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25 de septiembre de 2011

Tixta po forroginaxión


Hace un tiempo inventé un idioma. No es nada del otro mundo, pero es mi propio idioma.

Empecé por dar otro nombre a todos los objetos: el televisor pasó a ser el doctogon; el reloj, un teko; y llamé a la cortina como sendite. No eran palabras con mucho sentido, solo sonidos que brotaron de mi boca. Y como me resultaban cómodas, las empecé a usar con normalidad.

Seguí luego con otros sustantivos que designaban cosas más abstractas: la libertad se convirtió en tixta; el hambre, en furgio; y la dificultad, en giestra. Al cabo de un tiempo, continué reemplazando otras clases de palabras existentes, como los adjetivos o los verbos, por nuevos vocablos: feo fue iñiga, alto se convirtió en guso y displicente mutó en ferzobo; correr se llamó gentear; pensar, techenar; y saltar, prexeír.

Pero, como suele ocurrir, mi idioma comenzó a necesitar palabras nuevas que describieran ideas nuevas. Así, a veces inspirándome en otras palabras, a veces porque sí, surgieron los sustantivos gurocho, krestoso, chinfanga, sefitox; los adjetivos pietufo, sorongote, trescoso, perráltico; los verbos, hujiar, acontuguer, perifrasticir, elmetar. Es difícil explicar qué significa cada una de estas nuevas palabras, ya que designan cosas que mi idioma materno no contemplaba, o que al menos no contemplaba en una clara y única palabra. Podría decir, por ejemplo, que un chinfanga puede ser trescoso, pero nunca pietufo; un chifanga puede hujiar, pero no elmetar, cosa que sí puede hacer un sefitox sorongote.

No obstante, esas no fueron las únicas que inventé: con el tiempo, reemplazar palabras por otras distintas, o crear nuevos vocablos que sintetizaran las impresiones que yo tenía, se volvió una necesidad vital, a extremos de resultarme casi imposible hablar sin emplear mi idioma. De hecho, y aunque no se note, he tenido gran giestra para escribir estas líneas.

La gente no me entiende. Muchos me preguntan a qué se debe este problema, ya que me impide tener una comunicación fluida con los demás y me provoca un gran terxetio. Pero me resulta casi imposible forroginarme de manera fixtulcada. Cada vez que intento explicarme, me embarro y doy vueltas, gerteseo y no consigo hacerme entender. Cada vez me setrexta más el gotolenar suturexias musticaltes. La única manera de expresar lo que siento, lo que me ocurre, lo ti chertiento, es con mis propios términos: no hay mejor manera de destrucar lo que estoy tercheneando que plotir. Así que ahí va:

Espertuso trechxto po pertoste cualtera ni portesi tutix me torocho, cotoreja fegoti. Turupexia foloto, mertecho wasakesi, tuti octi gelehente. Me ne serepetio, gotolo cuxko, preboste tertero tutix. Tutix nex, dergecho, comoto, trepeneaxto pietufo, argeneto zulogosa.

Espero que haya quedado filtuso.

11 de septiembre de 2011

Romanticismo embarrado

Voy a serte sincero: la primera vez que te vi, estaba convencido de que eras la mujer con la que pasaría el resto de mis días. Vi a la que me cuidaría cuando estuviera enfermo, y a la que yo cuidaría cuando llegara la vejez. Vi a la mujer con la que construir un hogar, con su jardín y su perro. Cuando te vi, vi a la madre de mis hijos.

Hasta que me di cuenta que no eras mi esposa, sino otra persona.

25 de agosto de 2011

Soluciones a la boludez


Se lee en un documento interno del Comando Anti-Boludos, sede Villa Ortúzar:

Una posible solución a la propagada boludez universal consistiría en crear una “Oficina de Orientación al Boludo”.
Acto seguido, habría que indicar expresamente que en dicha oficina NO se recibirá a ninguna persona que no sean boluda.
Como los boludos no piensan que son boludos, pero no pueden evitar hacer boludeces, se presentarán en masa a la Oficina con la esperanza de tomarle el pelo a los boludos que acudan en busca de orientación.
La oficina se compondrá de una habitación en la que habrá un dispensador de números, una pantalla donde se indiquen los turnos, numerosos y cómodos sillones, y un cartel grande que ordene: “Saque turno y espere sentado”. También habrá una puerta que señale, en rojo y acompañada por íconos claros y descriptivos: “PROHIBIDO EL PASO”.
Detrás de esa puerta habrá un pasillo que conduce a otra puerta, donde solo se verá un cartel que diga: “PELIGRO. NO PASAR” y símbolos de riesgo eléctrico, contaminación radioactiva y materiales biológicos peligrosos.
Pasando esa puerta, se entrará en una habitación con dos alternativas: una puerta que indica “SALIDA” y otra que indica “SOLO PERSONAL AUTORIZADO”.
Entrando en la segunda puerta, habrá una enorme habitación vacía excepto por una pequeña caseta hermética en el centro, del tamaño de una cabina telefónica o un baño portátil. La caseta estará rodeada de vallas, cintas amarillas y negras (o rojas y blancas) que prohíban el paso. En las vallas se indicará: “PERMANEZCA DETRÁS”. En la única puerta de la caseta, habrá un cartel que impere: “NO ENTRAR”. Dentro de la caseta, otra señal explicará que “Encerrarse en la cabina es peligroso para la salud y entraña riesgo de muerte”.
Una vez que la puerta esté cerrada, la cabina se llenará de gas sarín o Zyklon B.
La Oficina de Orientación al Boludo conseguiría de este modo reorientar a los boludos por el buen camino.
Comando Anti-Boludos.
Sede Villa Ortúzar
Miembro permanente de la
International League Against Stupidity

19 de agosto de 2011

Dos versiones

Uno
Un rey tonto, espoleado por un consejero inepto y una corte de imbéciles, gobernaba un reino pobre y devastado. Los feudos vecinos se aprovechaban de él; e incluso algunos caballeros, provenientes de los confines más remotos, se paseaban triunfantes y desafiantes por aquellas tierras sin que nadie pudiera impedírselo. Las aldeas de campesinos languidecían y en los bosques aumentaban día a día las bandas de ladrones, que asechaban los caminos y robaban por igual a pobres y ricos, afortunados y desdichados.
Ante el caos ingobernable, el consejero no encontró respuestas y huyó. El rey llamó entonces a un antiguo hechicero, acusado de provocar cataclismos naturales, a quien pidió que deshiciera los males que había creado. Pero el hechicero, apenas un viejo loco y embustero, no consiguió sino empeorar las cosas.
Mientras tanto, un enano inescrupuloso, un antiguo bufón de otro rey que fuera apartado de la corte, consiguió comprar las voluntades de algunos forajidos, a la vez que arengó a las turbas hambrientas en contra de los débiles gobernantes. De tal modo, el gobierno del rey tonto cayó por el peso de su propia incompetencia.
Los disturbios de la turba sembraron el caos y la desesperación. Caballeros de dudosa calaña pretendieron el trono, y se debatieron en escaramuzas de poca monta sin mayor trascendencia que un vano y efímero triunfo. Así las cosas, el propio enano se puso a la cabeza del reino aunque, innoble como era, solo podía hacerlo por un tiempo limitado. El enano mandó la turba a sus casas y convirtió a los bandidos en soldados de Su Majestad. En pocos meses, y aventado por la desolación, consiguió estabilizar los despojos del gobierno y tramó una intriga para hacerse con el control del reino cuando le tocase abandonar el trono.
Cuando por fin creyó que había conseguido su objetivo, eligió de entre los caballeros del reino al más desconocido, llegado de las fronteras más lejanas del feudo, y lo nombró su favorito. Los otros caballeros, algunos más afamados y prestigiosos, algunos más queridos por el populacho y otros mejor considerados entre la nobleza, se opusieron a la elección de tal delfín. Pero el enano siguió adelante con su plan, dispuesto a que el caballero ignoto se convirtiera en el rey al que pensaba dominar desde las sombras.
El antiguo bufón organizó unas justas en las que los vítores de la multitud harían de árbitro para designar al ganador. El delfín del enano batalló de manera mediocre y no consiguió el consenso suficiente entre los espectadores, pero se las ingenió para eliminar uno a uno a sus también débiles oponentes hasta llegar a la contienda final. Allí debía enfrentarse ante el preferido de la nobleza, que desertó antes del combate al saber que jamás contaría con el apoyo de la plebe.

9 de agosto de 2011

La elección de los animales


¿Ferrari? (Zürich), originalmente cargada por Julikeishon en Suiza.


Cuando yo era chico, en mi barrio se celebraba todos los años un concurso de animales. Se montaba en el Club Social y Deportivo, y era toda una kermés que incluía música en vivo, bailongo, empanadas, vino (gaseosas para los menores de edad), rifas y juegos. Nos pasábamos un domingo entero de celebración.
El concurso era una cosa simple: por la mañana, cada uno traía los bichos que tenía en casa, los exhibía durante un rato y, al final de la tarde, se organizaba una pintoresca votación donde participaban todos los vecinos.
Al principio, obviamente, abundaban los perros y los gatos, pero también los hámsters, los peces dorados, las iguanas o los pajaritos (y alguna cucaracha, todo sea dicho). Un pastor alemán muy sobrio y elegante se llevó los dos primeros concursos; lo sucedieron un gato naranja y peludo, un canario que parecía silbar tangos y un papagayo rojo que contaba chistes verdes.
Pero con el tiempo empezaron a presentarse animales cada vez más exóticos y estrafalarios, algunos incluso de motu proprio, que nos cautivaron y nos hicieron olvidar a las mascotas tradicionales: un vampiro común (Desmodus rotundus); un hormiguero de hormigas coloradas, completo y con sus corredores a la vista; un gorila que se había escapado de un circo y que leía el diario durante el desayuno; un cocodrilo llorón que parecía embalsamado; una rata del tamaño de un lobo; o un pajarraco inverosímil que proclamaba ser el último de los dodos.
Sin embargo, lo que cambió definitivamente nuestro concurso fue la aparición del primer unicornio.

1 de agosto de 2011

Buena mano


126/365 - Thirty-three, originalmente cargada por Lewenhaupt.

–Solo necesito una buena mano –explicó el jugador.
Y pasaron varias manos, una derrota tras otra.

–Solo necesito una buena mano –repitió.
Y siguieron otras. Todas malas.

–Solo necesito una buena mano –continuó, obseso.
Pero la buena mano parecía no llegar.

Perdió todo. El dinero, el reloj, el auto, la casa… Pidió un préstamo para seguir jugando, y también lo perdió.

Cuando vino el cobrador, no tenía con qué pagarle. Un matón se puso nervioso: le dio una paliza y le cortó un dedo.

Pasó el tiempo y seguía perdiendo el dinero de otros. Y le cortaron otro dedo.

Hasta que un acreedor se hartó y decidió un escarmiento mayor: le iba a cortar una mano.
Le dio a elegir: izquierda o derecha.
Como era diestro, el jugador escogió la izquierda. Y se la cortaron.

Entonces sí, armado solo con su mano buena, el jugador por fin ganó.

17 de julio de 2011

Esto no es sobreesdrújula


Aritmética, originalmente cargada por My Buffo.

Un hombre levanta una cartulina, la enseña a un auditorio y pregunta: «¿Cuántas letras tiene esto?».

En la cartulina se lee: sobreesdrújula.

Los miembros del auditorio cuentan mentalmente. Unos se ayudan con los dedos. Algunos creen que la respuesta correcta es «catorce». El listo que todo lo sabe y que nunca falta murmura: «Sobra una e»; aunque se equivoca, como casi siempre.
Otro duda acerca de si la tilde computa como una letra o no.
Y una minoría considera que se trata de una pregunta trampa, porque las letras duplicadas (s, r, e, u) cuentan como una sola letra y, por tanto, el total es «diez».

«Tiempo», dice el hombre de la cartulina. «¿Y bien?», pregunta al auditorio.

Después de unos segundos de embarazoso silencio, el auditorio balbucea confusamente un polifónico y casi unánime catorce, mezclado con un par de trece, un quince, tres o cuatro diez y algunas toses incómodas.

Al fondo se levanta un tipejo desgarbado que insinúa con firmeza: «Cuatro». El auditorio ríe. Un anónimo especula entre las carcajadas: «Te falta un uno». El hombre de la cartulina, en cambio, se lo queda mirando con odio.

«Esto tiene cuatro letras», amplía el tipejo, y se va sin esperar respuesta.

Moraleja. Ahora mismo el lector se estará preguntando cuál es el sentido de la anécdota. Es difícil de decir. Como mucho, se puede afirmar que el sentido de esto es de izquierda a derecha.

12 de julio de 2011

Lógica futbolística

El armador recibe de espaldas. Pisa la pelota, intenta girar mientras levanta la cabeza y busca a un compañero. Lo enciman dos rivales. El jugador hace rodar la pelota bajo su suela. Amaga para un lado, amaga para el otro, amaga un pase. Se detiene, extiende un brazo para alejar al defensor, agacha la cabeza para comprender la maraña de piernas que tiene delante. Llegan otros dos rivales para presionarlo. Gira y se pone otra vez de espaldas. Persiste pisando la pelota y estudiando de reojo dónde están sus compañeros. Finalmente, la pierde.
* * *
Contraataque. El central sale rápido y mete un pelotazo al centro del campo, donde recibe otra vez el enganche que para la pelota, levanta la cabeza y estudia las posibilidades. Le pican por las bandas dos compañeros. Amaga hacia uno, amaga hacia al otro, se acomoda para la zurda. Lo enciman dos rivales que regresan desesperadamente a cubrir los huecos. El armador agacha la cabeza, simula que va a trasladar y se acomoda para la diestra. La pisa. Viene otro rival de atrás y le roba la pelota.
* * *
Por enésima vez, sus compañeros confían en él. Le dan la pelota en el círculo central y se abren, se mueven, se muestran. El armador engancha hacia atrás y se saca a un rival de encima. Avanza hacia un lateral y se detiene junto a la banda. Espera la marca de un contrincante y engancha hacia el centro. Elude a uno, elude a dos, encara en diagonal hacia el arco. Se frena, levanta la cabeza. Lo enciman otra vez dos contrarios. Pisa la pelota, amaga un enganche hacia fuera y la acomoda hacia adentro. Simula un disparo al arco y continúa trasladando. Se frena y engancha hacia el otro lado. Primero intenta un pase en cortada, pero no ve el hueco; después prueba con el desborde, pero está muy marcado. La tira muy larga, llega con lo justo, pisa la pelota contra la raya de fondo, pero se la roban.
* * *
Al finalizar el partido, el relator describe que el armador no estuvo veloz con los pases, que demoró mucho, que se entretuvo demasiado con la pelota y no la soltó con la rapidez requerida. El comentarista diagnostica que el armador pasa por un mal momento. «¿Por qué lo dice?», pregunta el relator. «Sencillo: los buenos momentos pasan rápido.»

30 de junio de 2011

Consejos al consumidor (IV)

    Hace un tiempo compré una cosa por internet: si no hubiera sido porque la vi en internet, no la habría comprado.
    Yo esperaba que me la enviasen por e-mail, como es lógico, pero la mandaron por mensajería postal. Así descubrí que las viejas y nuevas tecnologías de la comunicación son parte de un todo. Como esas mafias que están en todos los negocios. De hecho, llamaron por teléfono para corroborar la entrega.
    Pero ahí no acabó la cosa: decidí seguir la pista del paquete y llegué a una casa. Toqué timbre y me atendió una persona de carne y hueso, quien me explicó que él era el vendedor. O sea: un ser humano y no una página web, como se me había hecho creer.
    Ante tamaño fraude, intenté desinstalar al sujeto. Pero el hombre se resistió. (Eché de menos la pistola de plasma del Doom.)
    Estuvimos peleando cerca de una hora, hasta que conseguí ahorcarlo con un cable USB. La policía me detuvo queriendo borrar el historial y ahora cumplo perpetua en una cárcel común, rodeado de analfabetos digitales y sin acceso a la red.
    Mi conclusión: comprar por internet es contraproducente.

Razón de eficiencia

    Teniendo en cuenta que ocho de cada diez clientes estaba satisfecho, que siete de cada veinte personas no era cliente, y sumando que cuatro de cada cinco no-clientes querrían serlo y que ocho de cada doce de los restantes estaba insatisfecho (de los cuales tres de cada cuatro estaba muy insatisfecho), el nuevo director de Marketing y Ventas pensó que su trabajo iba a ser muy fácil, que el producto se vendía solo y que podían ahorrar mucho dinero en publicidad y personal.
    Lo primero que hizo fue despedir al que confeccionaba las estadísticas.

19 de junio de 2011

Rebolución

En el comando revolucionario discutían las acciones a emprender de manera acalorada, cuando un ciego puso orden y dijo: “Vamos a ver”. Un mudo insinuó que era hora de hacer oír su voz, mientras un sordo pedía que se escuchara el clamor popular. Un manco propuso empuñar las armas y un paralítico sugirió ponerse en marcha de inmediato.
El comando por fin se organizó: al que tenía trastorno obsesivo compulsivo lo pusieron a dirigir las operaciones para sembrar el caos y desestabilizar al régimen; al esquizofrénico le encargaron difundir el discurso de la revolución de manera clara y unívoca; al paranoico le encomendaron las negociaciones para sumar a otras fuerzas; al que tenía síndrome de Diógenes le ordenaron deshacerse de todos los documentos y pruebas en caso de derrota; y al retrasado le encargaron las tareas de inteligencia.
Al final montaron barricadas en un callejón sin salida, intentaron prender fuego una fuente, y fracasaron en su conato de cortar la cabellera a un calvo.

11 de junio de 2011

Comunicación social


Últimamente, las personas tienden a comportarse como zombis. Vagan sin rumbo y no piensan en lo que están por hacer: se dejan llevar o responden a estímulos azarosos, a impulsos irreflexivos.
Para lo único que quieren el cerebro es para comérselo.
Deambulan por la vida sin ton ni son y, en cuanto ven a alguien distinto, a alguien realmente vivo, lo atacan hasta convertirlo en uno de los suyos.
Me gustaría decir que hay una solución. Que se puede intentar despertar a las personas de su letargo. Que quizás la palabra adecuada en el momento justo actúe como una fórmula mágica para romper el encantamiento.
Pero no. La experiencia me dice que ya es demasiado tarde. Sea un virus, un agente químico o una maldición vudú, no hay vuelta atrás. No hay nada que yo pueda decir para salvarme.
Mientras los espero, acopio toda el agua embotellada que encuentro y reúno todos los cartuchos de perdigones que puedo. Sé que los zombis solo comprenden un lenguaje: el que sale de la boca de una escopeta recortada.

5 de junio de 2011

La solución a todos los problemas

Hace mucho tiempo, un viejo sabio determinó con precisión cuál era el problema (el único problema) que daba origen a todos los demás.
Luego de años entregado a la reflexión, el sabio encontró la solución a ese problema. (Y, por tanto, a todos).
Inmediatamente bajó de su torre de marfil y fue corriendo hasta el caserío más cercano. En el camino tropezó con una piedra, pero no le importó: se levantó y, aunque carcomido por el dolor, siguió rengueando veloz hasta el poblado.
Allí, se instaló en la plaza más transitada y dijo con voz firme y solemne: “Acabo de encontrar la solución a todos los problemas”.
–¿A mi problema de espalda? –preguntó una anciana.
–Sí –respondió satisfecho el sabio.
–¿A mi problema de dinero? –dijo el mercader.
–También –contestó el sabio con suficiencia.
–O sea que también mi problema de alcoholismo –razonó el borracho.
–Por supuesto –concluyó el sabio–. En cuanto solucione EL problema, los demás quedarán inmediatamente resueltos.
–Eso es genial –se alegró una mujer– porque no veo la hora de arreglar los problemas con mi marido.
–Y yo no puedo esperar a solucionar mis problemas con la ley –agregó un ladrón.
Y así, cada uno de los habitantes del pueblo comenzó a mencionar el problema que más lo aquejaba, como si enunciarlo implicara su inmediata desaparición. Pero cuando el murmullo entusiasta cesó y todos volvieron su mirada al viejo sabio, esperando la realización del anunciado milagro, descubrieron que el hombre estaba sentado con expresión desencajada, una mano sobre la rodilla y la otra rascando la cabeza.
–¿Qué le pasa? –preguntó un niño.
–Nada –contestó un forastero, mientras palmeaba la espalda del sabio–. Creo que tiene un problema de memoria.

Moraleja
El diablo sabe por diablo, peor más olvida por viejo.

Epílogo
Cada uno de los habitantes del pueblo volvió a su vida casi donde la había dejado. La anciana se alejó despacio, apoyándose trabajosamente en su bastón y tomándose de la cintura con la diestra. El borracho se tumbó al sol y brindó a la salud del sabio. La mujer regresó a casa, donde su marido (enfadado por el retraso) la esperaba con el puño preparado. El mercader, entretanto, gastó sus últimos ahorros en un billete de lotería, confiando su suerte a la suerte. El ladrón, delatado en la multitud, fue arrestado. Y el forastero continuó su camino sin que nadie supiera su nombre.
El sabio, finalmente, emprendió apesadumbrado el regreso a su torre, intentando recuperar los fragmentos de su memoria, reconstruir sus argumentos, reencontrar la solución; mientras iba distraído tratando de reorganizar sus ideas, volvió a tropezar con la misma piedra.

30 de mayo de 2011

Los siete pecados (de viajar en el transporte público de las grandes) capitales - 7/7

Gula I
“Prohibido fumar en andenes y coches.”

Gula II
Yo no suelo utilizar el transporte público. Siempre que puedo, voy caminando. Vivo en una pequeña ciudad europea, accesible, donde todo está cerca. Si la distancia es muy larga, agarro la bicicleta y, con paciencia y sin hacer mucho esfuerzo, pedaleo tranquilo hasta mi destino. Suelo salir con tiempo y no programar actividades que se superpongan, así me puedo permitir el lujo de dar paseos relajados donde respiro aire puro, disfruto del sol en invierno, de la brisa en verano, y mi mente se despeja de los malos pensamientos.
    Pero hay ocasiones en que el tiempo no acompaña (lluvia, viento, nieve); o que, por razones ajenas a mi voluntad, debo acudir a algún lugar con escaso margen de tiempo. En esas ocasiones no tengo más remedio que emplear los autobuses, los tranvías o los trenes de cercanías.
    Los viajes no suelen durar más de quince o veinte minutos, y los servicios tienen horarios y cronogramas precisos que se respetan a rajatabla, sin la interrupción cíclica pero impredecible de protestas callejeras, cortes de vías, u otras manifestaciones del descontento social. Sin embargo, ese pequeño trayecto sobre ruedas se me hace interminable. Apenas al subir en cualquier medio de transporte, se me viene a la boca el extraño sabor de un pan salado, horrible, que solía comprar hacía mucho tiempo, cuando vivía en Buenos Aires y tomaba el mismo tren todos los días. En cualquier época del año, sin hambre y sin muchas ganas de comer, no dejaba pasar la oportunidad de comprar esos panes con gustos extraños al pibe que acostumbraba subirse en la estación Chacarita. Podría decirse que esperaba ilusionado la aparición del vendedor, casi siempre un muchacho de tez morena, con una camiseta de fútbol (el equipo variaba según el pibe de turno), una gorrita de béisbol en la cabeza, y una dicción espantosa, con ese típico tono del que ya no piensa en lo que dice de tanto repetirlo.
    Recuerdo que el pan no era muy bueno. A veces probaba un bocadito y llevaba el resto a casa, para que se lo comieran los demás integrantes de mi familia; a veces era tan feo que acabábamos tirándolo a la basura: no lo quería ni el perro. Pero yo insistía, una y otra vez. Y con esa insistencia reaparece ahora el regusto que me viene a la boca.

14 de abril de 2011

Los siete pecados (de viajar en el transporte público de las grandes) capitales - 6/7

Envidia I
“Asiento reservado para personas con movilidad reducida.”

Envidia II
    En el bar, pegado a la estación de ferrocarril, Angelito le alcanza su café al tachero que suele parar por ahí.
    –Poneme unas medialunas cuando puedas, Angelito –le dice el tachero.
    –Cómo no –responde el mozo, y se va a la otra mesa donde lo estaban esperando.
    –Qué hacés, Angelito. Un cafecito.
    –En jarrita, ¿no?
    –Así es, señor, como siempre –felicita el cliente.
    Angelito ya los conoce a todos. Casi veinte años viendo las mismas caras, a las mismas horas, en los mismos trayectos. Siempre de paso.
    –¡Angelito! –le grita una cincuentona desde la ventana– ¿Me servís uno con leche?
    En eso cae un tipo trajeado con portafolio y pinta de apurado. Se va hasta la barra y le pide al dueño un café y una tostada con manteca. Angelito se acerca al mostrador y repite los pedidos. Mientras esperan, el trajeado lo saluda:

7 de abril de 2011

Los siete pecados (de viajar en el transporte público de las grandes) capitales - 5/7

Soberbia I
“Lo mejor que hizo la vieja, es el pibe que maneja.”

Soberbia II
    No piden porque lo necesiten. Tampoco piden porque los obligue algún vividor. Ni siquiera piden para no trabajar. Piden porque se han autoinstituido como subjetividades mendicantes, una forma de ser-en-el-mundo de naturaleza simbólico/simbiótica que los provoca a vivir en los márgenes de la generosidad, apropiándose del espacio público para escenificar (mediante la reasignación del capital destinado para el ocio material a una causa también material, pero menos superflua) la vigencia de las estructuras y los valores humanos, reflejo de las significaciones imaginarias sociales que conforman nuestra sociedad. Cumplen así una función de sentido, toda vez que descompartimentalizan la división de clases y, al mismo tiempo, restituyen la percepción de la dádiva, la limosna, el favor y la condescendencia, pero también del altruismo, la entrega, la donación y la virtud.

6 de abril de 2011

Los siete pecados (de viajar en el transporte público de las grandes) capitales - 4/7

Ira I
“… Sepan disculpar las molestias ocasionadas.”

Ira II
    –Buenas tardes, señorita. ¿Dónde la llevo?
    –Buenas tardes. A Burruchaga y Valdano, por favor.
    –Cómo no. ¿Por dónde prefiere? ¿Agarro por Córdoba…?
    –Creo que Córdoba estaba cortada.
    –¿Otra vez? Esta mañana también. Pasé por ahí, a la altura de Uriburu, y estaban los del sindicato de la limpieza. O los basureros, uno de esos… ¿Y ahora quién?
    –No sé si estaban los estudiantes o los enfermeros.
    –Ah, bueno. Esos hacen cualquier cosa con tal de no laburar. Habría que sacarlos a patadas y mandarlos a trabajar en serio.
    –… Eh… bueno… Creo que a los enfermeros les debían seis meses de sueldo. O eso dijeron en la radio, no estoy muy segura…
    –¿Y? ¿Por eso nos tienen que joder a todo el resto? Disculpe la expresión, eh, pero uno está laburando, vio. Yo me paso el día entero dando vueltas para ganarme el pan, y así no me dejan trabajar. Como a usted, me imagino; usted tiene pinta de ser muy trabajadora.
    –Gracias, una lo intenta, pero…
    –Eso es lo que digo yo. Acá no estamos de paseo, ¿vio? Además, no hay excusa: hoy son estos, pero mañana son los otros y pasado los de más allá. Y los pibes, los estudiantes… Bueno, ellos se dicen “estudiantes”, pero para mí que no tocaron un libro en su vida. Están todo el rato rompiendo… Perdone, eh, pero lo que hacen no tiene otro nombre: están rompiendo los… los quinotos, ¿vio? Un día es por la ley de no sé qué, al otro día porque desaprobaron a uno… ¿Usted se acuerda lo de La Plata? Los bochaban a todos porque eran unos burros (porque son unos burros) y todavía se quejaban. ¡Por favor! Y así todos los días, cada día una cosa nueva. ¿Y cuándo estudian? Esta gente no estudia nunca.

5 de abril de 2011

Los siete pecados (de viajar en el transporte público de las grandes) capitales - 3/7

Pereza I
“¡Taxi!”

Pereza II
    Otra vez se me hizo tarde. Siempre igual. Te quedás pachorriento, boludeando, de sobremesa… Cinco minutitos más, diez, quince, media hora y, cuando te querés acordar, se te hizo de madrugada. Y ya me cerró el subte. Ahora hay que ir hasta la parada, la tétrica parada del colectivo, un poste despintado con tres cartelitos desparejos, sin recorridos ni nada, apenas números. Uno de los cartelitos es tan trucho que, de hecho, está pintado a mano y atado con alambre sobre un cartel anterior (oxidado, imposible saber qué decía).
    “Forme fila atrás”, pone al final de una de esas hojas metálicas azules y blancas. O que alguna vez fueron azules y blancas. De noche, igual, no se notan los colores. La luz amarillenta de la esquina, allá lejos, en el cruce de calles, convierte todo en tonos que van del cremita al negro, pasando por un amplio espectro de marrones más o menos anaranjados.
    ¿Te das cuenta? Estas son las boludeces que me pongo a pensar cuando me agarra el sueño y tengo que seguir despierto. Se me va la cabeza en cosas insignificantes en vez de estar atento. Porque hay que estar con todas las antenas puestas en atajar a tu colectivo. Los bondis, a esta hora, se saltan todas las paradas que pueden. Para que te paren, por poco tenés que hacerles señales luminosas con una antelación de cuatro cuadras. Si no, siguen de largo como los bomberos.

19 de marzo de 2011

Los siete pecados (de viajar en el transporte público de las grandes) capitales - 2/7



Avaricia I
pasaje subvencionado por el estado nacional.”

Avaricia II
    El pibe sube al colectivo, que arranca:
    –Uno diez, jefe.
    –¿Hasta dónde vas, pibe?
    –Acá nomás.
    –Sí, ¿pero adónde?
    –Acá, a Ruggeri y Pasculli.
    –Eso ya te sale uno veinte, papá.
    –Pero siempre me cobran uno diez.
    –A mí no me digas. Desde acá es uno veinte.
    –No me joda, si estamos a la vuelta.
    –Entonces andá a pata, pibe.
    –¿Sabe qué? Tiene razón. Déjeme bajar en la que viene.
    El pibe baja, pero se queda en la parada con las monedas en la mano. A los cinco minutos viene otro colectivo. El pibe deja subir a los que esperaban desde antes y entra último. Todos pagan sus boletos en orden. Le llega su turno:
    –Uno diez, maestro.
    –¿Hasta dónde vas, campeón?
    –Y a usted qué le importa.
    –¿No ves el cartel, pibe? “Indique el destino al chofer”.
    –Soldán al 4200.
    –Uno veinte, te sale.
    –¿Uno veinte? ¡Pero si son diez cuadras!
    –Uno veinte.
    –No me alcanzan las monedas. ¿Y ahora cómo hago?
    –Yo qué sé, problema tuyo.
    –¿Tiene cambio de diez pesos?
    –No, pibe…
    –¿Y entonces cómo hago?
    –Hacé una cosa: bajate en la próxima, cambiá en un kiosco y tomate el que sigue.
    El pibe vuelve a bajar y, sin moverse, espera al siguiente. Juguetea con sus cinco monedas hasta que aparece:
    –Uno diez, si es tan amable.
    –¿Hasta dónde?
    –Prodan y Pettinato.
    La máquina marca “1,20”.
    –Uno diez, era.
    –Hasta ahí es uno veinte, flaco.
    –No me hace la gauchada, que no me alcanzan las monedas.
    –Si fuera por mí, viste… Pero no puedo. Si se sube el inspector me como el garrón yo, viste.
    –Claro, claro… Porque cambio no tiene, ¿no? De diez pesos.
    –Y, no, yo no te puedo cambiar. Tenés que tener siempre monedas por si las dudas, nene.
    –Uh, qué bajón. Y ahora qué hago…
    El chofer permanece en silencio.
    –Usted, aunque sea, ¿me puede llevar hasta la placita de más allá, la de Mazzorín y Luder? Desde ahí ya me arreglo yo.
    –No hay problema, flaco.
    A las tres paradas, el pibe se baja. Agradece al colectivero y saluda con la mano. Cruza la plaza y llega a un edificio de departamentos. Guarda las monedas en el bolsillo, abre la puerta con su llave y entra en casa sonriendo.

18 de marzo de 2011

Los siete pecados (de viajar en el transporte público de las grandes) capitales - 1/7



Lujuria I
“¡No empujen que en el fondo hay lugar!”


Lujuria II
    En la eterna lucha del viajero por conseguir un cómodo y práctico emplazamiento en el tren subterráneo, hay varios factores que deben tenerse en cuenta al momento de escoger el mejor sitio posible. Por ejemplo: dónde se encuentra la ventilación más cercana, cuánta gente hay (y se estima que habrá) entre nosotros y la salida, cuánto tiempo permaneceremos en el vehículo, si estamos solos o acompañados, si vamos o no con equipaje, si transportamos importantes sumas de dinero, objetos frágiles o de valor, etc.
    Sin embargo, hay un elemento que es esencial para disfrutar de un viaje ameno, una consideración que no puede pasar por alto el usuario habitual de este servicio: debe conseguir por todos los medios tener una clara línea visual hacia las ventanillas. ¿Por qué es esto tan importante?, se preguntará con seguridad el lector. ¿Quizás porque nos permite ver con claridad cada estación a la que arribamos? No necesariamente, puesto que los modernos vagones incorporan señales luminosas que lo indican con antelación; y si, llegado el caso, estas no funcionaran, siempre se puede preguntar a otro pasajero con mejor perspectiva.
    ¿Entonces? ¿Para qué observar la ventanilla si el paisaje que se descubre tras sus cristales es, en el grueso del trayecto, la mugrosa pared renegrida de los túneles? La respuesta no está en el exterior, sino en el interior del coche. Y en el milagro de la luz que inunda los vagones en contraste con la oscuridad del inframundo, una combinación que convierte a los cristales en auténticos espejos.
    En estas superficies reflectantes, pues, tenemos la oportunidad de disfrutar en excelente panorámica de las bellezas que, descubiertas por la mano calurosa del sempiterno bochorno que puebla las cavernas, enseñan sus gracias al observador atento. La mirada indiscreta queda perfectamente disimulada, como si estuviésemos hipnotizados por el vaivén sinuoso de esos cables exteriores que parecieran jugar una carrera contra la formación, cuando en realidad estamos embobados con unos labios carnosos, unos ojos deslumbrantes o una figura escultural.
    Cualquier inconveniente, de esos que nunca faltan en el viaje de ida y de vuelta (empujones, pisotones, insultos, bajones de presión, intoxicación por fetidez humana, entre otros), quedará inmediatamente en un segundo plano ante la visión celestial que las ventanillas abren para nosotros en medio de este infierno.