipo duro, recio, con el corazón blindado.
Porque esta congoja y el insomnio tienen alguna explicación científica.
Porque es pura casualidad que nos encontremos varias veces al día en lugares distintos.
Porque solo me sube el ritmo cardíaco cuando me rozás; y únicamente me distraigo con las gráciles ondas de tu pelo; y apenas me angustio con la profundidad de tus ojos inalcanzables.
Porque yo no soy de los que se enamoran.
Porque estoy loco por vos.
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4 de febrero de 2012
Odiosos e Inevitables VII - Porque sí
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3 de febrero de 2012
Odiosos e Inevitables VI - Culpa de ellos
No puede ser que
todos se quejen.
No puede ser que
siempre haya algo mal.
No puede ser que nunca
falte algo para criticar.
No puede ser que
la culpa siempre la tengan otros: ellos.
No puede ser que
la única solución sea la protesta, la manifestación.
No puede ser que
siempre esperemos a que otro venga a arreglarnos los problemas.
No puede ser que
todos estén furiosos por todo, que griten y rechacen y no se resignen a que el
mundo no siempre va a ser lo que quieren que sea, o lo que creen que es.
No puede ser que
no lo entiendan.
Alguien debería
hacer algo.
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2 de febrero de 2012
Odiosos e Inevitables V - Inquerible
Quisiera creer
que no pasó nada.
Quisiera creer
que no existe nadie más.
Quisiera creer
que te doy todo lo que necesitás.
Quisiera creer
que sos absolutamente sincera conmigo.
Quisiera creer
que no vas a dejarte tentar por esos tipos sofisticados.
Quisiera creer
que puedo confiar en vos, en cualquier circunstancia, lugar y tiempo.
Quisiera creer
que no sos capaz de andar coqueteando con otros mientras yo estoy en fuera, ni
hacerle caídas de ojo al vecino, ni reírle las gracias a tu compañero de
trabajo.
Quisiera creer
que somos el uno para el otro.
Pero querer no
siempre es poder.
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1 de febrero de 2012
Odiosos e Inevitables IV - Terror
No niego que a
veces tartamudeo.
No niego que me
cuesta un poco expresarme.
No niego que me
preocupa lo que vayan a pensar de mí.
No niego que
intento ser cauteloso, medido, prudente, diplomático.
No niego que a
menudo me quedo sin palabras, apagado, enterrado en un rincón.
No niego que, de
todo lo que se me cruza por la cabeza, aflora por mi boca una décima parte.
No niego que en
más de una ocasión me quedé con las ganas de insultar a alguien, de declarar mi
amor, de enfrentar una injusticia, de desenmascarar a un farsante o de
arriesgarme al fallo.
Pero yo no tengo
miedo a decir lo que pienso.
Bueno, siempre
que a vos te parezca bien…
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31 de enero de 2012
Odiosos e Inevitables III - No, nada, nadie
Está claro que no
soy el mejor.
Está claro que
tampoco soy el peor.
Está claro que
soy tan bueno como cualquiera.
Está claro que yo
podría haber estado en su lugar.
Está claro que él
no es exactamente como la gente cree que es.
Está claro que la
otra tampoco destaca mucho en el puesto donde está.
Está claro que
todos ellos tuvieron suerte; que estaban en el momento indicado en el lugar
indicado; que me podría haber pasado a mí; y que yo sabría hacer las cosas
mucho mejor.
Está claro que no tengo nada que envidiar a nadie.
(=Tengo algo que
envidiar a todos.)
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30 de enero de 2012
Odiosos e Inevitables II - Susceptible
Es cierto que a
veces preferiría no conocerte.
Es cierto que a
veces te deseo alguna desgracia.
Es cierto que a
veces hablo mal de vos a tus espaldas
Es cierto que a
veces garabateo maldades sobre una foto tuya.
Es cierto que a
veces te echo la culpa de todas las desventuras de mi vida.
Es cierto que a
veces no hago otra cosa que pensar en cómo devolverte el sufrimiento.
Es cierto que a
veces voy a tu casa y pinto obscenidades en tus paredes, y rompo tus ventanas
con piedras, y riego tus plantas con ácido, y grito cosas horribles a los
cuatro vientos.
Pero yo no te
guardo ningún rencor.
Solo estoy un
poco susceptible.
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29 de enero de 2012
Odiosos e Inevitables I - DesAtinado
A pesar de que no
hay otra explicación.
A pesar de que
suelo intuir lo que va a pasar, y pasa.
A pesar de que distintos
intentos producen idénticos resultados.
A pesar de que
parezco condenado a repetirme en los mismos errores.
A pesar de que
cada maniobra evasiva me conduce al lugar que quise evitar.
A pesar de que en
campo abierto tiendo a seguir el sendero marcado en la tierra.
A pesar de que he
negado a las profecías y a los horóscopos, a la genética y al determinismo, a
Dios y a los dioses, a lo escrito y a lo inevitable; y a pesar de que me
persiguen adonde voy.
A pesar de las
evidencias, no creo en el destino.
Ese debe de ser
mi destino.
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Odiosos e Inevitables
A partir de hoy, y por siete días, voy a publicar una serie de escritos (torpes y ridículos) unidos temáticamente.
Dice mi amigo, el músico y compositor Emilio Nicoli, que el arte no se explica: que cada uno escuche, lea, mire y saque sus propias conclusiones. Y me parece bien.Pero esta serie, quizás porque no es del todo obvia, o porque quizás es demasiado personal, necesita una pequeña introducción.
Hay, al menos, siete sentimientos que (para mí) son tan odiosos como inevitables, y que intento suprimir en cuanto afloran porque me avergüenzan, me incomodan, me hacen ver como un idiota. Estos son: la superstición (la sensación de que hay algo ajeno a nuestra comprensión que interviene en nuestras vidas); el rencor (ese odio malsano que se enquista y deriva en sed de venganza); la envidia (hija de la incapacidad para reconocer nuestras propias limitaciones); los celos (el reflejo posesivo de las personas inseguras); la timidez (esa manía de tragar vidrio con al boca cerrada); la indignación (producto de la ignorancia sobre cómo es el mundo real); y, por supuesto, el amor (o el enamoramiento, esa enfermedad mental que te sume en un estado de febril pelotudez).
Esta serie quizás sea un intento por exorcizar aquellos demonios. Va dedicada a todos los que no me creyeron capaz de superar mis males: ojalá que se atraganten con estas palabras.
Puede que alguno descubra que alguien ya hizo algo parecido: pero ¿a que no lo hicieron tan bien como yo? También es probable que alguien me quiera copiar: el mundo esté lleno de hijos de puta sin talento que se roban las ideas ajenas; alguien debería hacer algo.
(Y también hubiera querido dedicársela a ella, pero no me animo…)
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27 de enero de 2012
El ahorcado (I)
“… como aquel que
haciendo alarde
de coraje en el
sufrir
no se mata de
cobarde
por temor de no
morir”.
Me
da pena confesarlo
Alfredo Le Pera y Mario Battistella
Imaginate que
estás solo en una habitación chiquita, de noche, con la lluvia chapoteando en
el techo, una gotera que moja la almohada donde deberías estar durmiendo y una
lamparita de 25 watts apurando sus últimos instantes de vida útil. No sabés qué
hora es: estuvo oscuro todo el día y vos anduviste saltando de sueños febriles
a pesadillas a vigilia ansiosa. Cuando te despertaste por última vez, las gotas
del techo te taladraban la frente como una tortura china. Apenas retenías las
imágenes de un mal sueño: una fuga surrealista por una ciudad en ruinas,
perseguido por personas que parecían zombies,
sin lugar donde detenerse, acorralado, acosado, sin otra escapatoria que seguir
huyendo indefinidamente en un mundo completamente hostil. No recordás sino la
sensación horrible de que todo otro ser era maligno, que absolutamente todos eran
tus enemigos, que te querían muerto, que no te iban a dejar escapar.
Vas hasta la
mesita donde reposa un termo y un mate lavado, y te cebás un amargo, frío.
Mirás por la ventana, a través de las persianas caídas, y ves la avenida
Corrientes mojada, las luces de neón defectuosas, los techos amarillos de los
taxis. Sentís el ruido del tráfico, de los colectivos, de la gente que se
tropieza en las baldosas flojas, se moja y putea. Volvés a la cama, a ese catre
quejumbroso, y te sentás cansado. Oís entonces al vecino, que sigue poniendo
discos de tango, uno tras otro: Pugliese, Gardel, Julio Sosa y Goyeneche, sobre
todo Goyeneche. Suena por enésima vez en el día una versión de Sur y alguna frase te da vueltas por la
cabeza:
“Ya nunca me
verás como me vieras / recostado en la vidriera / esperándote...”
Ni eso ni nada.
Sabés que el final se acerca, que ya no hay salida, que te van a encontrar
tarde o temprano, ahí, en esa pocilga que viene a ser tu penúltima morada.
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25 de enero de 2012
Errante
Lo había perdido todo buscando esa silueta errante que vio una vez por la ciudad: una sombra misteriosa, cautivante y peligrosa; un enigma en movimiento, una duda imperiosa.
Había oído que rondaba por el centro, o en un barrio de las afueras; que salía de noche o viajaba en tren de día; que dormía en las plazas y se bañaba en las fuentes; que se escondía en las estaciones o en los portales oscuros.
La perseguía sin pausa, y sin resultados. Donde fuera que la buscara, la silueta errante ya había desaparecido. Parecía presa de un embrujo que le impedía controlar sus propios pasos, que la obligaba a vagar sin ton ni son por pasajes y callejones, rondando sin patrón ni sentido. No había forma de anticipar sus huellas, de predecir su destino.
Pero él lo intentó. Olvidó su casa, su familia, sus amigos, su trabajo, su vida entera, consagrándose de lleno a la perpetua persecución de una sombra impredecible.
Y por fin, contra todo pronóstico, la encontró.
En la misma calle donde aquel día tuvo por primera vez la extraña sensación de que una figura fugaz se movía sombría entre la gente, apartada de la gente; en la misma esquina donde la vio desaparecer y perderse para siempre; contra ese escaparate anticuado y venido a menos que solía ignorar camino de la oficina; allí, en ese preciso lugar, él volvió a toparse con su propio reflejo.
Había oído que rondaba por el centro, o en un barrio de las afueras; que salía de noche o viajaba en tren de día; que dormía en las plazas y se bañaba en las fuentes; que se escondía en las estaciones o en los portales oscuros.
La perseguía sin pausa, y sin resultados. Donde fuera que la buscara, la silueta errante ya había desaparecido. Parecía presa de un embrujo que le impedía controlar sus propios pasos, que la obligaba a vagar sin ton ni son por pasajes y callejones, rondando sin patrón ni sentido. No había forma de anticipar sus huellas, de predecir su destino.
Pero él lo intentó. Olvidó su casa, su familia, sus amigos, su trabajo, su vida entera, consagrándose de lleno a la perpetua persecución de una sombra impredecible.
Y por fin, contra todo pronóstico, la encontró.
En la misma calle donde aquel día tuvo por primera vez la extraña sensación de que una figura fugaz se movía sombría entre la gente, apartada de la gente; en la misma esquina donde la vio desaparecer y perderse para siempre; contra ese escaparate anticuado y venido a menos que solía ignorar camino de la oficina; allí, en ese preciso lugar, él volvió a toparse con su propio reflejo.
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23 de enero de 2012
Pixelado
Un escritor
contemporáneo se propuso escribir una novela policial, como tantas otras, pero
con una curiosidad: las iniciales de los nombres de todos los personajes se
corresponderían con las extensiones más conocidas de los archivos informáticos:
PPT, JPG, DOC, XLS, PDF, PSD, GIF, BMP, TXT y así siguiendo.
No conforme con
ello, intentó que las características de los protagonistas tuvieran alguna
relación con el tipo de archivo al que referían: DOC, un catedrático de
renombre, era sospechoso del asesinato de TXT, un estudiante de Letras; JPG era
un joven policía que desplazaba al anticuado BMP, mientras que TIF era más
inteligente, y RAW el más noble y elemental; XLS era un contador en la empresa
donde PPT se dedicaba a las relaciones públicas; PDF era un periodista que
estaba en todas partes y GIF era un vendedor de segunda contratado por la
empresa de HTML.
El escritor
esperaba que su público apreciara estas sutilezas, de modo que no mencionó su
astuto el juego de archivos e iniciales en las distintas presentaciones, ni
arrojó pistas sobre ello en las entrevistas o en sus columnas firmadas.
Aproximadamente
uno de cada diez (o de cada veinte) lectores descubrió el vínculo entre
extensiones y personajes, y uno de cada diez (o veinte) de los sagaces comentaron
la jugada en foros, chats y redes sociales. A pesar de ello, no consiguieron
mejorar la opinión general sobre la novela, considerada como de mala calidad:
la resolución del caso era abrupta y pobre, y quedaban muchos detalles sin
definir.
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16 de enero de 2012
Solitario
Solían creer que
era un tipo responsable, que pasaba horas y horas trabajando con su portátil,
en cualquier lugar, en cualquier momento.
Solían verlo
siempre serio, meditabundo, concentrado en su pantalla, moviendo levemente los
dedos sobre una tecla o sobre el touch-pad.
Solían pensar de
él que era un tipo inteligente, que sus silencios eran fruto de una intensa
reflexión, que el día que hablara sería para pronunciar la palabra justa.
Solían aventurar
que gozaba de genio, de una mente prodigiosa ocupada en grandes asuntos, en
cosas importantes más allá de nuestro entendimiento.
Solían
encontrarlo inmóvil, pensativo, abstraído del entorno, solo él y su máquina.
Solían apreciar
en su rostro un gesto de rabia, disconforme, propio de un perfeccionista que no
solo busca una solución, sino la mejor solución posible.
Solían arriesgar
que sus suspiros, profundos y apesadumbrados, eran fruto de una frustración
humana, propia de quien sabe que puede dar más.
Solían tener la
esperanza de que en ese cerebro y en ese procesador se encontraba la respuesta
a los misterios del Universo, la cura a todos los males, el destino futuro de
la humanidad.
* * *
Solía perder en
el solitario.
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soledad
Mufados
Un grupo de
amigos tomó nota: cuando Juan estuvo en Colombia, hubo unas inundaciones
espantosas; cuando fue a Estados Unidos, lo acompañaron dos huracanes seguidos (y
también una masacre en un colegio de Michigan); cuando fue a Chile, un
terremoto y un volcán en erupción; en España, una sequía espantosa y récord de
incendios forestales; en Suecia, el peor invierno en siglos…
Pero no solo la
naturaleza manifestaba su furia detrás de Juan: apasionado de la historia, el
hombre había viajado por la vieja Cartago (en Túnez), las pirámides de Egipto, el
Partenón en Grecia y por Roma. Revoluciones, revueltas, y crisis económicas se
sucedieron una tras otra.
Alguien recordó,
entonces, que las virtudes catastróficas de Juan habían comenzado muchos años
atrás. En el pueblo natal de sus abuelos le tenían vetada la entrada: cada vez
que iba de visita moría algún conocido. Esto, que en realidad es algo altamente
probable tratándose de un pueblo pequeño, no lo es si tenemos en cuenta que las
muertes siempre se debían a causas accidentales: una electrocución, dos
atropellos, un resbalón en la ducha, el desmoronamiento de un techo, una
asfixia por la estufa a gas y tres por comida (una aceituna, un trozo grande de
carne y un pedazo de pan con dulce de leche), e incluso un ataque repentino de
una mascota se contaban entre los “logros” adjudicados a Juan.
De modo que sus
amigos reaccionaron: si queremos que Argentina vuelva a ser un país próspero y
sano, dijeron, un lugar digno para vivir y crecer y criar hijos, hay que mandar
a Juan lo más lejos posible. De paso, añadieron, podemos intentar enviarlo a
algún sitio que nos provoque particular rechazo, como el Reino Unido, Brasil o
Timor Oriental.
Si bien no
lograron esto último, al menos pudieron alejar a su amigo. Movieron todos los
hilos a los que tuvieron acceso y, a través de una oscura empresa de
compra-venta de armamento, consiguieron despachar a Juan hacia un itinerante e
incierto destino, asegurándose de que su amigo iba a estar moviéndose todo el
tiempo en un triángulo entre Vorkuta (Rusia), Helsinki (Finlandia) y Bakú
(Azerbaiján).
Así vivieron bien
por un tiempo. Sin embargo, las alarmantes noticias sobre el cambio climático,
el crack de las finanzas mundiales y el inminente lanzamiento del iPhone 5 les hicieron
pensar que Juan era un peligro a escala planetaria, por lo que no bastaba con
mantenerlo lejos del país: había que mandarlo fuera de la Tierra.
Enterados de la
nueva oferta de viajes espaciales privados para turistas, invirtieron todo lo
que tenían (e incluso más) y compraron un pasaje para ofrecérselo a Juan como
regalo. Luego hicieron tratos oscuros con mafiosos, o hackers (o hackers
mafiosos), y sabotearon el vuelo para que jamás retornara.
Cuando los
astrónomos advirtieron que la explosión de un planeta remoto había generado un
gigantesco meteorito que se dirigía hacia nuestro sistema solar, los amigos
descubrieron que habían cometido un grave error. Un gravísimo error…
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15 de enero de 2012
Azaroso
–Mala pata… otro
año más sin sacar nada en la lotería. Lo mío no son los juegos de azar.
–El azar no existe.
–¿Cómo que no
existe?
–No, no existe. El azar es el nombre que le damos
al conjunto de variables, factores, fuerzas y circunstancias que determinan un
suceso o un hecho puntual, pero sobre los que no conocemos nada, o casi nada.
–O sea que,
digamos, todo está determinado por algo, o mejor dicho por muchas cosas. Pero como
no sabemos cuántas ni cuáles, le echamos la culpa al azar.
–Esa es la idea.
–¿Y qué pasa entonces
con la lotería, con los dados, los sorteos…?
–Me gusta la pregunta. Supongamos el sorteo de la
lotería: la bolita que cae con el número que otorga el premio mayor cae por
algo, por una serie de acontecimientos y leyes que nada tienen que ver con la
suerte. Cuando el bombo gira, están actuando las fuerzas físicas; pero ocurren
tantas cosas a la vez, y todas influyen sobre las otras (las bolitas chocan y
giran y se rozan y golpean con las paredes, unas empujan a otras, que empujan a
las siguientes y así siguiendo), que aun conociendo la exacta posición de todas
las bolitas al inicio del sorteo, sería casi imposible determinar cuál es la
que va a caer.
–Bueno, pero la
posición inicial es azarosa.
–No. Alguien puso las bolitas ahí en un orden, y
la física hizo el resto.
–Está bien, pero
el orden en que se metieron las bolitas es fortuito.
–Tampoco. Hay razones que podrían explicar por qué
estaban ordenadas de una manera u otra al momento de introducirlas.
–OK, pero ese
orden anterior sí es casual.
–Para nada. Conociendo todos los datos, podría
saberse exactamente por qué estaban así o asado.
–De acuerdo. Pero
si seguimos así, vamos a llegar al momento en que fabricaron las bolitas,
cuando una salió primero que la otra.
–Exacto. Incluso más atrás, mucho más atrás. Todo
va encadenado, desde el Big Bang a nuestros días.
–¿¡El Big Bang!?
¿No es un poco demasiado atrás?
–Todo tiene su causa original en aquella
primigenia explosión. Todo estaba determinado en ese primer momento. Pero no
hay manera de saber cómo seguirá. No, a menos que se tenga una mente capaz de
procesar todo lo que está pasando en cada punto del Universo ahora mismo. A
menos que seas una especie de dios. En cualquier caso, nosotros no podemos. Y
llamamos azar, casualidad, suerte, a lo que no podemos explicar.
–Es una idea
interesante. ¿Cómo se te ocurrió?
–Realmente, no lo sé.
–Digamos, entonces, que por
azar.
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24 de diciembre de 2011
Caradura
Estaba oscuro. Había niebla, una niebla tan espesa que no dejaba ver más que los resplandores de la iluminación callejera. Esperaba el tranvía después de otra noche en el bar de siempre. Llevaba en la mano un libro sobre mitos, leyendas y maldiciones donde pretendía encontrar la inspiración necesaria para su primera novela. Pero aquella madrugada le iba a resultar imposible leer nada. De pronto, alguien tosió y luego le dirigió la palabra. No alcanzaba a distinguir el rostro que le hablaba.
–Yo no creo en supersticiones –le dijo el extraño.
–Depende. Como se suele decir, “las brujas no existen, pero que las hay, las hay”… –respondió, por dar conversación, para llenar el tiempo.
–No, las brujas no existen…
–Parece muy seguro. ¿No cree en ninguna superstición? ¿Ni una cábala, nada?
–No. Especialmente, no creo en las maldiciones. Ya sabe: mal de ojo, esas cosas.
–Ah, no, yo tampoco.
–Hace bien, hace bien…
–La superstición trae mala suerte, dicen por ahí.
–Muy ingenioso, realmente. Pero yo sería más drástico: la superstición genera miedo, un miedo innecesario.
–Es verdad. Conozco gente que entra en pánico cuando ve un gato negro.
–No es sano.
–No, no lo es.
Se hizo un breve silencio, un poco incomodo.
–Yo no creo en supersticiones –le dijo el extraño.
–Depende. Como se suele decir, “las brujas no existen, pero que las hay, las hay”… –respondió, por dar conversación, para llenar el tiempo.
–No, las brujas no existen…
–Parece muy seguro. ¿No cree en ninguna superstición? ¿Ni una cábala, nada?
–No. Especialmente, no creo en las maldiciones. Ya sabe: mal de ojo, esas cosas.
–Ah, no, yo tampoco.
–Hace bien, hace bien…
–La superstición trae mala suerte, dicen por ahí.
–Muy ingenioso, realmente. Pero yo sería más drástico: la superstición genera miedo, un miedo innecesario.
–Es verdad. Conozco gente que entra en pánico cuando ve un gato negro.
–No es sano.
–No, no lo es.
Se hizo un breve silencio, un poco incomodo.
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Finales felices
Cuando uno es un niño, le gustan los finales felices. Es muy simple: uno aprende que los buenos siempre ganan, que merecen ganar, que es justo que ganen, que las cosas bien hechas tienen su premio. Al menos eso funciona al principio. A medida que uno crece, ocurren dos cosas a la vez:
- se va dando cuenta de que, en la realidad, los buenos no siempre ganan;
- empieza a descubrir que no todos los malos son tan malos, y que algunos son más simpáticos, inteligentes y trabajadores que muchos buenos.
Así las cosas, aprende a disfrutar con las pequeñas victorias de los malvados, o con los primeros finales trágicos (o tan solo abiertos) que descubre en su corta vida.
Pasados algunos años más, uno se hace adicto a los finales infelices; paralelamente, aborrece los otros, las películas melosas donde todo sale bien, donde las escenas finales ponen a cada uno en su (supuesto) lugar, y donde lo predecible se torna nauseabundo. Uno quiere disfrutar con el esfuerzo vano, con la aventura que acaba en fracaso, con la superación personal que vuelca en suicidio, con el caos y la miseria reinando por sobre las buenas intenciones.
Con unas cuantas primaveras a cuestas, la cosa cambia ligeramente: ni tanto ni tan poco. Para amarga ya está la vida, piensa uno, así que para qué amargarse aún más. Eso sí, no es cuestión de engañarse infantilmente con historias maniqueas e inverosímiles. Así que uno acaba decantándose por las medias tintas, por los triunfos con sabor a derrota, los empates sobre la hora o las derrotas con las que, al menos, se puede aprender algo para el futuro. Uno empieza a moverse por la zona de los grises, flotando en un subibaja de emociones destinado a quedarse, a largo plazo, en el centro.
Pero cuando uno llega a cierta edad está harto de grises. Se da cuenta de que aquello es como vivir todo el día bajo un cielo nublado, y que ya es hora de que salga el sol. Además, uno está aburrido de que nada salga nunca bien, ni dentro ni fuera de libros y pantallas; está cansado de que las cosas no son nunca como debieran ser, como a uno le gustaría que fueran. De modo que acaba buscando refugio, nuevamente, en los finales felices: uno se sienta en un sofá, en una silla, bajo un árbol o debajo de un puente, pone la televisión o agarra cualquier edición de bolsillo, y se traga una historia donde lo que uno desearía que ocurriese para uno, ocurre allí para otros. Y quizás sonría o se le escape una lágrima de alegría antes de irse a dormir. Consigue así, al menos hasta el despertar de la mañana siguiente, un final feliz.
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18 de diciembre de 2011
La cena
A Luis J. Tejedor
La invitación, sin destinatario definido, llegó al mostrador de recepción de la compañía. La Asociación de Pequeñas y Medianas Empresas de San
Cayetano invitaba a unos “estimados señores” a asistir a la cena anual que se
celebraría en días próximos. Rogaba confirmar la asistencia y deseaba felices
fiestas.
La carta fue remitida inmediatamente al director
gerente, quien la abrió, suspiró cansado y llamó a su asistente: “¿Te interesa
ir a una cena? Tomá, toda tuya”, le dijo sin dar tiempo a responder y le
entregó el sobre. El asistente, primero agradecido, leyó luego el contenido y
cambió el gesto. Pensó algo parecido a lo siguiente:
Uh,
no, esto es un embole. Un montón de jefazos ignotos, o de empresarios de
cuarta, mesas con gente desconocida, charlas intrascendentes, algún que otro
discurso aburrido… Yo paso, que vaya otro.
El asistente caminó por el pasillo hasta la
máquina de café, donde se encontró con la jefa de Administración.
–Hola, ¿cómo va? –le dijo.
–Como siempre… –respondió la otra, como resignada
a una vida triste.
–No, como siempre no. Te traigo un regalito –dijo
el asistente, que vio su oportunidad.
–¿Qué es? –se ilusionó la de Administración.
–Una invitación a una cena. Me dijo el gerente que
fuera yo, pero justo ese día tengo un compromiso familiar y… bueno,
lamentablemente no puedo ir. Así que pensé: ¿quién mejor para representar a la
empresa que la jefa de Administración, eh?
–Ah, eso… –la decepción en la cara de la mujer era
notoria.
–Bueno, en fin, ahí te la dejo. Que lo pases bien.
El asistente se fue apresuradamente sin sacar
siquiera un café.
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14 de diciembre de 2011
Desconcierto
–Seguro que a vos
te pasa lo mismo que a mí.
–¿Ah, sí? ¿Y qué
es lo que me pasa?
–Eso mismo: que
no sabemos lo que nos pasa.
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26 de noviembre de 2011
El mejor cuento jamás escrito
Dicen que una vez se reunieron los más grandes escritores del planeta para intentar crear el mejor cuento jamás escrito. Pronto se encontraron con la primera y gran dificultad: hablaban idiomas distintos. Se procuró llegar a un acuerdo sobre cuál era el habla idónea para llevar a cabo la empresa, pero fue imposible: cada uno intentó destacar las virtudes de su lengua materna (o de su lengua adoptiva), ya fuera por su universalidad o su capacidad de expresión, sus posibilidades o sus riquezas, su simplicidad o su belleza.
La falta de entendimiento acabó creando grupos de afinidad lingüística, que comenzaron a competir por ver quién conseguía crear el mejor relato. Con ello, esperaban, demostrarían la capacidad creativa de su lengua para ser portadora del mejor cuento jamás escrito. Surgieron así historias dispares, largas y breves, complejas y sencillas, profundas y superficiales, y ninguna logró convencer a nadie (ni siquiera a sus propios creadores) de ser la más brillante de todos los tiempos.
Alguien pensó entonces (y los demás estuvieron de acuerdo) que más allá del lenguaje portador del cuento, este debía narrar un gran argumento (el mejor argumento jamás contado). Había que, por tanto, consensuar cuáles debían ser los protagonistas del relato, sus principales hitos, sus giros, su poesía, su magia y su encanto. Pero en ello tampoco hubo acuerdo.
Una escritora inglesa propuso una historia de hadas; un narrador japonés, una pequeña parábola; un cuentista sueco sugirió un soliloquio que reconstruyese un acontecimiento hacia atrás en el tiempo; un fabulador argentino insinuó trazar un laberinto de palabras; una poetisa india planteó dibujar un camino que semejara a la vida; y así muchas y muy dispares propuestas.
Al cabo de días y días de reunión, los escritores estaban como al principio. En la última jornada, después de incontables horas de pesaroso silencio, una voz exclamó lo que ya todos sospechaban: “El mejor cuento jamás será escrito”.
La falta de entendimiento acabó creando grupos de afinidad lingüística, que comenzaron a competir por ver quién conseguía crear el mejor relato. Con ello, esperaban, demostrarían la capacidad creativa de su lengua para ser portadora del mejor cuento jamás escrito. Surgieron así historias dispares, largas y breves, complejas y sencillas, profundas y superficiales, y ninguna logró convencer a nadie (ni siquiera a sus propios creadores) de ser la más brillante de todos los tiempos.
Alguien pensó entonces (y los demás estuvieron de acuerdo) que más allá del lenguaje portador del cuento, este debía narrar un gran argumento (el mejor argumento jamás contado). Había que, por tanto, consensuar cuáles debían ser los protagonistas del relato, sus principales hitos, sus giros, su poesía, su magia y su encanto. Pero en ello tampoco hubo acuerdo.
Una escritora inglesa propuso una historia de hadas; un narrador japonés, una pequeña parábola; un cuentista sueco sugirió un soliloquio que reconstruyese un acontecimiento hacia atrás en el tiempo; un fabulador argentino insinuó trazar un laberinto de palabras; una poetisa india planteó dibujar un camino que semejara a la vida; y así muchas y muy dispares propuestas.
Al cabo de días y días de reunión, los escritores estaban como al principio. En la última jornada, después de incontables horas de pesaroso silencio, una voz exclamó lo que ya todos sospechaban: “El mejor cuento jamás será escrito”.
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13 de noviembre de 2011
Rhetorik des Todes
(A continuación, un extraño caso de colaboración literaria paranormal: Verónica Cerletti escribió el texto sin conocer mi dibujo; yo dibujé sin conocer el texto. Y así como así, las piezas encajan sorprendentemente... Eso sí: alemanes puristas, abstenerse.)
Eins… zwei…
drei... dreimal haben die Glocken geschlagen. Die Zeit ist noch nicht gekommen.
Auf jeden Fall
erwartet mich immer das Gleiche: die Angst, der Kampf und schliesslich die traurige
Resignation. Ironisch, das kann nicht anders als ironisch sein. Sie haben die
Freiheit, ich kann nichts entscheiden. Durch mich werden alle am Ende frei,
aber es gibt keine Erlösung für mich. Trotzdem sind sie traurig und sogar
trauriger so bald sie vor mir stehen. Das wäre schon
mein liebstes Wunsch, wenn es mir zu wünschen noch erlaubt wäre, mich selbst
abholen zu können. Aber solche Gabe wurde mir nicht gegeben. Es ist mein
Schicksal, die Last der Ewigkeit immer zu tragen. Ironisch. Den glücklichsten
Wesen, die existieren, wurde kein Bewusstsein deren Glück gegeben und so war es
ihnen die Gelegenheit verwehrt, es zu geniessen. Bewusst genug bin ich, um die
ganze Ewigkeit zu leiden. Müdigkeit kenne ich nicht; Überdruss ertrage ich. Und
wenn alles endlich vorbei ist, wenn es niemanden mehr zu befreien gibt, werde
ich noch da sein, König des Nichts, Held der Gegangen? Nein, die Zeit wird mir
immer Gesellschaft leisten. Oder wird die Zeit auch ihr Ende finden und meine Befreiung
wird endlich kommen? Das wurde mir nicht offenbart. Die ganze Geschichte kennt niemand,
sonst kennen wir alle einen verschiedenen Teil. Wehe mir! Wenn ich wenigstens nicht
so viel denken könnte! Zeit zum Denken habe ich leider viel.
Eins… zwei… drei…
vier... viermal haben die Glocken geschlagen. Komm, vergängliche Seele… deine
Zeit ist gekommen.
Verónica Cerletti
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